Sinceramente, sí, pensó mientras se abandonaba a las sensaciones que le producían sus labios suaves. Sabía que estaba reaccionando a la incertidumbre de su mundo y al deseo de David de mantenerla a salvo, tanto como al calor que le nacía en el vientre y se extendía en todas direcciones. Él era su única esperanza. Si se sumaba aquello a la calidez de su boca, al olor de su piel y a sus caricias, ¿era tan malo rendirse?
Él se retiró ligeramente.
– ¿Cuál era la pregunta?
Ella parpadeó. ¿Había hecho alguna pregunta?
– No me acuerdo.
– Bien -él le besó las mejillas, la frente, la nariz y la mandíbula. Desde allí siguió un corto viaje hasta su cuello, donde le mordisqueó y le lamió la piel hasta que ella se retorció en el asiento.
– ¿Estás disfrutando o te parece que es una mala idea?
– Estoy disfrutando la mayor parte de lo que estamos haciendo -admitió.
– ¿Quieres que pare?
¿Debería hacerlo? Era el mejor plan. Razonable, maduro, el plan que no le causaría problemas después, pensó Liz.
Se acercó más a él y le rodeó el cuello con los brazos.
– Siempre y cuando uno de los dos se acuerde de apagar el horno para que la cena no se queme, no.
Él se rió.
– Muy bien. Vamos a solucionar eso primero, entonces.
Él se puso de pie y tiró de ella suavemente. Le pasó el brazo por la cintura y la guió hacia la cocina. Allí apagó el horno. Después le tomó la cara con las manos y la besó.
Ella separó los labios y al primer roce de su lengua, sintió que se quedaba sin aliento. Al instante se excitó. La pasión mandaba y ella estaba dispuesta a obedecer en cualquier minuto. Sólo el hecho de estar desnuda, ofreciendo y tomando, conseguiría calmar aquel deseo que sentía por dentro.
– Más -susurró y comenzó a tirarle de la chaqueta del traje.
Él se la quitó y la dejó caer sobre el suelo de la cocina. Después se aflojó la corbata y se la quitó también. Ella se despojó de su camiseta.
David emitió un suave gruñido y se acercó a ella. Descansó una mano sobre su cintura y con la otra le acarició las curvas del pecho.
– Sí… -murmuró Liz.
Deseaba que él le tocara todo el cuerpo, que la hiciera sentirse viva y perder el control. Se arqueó contra él y frotó su vientre contra su erección. Sin embargo, quería más. Quería sentir su piel desnuda y quería sentir cómo penetraba en su cuerpo.
Él deslizó la mano desde la cintura de Liz hasta su espalda. Le desabrochó el sujetador y ella dejó caer la prenda al suelo.
David no perdió un segundo. Con una mano le cubrió un pecho de nuevo, en aquella ocasión, piel contra piel, mientras bajaba la cabeza y tomaba su otro pezón con la boca.
A ella comenzaron a temblarle las piernas y tuvo que aferrarse a él para no caer a sus pies.
Era muy bueno. Mejor que bueno. Asombroso. Con cada roce de su lengua, cada caricia de sus labios, Liz sentía una punzada de deseo entre las piernas. Sabía que estaba húmeda e hinchada. Lo único que le impedía llevar las cosas más lejos era lo bien que se sentía. Quería más, pero también quería lo que tenía en aquel momento. Excitada y frustrada al mismo tiempo, le mordisqueó el hombro y le lamió la piel caliente.
Él gruñó y compensó los esfuerzos de Liz mordisqueándole, a su vez, el pezón. Ella tuvo que reprimir un grito.
– Te necesito. Acaríciame -le suplicó.
Él obedeció y comenzó a desabrocharle los pantalones vaqueros. Ella se los bajó y se quitó las sandalias. En un instante estuvo desnuda y él cayó de rodillas ante ella.
Pasó menos de un segundo antes de que David le separara los muslos y apretara la boca contra el centro de su cuerpo. El contacto íntimo estuvo a punto de hacerla caer. Liz tuvo que agarrarse a la encimera para no derrumbarse.
