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– Podía haber acudido a la policía -le sugerí.

– Sí, y yo también podía haber escupido a la chica en la cara -me contestó Lineman-. Ya sabe que a la policía no le importa en absoluto lo que le pase a una niña negra de Watts.

– O a lo mejor sí.

– ¿Correría ese riesgo con una hija suya?

Eso me convenció del carácter de Lineman y de su inocencia, así que salí por ahí y acabé averiguando que la hermana, Lena, tenía un novio llamado Lester. Éste también había desaparecido, pero seguía en contacto con su tío Bob, y así los localicé en Richmond, allá arriba, en Bay Area.

Llevé a Chandisse a la comisaría de la calle 76, donde ella y el pastor de su hermana presentaron cargos contra su padre y al mismo tiempo exculparon a Lineman de cualquier posible delito. Dos semanas después, Lineman volvió a mi despacho.

– No me ha enviado usted la factura, señor Rawlins -me dijo-. Suelo pagar mis deudas.

– Donde yo vengo, lo que hacemos es intercambiar favores -le dije-. Así que pensaba que quizá cada dos meses o así podría pasarme por aquí y llevarme un par de platijas para freír, o unos cangrejos azules para hacer un gumbo.

Desde entonces nos hicimos amigos.

– Tengo que hablar con un tío llamado Jeff Porter -le dije a Lineman mientras íbamos pasando ante los puestos.

Él se detuvo, se volvió al estilo militar y me hizo retroceder tres puestos.

– Hola, Jeff -dijo Lineman a un hombre negro que parecía una morsa por el tamaño, forma y color de piel. Incluso tenía un mostacho caído y canoso.

– Hey, Lineman -respondió Jeff-. ¿Qué pasa?

– Éste de aquí es Easy Rawlins -dijo Lineman-. Es un amigo mío muy especial. Me salvó la vida. Y es un buen hombre, de confianza.

Porter asintió, muy digno.

– Quiere saber algunas cosas -continuó Lineman-. Me harías un gran favor si le respondieras.

Lineman me dio unas palmaditas en la espalda y se alejó como un tiburón que se ahoga si no se mantiene en movimiento. Al mismo tiempo Jeff Porter me tendió su mano para que la estrechara. Fue una extraña experiencia. La mano de Porter era al mismo tiempo potente y fofa. Me pareció en aquel momento que todo el mercado con sus puestos se convertía en una especie de fabuloso paraíso subacuático.

– ¿En qué puedo ayudarle, señor Rawlins? -me preguntó el hombretón.

Quise responder, pero me distrajeron la sangre y las entrañas que festoneaban su enorme delantal blanco. Las miles de muertes representadas en aquel confuso mapa de destrucción me oprimieron.

¿Había sido asesinado Pericles Tarr en San Diego, como decía Blix? Yo no estaba seguro de tener ánimos para averiguarlo.

– Parece que va a hacer un buen día, ¿eh? -dije.

– El sol no es bueno para los pescadores, señor Rawlins. Nos gusta más la sombra y las brisas frescas, o si no el producto se estropea.

– Pericles Tarr -dije.

– Dicen que ha muerto -respondió Porter a la pregunta no formulada por mí.

– Me gustaría tener pruebas.

– Es un asunto bastante peligroso, la verdad.

Yo sabía de qué hablaba.

– Yo me crié en Boston -le expliqué-. Uno de mis mejores amigos era un niño muy delgado y algo bocazas llamado Raymond Alexander.

Resulta difícil que una morsa parezca sorprendida, pero Porter consiguió demostrarlo.

– Soy detective privado, Jeff -dije-. Soy uno de los mejores amigos de Ray, pero estoy buscando a Perry porque su hija Leafa me dijo que ella no creía que su padre estuviera muerto.

– Leafa no es más que una niña.

– Pero es la que tiene la mente más aguda en casa de Tarr -dije.

Jeff se echó a reír y luego asintió.

– En eso podría tener razón -dijo-. Y, ¿quién sabe?, a lo mejor la chica está en lo cierto.

– ¿Por qué dice eso?

