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– Es Sophia -le dijo Liz, mientras buscaba lo que necesitaba en el armario que había junto a la puerta de la enfermería-. Creo que lleva escondida un par de días. Quiero hablar con ella en privado. ¿Te importa? Me temo que no dirá nada si hay demasiada gente alrededor.

– Claro que no me importa. ¿Crees que tendrá hambre? Voy a traer un sandwich y algo de sopa. ¿Vas a llamar a David para contárselo?

Liz pensó en aquella posibilidad, pero negó con la cabeza.

– Primero quiero escuchar su historia. Yo se lo contaré todo a él cuando venga.

Volvió junto a Sophia, que estaba sentada al borde de la cama. La muchacha la observó con cautela mientras echaba agua en una palangana de metal y tomaba toallas limpias.

– ¿Qué te ha pasado? -le preguntó a Sophia, mientras le tomaba el brazo e inspeccionaba el arañazo-. Parece que te has caído rodando por una montaña.

– Salté de una furgoneta.

Liz se sentó en un taburete, a su lado.

– Seguro que tenías una buena razón.

Colocó el brazo de Sophia sobre la palangana y le echó agua, con cuidado, sobre la herida. La chica hizo un gesto de dolor. Liz le limpió la suciedad de la herida. Después le limpió el corte de la cara. Al ver la quemadura circular que tenía en el otro brazo, Liz se estremeció.

– ¿Qué es esto?

– La quemadura de un cigarrillo.

A Liz se le encogió el estómago. No quería saber más. No quería formar parte de aquel mundo horrible. La vida era mucho más fácil en Portland.

Le lavó la quemadura y siguió preguntándole por las demás heridas.

– Sólo son moretones -dijo Sophia-. Son de cuando caí a la carretera.

– ¿Crees que te rompiste algo?

– No.

– Vamos -dijo Liz y la guió hacia el baño-. Tienes toallas limpias junto a la ducha. Maggie te está preparando algo de comer. Yo te traeré ropa limpia y después podremos hablar.

La adolescente la miró con cautela.

– ¿Por qué es amable conmigo?

– Porque quiero ayudarte. Tú estuviste aquí por Natasha.

A Sophia se le hundieron los hombros.

– Es mi hija. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

– Mucha gente se habría marchado sin más. Tú te quedaste para protegerla. Quiero compensarte por eso.

No parecía que Sophia estuviera muy impresionada. Liz lo intentó con otra táctica.

– ¿Quién te enseñó inglés? Hablas muy bien.

Sophia se encogió de hombros.

– Una anciana que vivía en mi edificio. Era inglesa. No me dijo nunca por qué vivía en Moscú. No podía caminar bien y yo la ayudaba. Ella me enseñó a hablar inglés. Después se murió.

– Tú la ayudaste y ella te ayudó a ti. Eso es lo que yo quiero hacer. Te lo debo.

Sophia no parecía nada convencida, pero no dijo nada más. Liz la dejó a solas en el baño y salió a la enfermería. Allí encontró a Maggie, que había llevado los sandwiches y la sopa.

– Necesita ropa -le dijo Liz-. ¿Crees que habrá algo que le valga?

Maggie sonrió.

– Es tan delgada que no creo que haya problema. Voy a ver qué tenemos entre la ropa de los niños.

Desapareció por el pasillo en dirección al armario de la ropa. Un poco después volvió con una muda limpia, una camiseta y dos pantalones vaqueros de tallas diferentes.

– Gracias -dijo Liz-. Esto le valdrá hasta que lavemos su ropa.

– ¿Qué vas a hacer con ella? -le preguntó Maggie-. No quiero ser cruel, pero no puede quedarse aquí.

– Lo sé. Hablaré con David cuando venga. Estoy segura de que habrá un lugar donde pueda ir. Si no, la alojaremos en un hotel.

Parecía que Maggie quería decir algo más, pero Liz tomó la ropa y se marchó, sin darle la oportunidad de hacerlo. Lo que menos necesitaba en aquel momento era que le explicaran por qué era imposible salvar a Sophia. En aquel punto, a Liz no le importaba lo que era posible. Quería hacer lo que estaba bien.

Media hora después, Sophia se había vestido y había comido, e iba con Liz hacia la guardería. La muchacha se aproximó cautelosamente a la cuna.

