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Llamé a Saul Lynx, el hombre que me había presentado al padre de Pascua, pero su servicio de mensajes me dijo que mi colega detective estaba fuera de la ciudad por unos días. Podría haberle llamado a casa, pero si andaba ocupado con un caso no sabría nada de Navidad.

– Residencia Alexander -respondió una voz masculina al primer timbrazo de mi siguiente llamada.

– ¿Peter?

– Señor Rawlins, ¿cómo está?

La transformación de Peter Rhone de vendedor a criado personal de EttaMae Harris siempre me resultaba sorprendente. Había perdido al amor de su vida en los disturbios de Watts, una bella joven negra llamada Nola Payne, y había renegado casi por completo de la raza blanca. Se había trasladado al porche de la casa de EttaMae y hacía recados para ella y para su marido Raymond Alexander el Ratón.

Rhone trabajaba a tiempo parcial como mecánico para mi viejo amigo Primo en un garaje del este de Los Angeles. Estaba aprendiendo un oficio y contribuyendo a los gastos generales para el mantenimiento de la casa de EttaMae. Yo pensaba que en realidad estaba haciendo penitencia por la muerte de Nola Payne, porque de alguna manera se creía que era la causa de su fallecimiento.

– Vale -dije-. De acuerdo. ¿Cómo va el garaje?

– Ahora estoy limpiando bujías. Jorge me va a enseñar pronto a trabajar con una transmisión automática.

– Hummm -gruñí-. ¿Está Raymond por ahí?

– Mejor llamo a Etta -dijo, y supe que había algún problema.

– ¿Easy? -Etta se puso al teléfono un momento después.

– Sí, cariño.

– Necesito tu ayuda.

– Sí, señora -respondí, porque quería a Etta como amiga y en tiempos la amé como amaba a Bonnie. Si no hubiese estado loca por mi mejor amigo, por aquel entonces ya tendríamos una casa llena de niños.

– La policía busca a Raymond -dijo.

– ¿Por qué? -le pregunté.

– Asesinato.

– ¿Asesinato?

– Un idiota que se llama Pericles Tarr ha desaparecido, y la policía viene aquí todos los días preguntándome qué sé yo de todo eso. Si no fuera por Pete, creo que me llevarían a rastras a la cárcel sólo por estar casada con Ray.

Nada de todo aquello me sorprendía. Raymond llevaba una vida criminal. El diminuto asesino estaba relacionado con toda una red de atracadores que operaban de costa a costa y más allá incluso, por lo que yo sabía. Pero la verdad es que no me lo imaginaba implicado en delitos de poca monta. Y no es que el Ratón no hubiese ido más allá del crimen, más bien al contrario, pero en los últimos años se le había enfriado algo la sangre y raramente perdía los nervios. Si hubiese tenido que matar a alguien en la actualidad, habría sido en lo más profundo de la noche, sin dejar testigos ni pistas que le incriminasen.

– ¿Dónde está el Ratón? -le pregunté.

– Eso es lo que tengo que averiguar -dijo Etta-. Desapareció el día antes que ese hombre, Tarr. Y ahora él no está, y los tipos estos de la ley me van detrás.

– ¿Así que quieres que yo lo encuentre? -le pregunté, lamentando haber llamado.

– Sí.

– ¿Y luego qué hago?

– Estoy preocupada, Easy -dijo Etta-. Estos polis hablan en serio. Quieren meter a mi chico en la cárcel.

Hacía muchos años que no oía a Etta llamar «chico» a Ray.

– Vale -dije-. Lo encontraré, y haré lo que tenga que hacer para asegurarme de que está bien.

– Sé que no es gratis, Easy -me dijo entonces Etta-. Te pagaré.

– Bien. ¿Sabes algo de ese Tarr?

– No demasiado. Está casado y tiene la casa llena de críos.

– ¿Y dónde vive?

– En la calle Sesenta y tres -me recitó la dirección y yo la apunté, pensando que había encontrado más problemas en un solo día que la mayoría de los hombres en una década.

