Buenas precauciones, pensó Liz, deseando que no fueran necesarias.
– ¿Y la comida de la niña? -le preguntó.
– La llevarán con el equipaje. No te preocupes por la cuna. Mi casera tiene nietos y ya me ha ofrecido una de las que usa ella. Estará en mi casa cuando lleguemos.
– Bien. Entonces, ¿podemos irnos ya?
– Sí.
Las dos horas siguientes pasaron de una forma borrosa. Tomaron un taxi en la puerta del hotel y cuando llegaron a los alrededores del Kremlin, dejaron el primero y tomaron otro que los llevó a una estación de metro limpia y brillante. Durante el viaje en metro, hicieron dos transbordos y finalmente emergieron en una calle tranquila, flanqueada de árboles, donde los esperaba un coche negro. Subieron al vehículo, que los condujo hasta un aparcamiento subterráneo. Dos tramos de escaleras, un largo pasillo y un viaje en ascensor después y estaban frente al apartamento de David.
Liz miró a su alrededor, confusa.
– No entiendo nada. ¿Cómo hemos llegado aquí? Tu apartamento no tiene aparcamiento subterráneo.
– No.
Él abrió la puerta y le cedió el paso. Después cerró con llave, abrió un panel y tecleó el código que activaba el sistema de seguridad. Liz tuvo la sensación de que había muchas cosas que no eran lo que le habían parecido en un principio.
– ¿Cómo hemos llegado aquí? -repitió.
– Hay un pasadizo subterráneo desde el aparcamiento que está al otro lado del edificio. Lo usaremos mientras estés aquí, para que nadie nos vea entrar ni salir del edificio.
Ella se sintió al mismo tiempo aliviada y exhausta.
– No sé qué pensar.
– No pienses nada.
Él la condujo hasta el dormitorio y abrió una puerta. En vez de ver un armario o el baño, Liz se encontró en un pequeño despacho. Había una preciosa cuna en medio de la estancia.
– Con los saludos de la señora P. -dijo él.
– ¿De quién?
– De mi casera. Ella vigila el edificio. Su madre era norteamericana y ahora la señora R trabaja para la embajada -le explicó David, sonriendo-. Tiene un apellido de verdad, pero yo no sé pronunciarlo. Me dijo que también dejaría un parque infantil para la niña en el salón.
Con Natasha en brazos, David se acercó a Liz.
– Estás agotada. Sé que no has dormido. Voy a llamar a la señora P. y le diré que cuide de Natasha durante la tarde, para que puedas descansar.
Ella quiso protestar, pero no podía formar las palabras. La idea de dormir era demasiado tentadora.
– ¿Estás seguro de que no es una de ellos? -le preguntó.
– Sí. No tienes de qué preocuparte. Yo tengo que volver a la oficina durante unas horas, pero estaré aquí a las siete. ¿Estarás bien?
Liz asintió.
– Bien. Voy a avisar a la señora P. para que la conozcas.
Cuarenta minutos después, David entró de nuevo en su despacho. Allí tenía un recado de Ainsley: una de sus fuentes había averiguado que la policía moscovita había encontrado el cuerpo de una prostituta adolescente flotando en el río. La agente lo estaba esperando en la morgue.
David bajó al aparcamiento y tomó su coche para dirigirse al depósito de cadáveres, un edificio viejo situado en una calle llena de edificios viejos. El interior se había modernizado, pero ninguna remodelación conseguiría nunca borrar el olor de décadas de muerte.
David se encontró con Ainsley en la recepción.
– ¿Qué has averiguado? -le preguntó.
– No mucho. La chica tiene entre quince y diecisiete años. No tiene familia. Encontraron el cuerpo esta mañana. La habían apuñalado. Puede que fuera un cliente enfadado. Mañana le harán la autopsia.
Él la siguió hacia la sala donde se guardaban los cuerpos para reconocer el cadáver. David no había pasado mucho tiempo con Sophia, pero Liz le había hablado con cariño de ella y de cómo la muchacha había cuidado a Natasha en el orfanato. ¿Habría sido aquello algo más que la preocupación de una voluntaria entregada? ¿Era Sophia la madre de la niña y había sido asesinada por aquella relación?