– Ya sabe que Perry no era feliz en esa casa llena de niños feos y traviesos. Venía muchas veces a mi casa a echar la siesta porque decía que cada vez que oía pasos en la suya se echaba a temblar. Meredith era peor que una puta barata en la cama, y Perry trabajaba más duro que tres esclavos en los campos de algodón. Yo no sé si el Ratón lo mató o no, pero si lo hubiera hecho habría sido una liberación, y no un crimen.

– ¿Dijo alguna vez que quería huir? -le pregunté.

– No demasiado. Sólo cada día durante cinco años.

– ¿Y dice que Meredith no le satisfacía? ¿Tenía otras mujeres para eso?

– Perry es amigo mío. Y uno no habla así de sus amigos.

– Cada uno de los hombres y mujeres con los que he hablado hasta ahora dicen que Perry está muerto. ¿Cómo voy a conseguir que alguien me diga cómo resultó herido?

El hombre-morsa se rascó el mostacho y se quedó pensativo. Al final se encogió de hombros y dijo:

– Nena Mona.

– ¿Cómo?

– Así se llama. Su madre le puso ese nombre.

– ¿Sabe dónde vive?

– Ni siquiera sé cómo es. Lo único que sé es que Perry la llamaba desde mi casa, a veces. Quizá viniera por aquí y se echara una siestecita con él cuando yo no estaba en casa.

32

Alejándome en mi coche del mercado de pescado tuve la sensación de que había hecho algo bien. Mejor aún: me sentí a gusto con mi vida… durante un momento pasajero. Me caía bien Lineman y los hombres y mujeres que se dedicaban al comercio del pescado, pero no quería que mi vida fuese así: ir cada día al mismo sitio, hacer las mismas cosas y decir las mismas palabras a las mismas personas.

Mis escarceos con Faith Laneer habían metido a Bonnie en una caja, en un rincón de mi mente. No había desaparecido, pero tampoco estaba ya a plena vista. Aquel era, me parecía, el primer paso que me alejaba de la tristeza que hasta entonces me envolvía.

Fui a mi despacho y miré enseguida el listín telefónico. Sólo había una Nena Mona en el barrio negro; bueno, en cualquier barrio.

Me eché hacia atrás en mi silla giratoria y me tomé el tiempo necesario para respirar hondamente y disfrutar del ocio que me proporcionaba aquel momento. Incluso pensé en recoger un libro que había encargado en la librería Aquarian, El sistema del infierno de Dante, de un joven escritor llamado Leroi Jones. Era un libro difícil, pero algo en la certeza del tono del autor me hacía pensar en la libertad.

No fui a recogerlo, pero al menos pensé en hacerlo. Era otro hito en mi recuperación. Encendí un cigarrillo y me quedé mirando el blanco techo. No había abejorros falsos, ni marcas de agua que denotasen la pobreza de aquel barrio. Yo me encontraba muy bien, de camino hacia un mañana mejor, libre, o casi libre al menos, lo máximo a lo que podía aspirar un descendiente de esclavos.

Alguien dio unos golpecitos en mi puerta. Toda la comodidad y la esperanza cayeron a mis pies. La fría realidad del crimen y el duro castigo me inundaron con tanta rapidez que apenas pude encajar el cambio. Fue como si no se hubiese producido cambio alguno, como si siempre me hubiese sentido desesperado y asustado, vengativo y dispuesto a salir huyendo. Cogí una pistola del cajón de mi escritorio y me la metí en el bolsillo. Retrocedí hasta el rincón más alejado de la puerta y grité:

– ¿Quién es?

– El coronel Timothy Bunting -dijo una voz joven, acostumbrada al mando.

Di un paso a mi izquierda por si el hombre decidía disparar en dirección a mi voz. Me vinieron al pensamiento todas las preguntas corrientes del crimina] no habitual. ¿Estaría solo? ¿Habría venido a matarme? ¿Cuántos traficantes de drogas habría allí? No se me ocurrió enseguida la cuestión de si sería realmente un militar que venía a verme por algún motivo válido. ¿Por qué iba a pensar tal cosa? Lo único que me había encontrado hasta el momento eran víctimas y asesinos, y los asesinos iban todos de uniforme… o al menos lo llevaron en algún momento.