Robert la observó cuando se inclinó sobre la cuna de Natasha y sonrió.

Sophia habló dulcemente en ruso y después tomó a la niña en brazos. Si Liz tenía alguna duda de la relación de la muchacha con la niña, desapareció en el mismo momento en que vio su rostro.

El dolor y el amor se mezclaron en una expresión tan fiera que Liz tuvo que apartar la mirada. Se le encogió el corazón mientras se cuestionaba su propio derecho a llevarse a Natasha. Se sintió abrumada por las dudas y tuvo ganas de gritar. Sin embargo, se obligó a ser fuerte.

– Tenemos que ir a algún sitio a hablar -le dijo, intentando que su voz tuviera un tono normal-. La mayoría de los niños están fuera. Podemos ir a la sala de juegos.

Sophia asintió y se dirigió hacia allí. Liz la siguió con Robert a su lado.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el agente.

– Nada. Sophia trabaja aquí. No ha podido venir durante unos días y no ha visto a Natasha.

Liz se sintió agradecida por el hecho de que Robert aceptara su explicación. No quería entrar en detalles sobre quién era la adolescente. Liz prefería hablar de aquello con David.

Cuando llegaron a la luminosa sala de juegos, Liz y Sophia se sentaron sobre unas mantas en el suelo y Robert en una silla, junto a la puerta.

– ¿Quién es ese hombre? -le preguntó Sophia a Liz, mientras colocaba a la niña en el suelo y le daba varios juguetes.

– Trabaja con David. Está aquí para proteger a Natasha.

– ¿Y a usted?

Liz se las arregló para sonreír un poco.

– A mí no. Podrían venir y llevarme en menos que canta un gallo.

– Pero usted no es el objetivo.

– No. ¿Por qué lo eres tú?

Sophia le ofreció un dedo a la niña y Natasha lo agarró con fuerza.

– Usted tenía razón. Yo soy su madre.

Liz asintió.

– Tú siempre te preocupabas mucho por ella. No me di cuenta al principio, pero después de que desaparecieras y esos hombres intentaran quitármela, comencé a preguntármelo.

Sophia suspiró.

– No quería que las cosas salieran mal. El hombre que va detrás de Natasha, Kosanisky, es malo. Tiene poder y no le importa hacerle daño a la gente.

Liz miró la quemadura del brazo de Sophia.

– ¿Fue él quien te hizo eso?

– Sí. Lo hizo porque yo no le llevé a Natasha. Trabajo para él desde que tenía catorce años. Soy prostituta.

Liz mantuvo la expresión de su rostro tan neutral como le fue posible.

Sophia continuó hablando.

– Ya había estado embarazada antes. Intento no quedarme, pero es difícil. Los hombres no siempre usan preservativo. Kosanisky me obligó a deshacerme del bebé anterior. Yo no quería, pero él me pegó y perdí el niño, de todas formas.

Liz tragó la bilis que le había subido por la garganta.Tuvo ganas de abrazar a Sophia.

– ¿Cuántos años tienes?

– Diecisiete -respondió Sophia-. Pronto seré demasiado mayor para trabajar para él, pero por el momento… sobrevivo.

Aquello no era sobrevivir. Era un verdadero infierno.

– Con Natasha las cosas fueron distintas -continuó la chica-. Kosanisky me dijo que tuviera al bebé y que él le encontraría una casa. Al principio yo creía que se refería aquí, en Rusia. Después supe que los niños iban a América. Había parejas ricas que pagaban por ellos. A mí no me gustó eso, pero sabía que Natasha estaría más segura allí. Sabía que no podía quedármela.

Liz quiso preguntarle a la muchacha si había tenido la tentación de hacerlo y se preguntó si aquello sería posible. ¿Cómo iba a cuidar al bebé si era prostituta? ¿En qué otra cosa podría trabajar? Liz dudaba que Sophia hubiera ido al colegio. Se había visto atrapada en unas circunstancias que estaban fuera de su control.

– Cuando nació Natasha, me dijo que la cuidara durante seis semanas. Después, Kosanisky vendría por ella. Después de unos días, supe que no quería que la vendiera como si fuera un perro. Quería ver a la familia que iba a adoptarla. Me dije que si no me gustaban, me la llevaría.