– Ya están preparados -le dijo Ainsley.
Los dos entraron en la sala del depósito. Era una estancia blanca, con una fila de armarios de metal donde se conservaban los cuerpos. Un técnico, un hombre de baja estatura con gafas, miró a su alrededor nerviosamente. Después abrió uno de los armarios y apartó la sábana que cubría el cadáver. La dobló hasta los hombros de la víctima para que su rostro quedara perfectamente al descubierto.
La cara estaba hinchada y los rasgos distorsionados, pero David supo que nunca había visto a aquella chica. Tenía la cara redonda, el pelo rubio y rizado y en su mejilla había una antigua cicatriz.
– No es Sophia -dijo con rotundidad.
Lo cual significaba que posiblemente nunca supieran quién era, ni quién la había asesinado.
Ainsley y él salieron juntos de la morgue. Mientras iban hacia sus coches, ella suspiró.
– ¿Y ahora qué?
– Veamos si podemos encontrar a Sophia. Quizá ella tenga algunas respuestas. Envía a alguien al orfanato para pedirles información sobre la chica y empezaremos a buscar.
– Si es una prostituta adolescente, lo más seguro es que no la encontremos.
– Quizá tengamos suerte.
– ¿Crees que tiene algo que ver? -preguntó Ainsley.
– Creo que sí.
– Está bien. Me pondré a indagar y te avisaré en cuanto sepa algo.
David abrió la puerta de su coche. Volvería a la oficina durante un rato y después se iría a casa, donde lo estaba esperando Liz.
Liz. Había pasado por un infierno y todavía quedaba más. Él estaba decidido a mantenerla a salvo de todo. Incluso de él mismo.
Liz se despertó al oír el sonido de una voz suave cantando en un lenguaje que no reconocía. Se sentó en el borde de la cama y bajó los pies al suelo. Miró el reloj de la mesilla: eran las seis. Había dormido durante dos horas. Lo único que quería era volver a tumbarse y descansar hasta el día siguiente, pero no podía hacerlo.
Se puso en pie y entró en el baño. Después de lavarse la cara y los dientes, se peinó y entró al salón.
La señora P, una mujer diminuta con el pelo gris y los ojos brillantes, estaba sentada en una mecedora, cantándole a Natasha mientras la niña se terminaba el biberón.
La señora P. miró a Liz y sonrió.
– Le he estado contando cuentos de hadas rusos. Son diferentes de los que te contaron a ti. Más oscuros, pero con buenas lecciones para la vida.
Murmuró algo en ruso y dejó el biberón en la mesilla que había junto a la mecedora.
– Qué niña más buena -dijo mientras se ponía a Natasha contra el hombro y le daba unas palmaditas en la espalda-. Es muy lista.
Liz sonrió.
– ¿Y cómo lo sabe?
– Esas cosas se saben, sí.
Natasha dejó escapar los gases de una manera muy poco refinada.
– La pequeña está de acuerdo -dijo la señora P.-. ¿Lo ves? Es muy lista.
La mujer se levantó y le entregó el bebé a Liz.
– He dejado comida en la nevera. El señor Logan no se preocupa mucho de hacer la compra -dijo y sacudió la cabeza con una expresión afectuosa-. Un hombre como él, soltero, necesita una esposa.
No era exactamente algo de lo que Liz quisiera hablar.
– Muchas gracias por cuidar de Natasha. Es usted muy amable.
La señora P. sonrió.
– No es nada. Estoy en el piso de enfrente. Si necesita algo, llame a la puerta. Salvo mis salidas al mercado, siempre estoy en casa.
Se despidió de la niña y de ella y se marchó.
Liz entró en la cocina.
Había un cuenco con manzanas sobre la mesa. En la nevera encontró patatas, carne picada, zanahorias, remolacha, queso y leche. En la panera había una barra de pan.