Había llamado al Ratón porque él y Navidad Black eran amigos. Esperaba encontrar ayuda, no prestarla. Pero cuando se vive entre hombres y mujeres desesperados, cualquier puerta que se abre puede tener el nombre de «Pandora» escrito en el otro lado.

3

No había bebido ni una sola gota de alcohol desde hacía años, pero desde que Bonnie me había dejado, pensaba en el bourbon todos los días. Estaba sentado en el salón frente al televisor apagado pensando en la bebida cuando sonó el teléfono.

Otro síntoma de mi soledad era que mi corazón se encogía de miedo cada vez que alguien llamaba al teléfono o a la puerta. Sabía que no sería ella. Lo sabía, pero aun así, seguía preocupándome qué podría decirle.

– ¿Diga?

– ¿Señor Rawlins? -preguntó una voz de chica.

– ¿Sí?

– ¿Le pasa algo? Suena raro.

– ¿Quién es?

– Chevette.

No había pasado un día completo desde que casi mato a un hombre por aquella mujer-niña, y tuve que buscar su nombre en mi memoria.

– Ah, hola. ¿Pasa algo? ¿El cerdo ese te está molestando?

– No -respondió-. Mi papá me ha dicho que le llame y le dé las gracias. De todos modos lo habría hecho. Dice que nos vamos a Filadelfia, a vivir con mi tío. Dice que podemos empezar de nuevo allí.

– Me parece una idea estupenda -dije, con un entusiasmo muy mal fingido.

Chevette suspiró. Me perdí en ese suspiro.

Chevette me veía como su salvador. Primero la había alejado de su chulo, y después le había permitido ver a su padre de una manera que él nunca le había revelado antes. Intenté imaginar cómo podía verme a mí aquella niña: como un héroe lleno de poder y certeza. Habría dado cualquier cosa por ser el hombre a quien ella había llamado.

– Si tienes algún problema dímelo -dijo aquel hombre a Chevette.

La puerta de entrada se abrió y entró Jesus con Benita Flagg y Essie.

– Vale, señor Rawlins -dijo Chevette-. Mi papá quería saludarle.

Yo saludé con la mano a mi pequeña y rota familia.

– ¿Señor Rawlins?

– Hola, Martel. La chica parece que está bien.

– Nos vamos a Pennsylvania -dijo él-. Mi hermano dice que hay buen trabajo en los depósitos del ferrocarril que hay por allí.

– Me parece estupendo. A Chevette le iría bien empezar de nuevo, y quizás usted y su mujer podrían intentarlo también.

– Sí, sí -dijo Martel, haciendo tiempo.

– ¿Hay algo más? -le pregunté.

Entonces Essie se echó a llorar.

– Usted… ejem, usted dijo que… que los trescientos dólares eran por la semana que iba a pasar buscando a Chevy.

– ¿Sí? -Di un tono interrogativo a mi voz, pero sabía lo que iba a decir a continuación.

– Bueno, sólo le ha costado un día, ni siquiera eso.

– ¿Y qué?

– Supongo que son cincuenta dólares al día, sin contar el domingo -explicó Martel-. Podría usted aceptar otro trabajo para compensar la diferencia.

– ¿Sigue ahí Chevette? -pregunté.

– Sí. ¿Por qué?

– Le diré por qué, Martel. Le daré doscientos cincuenta dólares si Chevy viene a pasar los próximos cinco días conmigo.

– ¿Cómo dice?

Entonces colgué. Martel no podía evitarlo. Era un trabajador, y seguía la lógica del salario, que tenía incrustada en el alma. Yo había salvado a su hija de una vida de prostitución, pero eso no significaba que me hubiese ganado los trescientos dólares. Se iría a la tumba pensando que yo le había engañado.

– Eh, chico -dije a mi hijo.

– Papá.

Me abrazó y yo le besé la frente. Llegó Benita y también me dio un beso en la mejilla, mientras Essie lloriqueaba en sus brazos.

Yo cogí a la niñita en mis brazos y le di vueltas en círculo. Ella me miró a la cara, maravillada, alargó la manita hacia mi áspera mejilla y sonrió.