Él la lamió y se movió pausadamente hasta que encontró el punto del placer. Al oír que ella inhalaba bruscamente como respuesta a sus caricias, David se rió. Sin embargo, al instante tomó un ritmo fijo, destinado a hacer que a Liz le temblara el cuerpo, a que sus músculos se tensaran de deseo y a que su necesidad se hiciera más intensa.
Era demasiado, pensó ella, todavía agarrada a la encimera para no caer. No podía llegar al orgasmo así, pero no estaba segura de poder controlarse. Y menos, cuando David insertó un dedo en su cuerpo y comenzó a acariciarla al mismo ritmo mágico que su lengua.
Y entonces, fue imposible que Liz reprimiera su liberación. Jadeó una vez, otra y dijo su nombre mientras se estremecía de placer. Las ondas se extendieron por su cuerpo y él siguió acariciándola, ligera y rítmicamente, mientras las contracciones continuaron durante lo que a Liz le parecieron horas.
Por fin, se calmó. David se irguió ante ella y antes de que Liz pudiera decir nada, la tomó en brazos y se la llevó al sofá del salón. Ella se quedó allí, medio sentada, medio tumbada y él entró en el dormitorio y salió con un preservativo en la mano.
Liz observó cómo se movía mientras se quitaba la ropa y cuando estuvo desnudo, lo acarició. Era suave y duro a la vez. Hipnotizada, ella se inclinó hacia delante y posó los labios en la punta de su miembro. Lo lamió ligeramente y él gimió.
Liz habría continuado, pero David la alejó y se puso el preservativo.
– Prefiero estar dentro de ti -dijo.
– Sí -respondió Liz. Porque allí era donde quería que él estuviera. En lo más profundo de su cuerpo. Llenándola una y otra vez hasta que su cuerpo se rindiera de nuevo.
David se sentó junto a ella y le pidió que se sentara a horcajadas en sus piernas. Ella nunca había hecho el amor así, pero el azoramiento que hubiera podido sentir se desvaneció rápidamente cuando descendió sobre su erección.
Su cuerpo se adaptaba al de David con perfección, pensó Liz, mientras se hundía hasta que sus muslos se tocaban. En aquella postura, él frotaba sus lugares más sensibles.
Ella se movió hacia arriba y hacia abajo y cerró los ojos. Entonces, él deslizó una mano entre sus muslos y acarició el punto más sensible del cuerpo de Liz.
Ella se agarró a sus hombros mientras se le tensaban los músculos del cuerpo y sin poder evitarlo, comenzó a moverse más deprisa, complaciéndolos a los dos.
– Mira -susurró él.
Liz abrió los ojos y le vio observándola. Él bajó la cabeza y ella siguió su mirada. Sus pechos botaban a cada empujón. Él tenía la mano entre sus piernas. Ella lo sentía también y era magnífico. Se arqueó cuando el climax volvió a estremecerla.
Bajo ella, él se quedó rígido, empujó hacia arriba y soltó un grito. Ella sintió su tensión, su liberación y juntos alcanzaron la cima del placer, en un enredo de cuerpos y de gozo.
Más tarde, cuando se hubieron vestido y estaban acurrucados juntos en el sofá, esperando a que la cena terminara de calentarse, David observó atentamente a Liz.
– ¿Qué? -le preguntó ella, tomando la copa de vino que había abandonado-. ¿Por qué me miras así?
– Me estoy preguntado si lamentas lo que hemos hecho.
Ella suspiró.
– No. ¿Y tú?
Él sacudió la cabeza. La última vez que habían hecho el amor, los dos se habían sentido azorados después. Ella se había ido en cuanto se había vestido y a él no le había importado que se fuera.
Demasiado y demasiado rápidamente, había pensado David. Sin embargo, en aquel momento… en vez de querer que Liz se alejara, quería tenerla cerca.
– ¿Te sientes bien con lo que hemos hecho? -le preguntó ella.
– Por completo.
– Me alegro -respondió Liz, con una sonrisa-. Sería horrible que yo me sintiera contenta y cómoda y tú estuvieras impaciente por acompañarme a la puerta.