– ¿Señor Rawlins? -dijo el hombre. Por un momento pensé en dispararle a través de la puerta. Después de todo, ¿no estaba allí para matarme? Entonces supe que mi combate contra la locura todavía no había llegado a su fin. Estaba dispuesto a matar a un hombre a quien ni siquiera había visto. Me había convertido en uno de aquellos hombres blancos que me acostaban escaleras arriba, en Bellflower… Aquello no era justo ni aceptable, en absoluto.
Fui hasta la puerta y la abrí de par en par, con el arma en el bolsillo y las manos abiertas, sin convertirlas en puños.
Un hombre joven y elegante, con uniforme de coronel, se encontraba allí de pie ante mí. No exhibía medalla alguna, y la gorra de oficial la llevaba debajo del brazo izquierdo. Su rostro no acabaría de madurar y convertirse en adulto hasta al cabo de una década, por lo menos. Era alto, esbelto y estrecho de hombros a pesar del ejercicio, y su piel tenía un tono oliváceo que no procedía del sol.
– ¿Señor Rawlins? -me preguntó el oficial, de unos treinta y tantos años.
– Enséñeme alguna identificación.
– Perdóneme, señor, ¿no ve el uniforme?
– Enséñeme una identificación ahora mismo -dije.
– Represento al gobierno de Estados Unidos, señor Rawlins…
Dejó de hablar porque yo saqué mi 38 y le apunté al ojo izquierdo. El joven oficial sabía muy bien cuándo se encontraba en una situación sin salida, así que sacó cuidadosamente la cartera de su bolsillo trasero y la abrió, mostrándome su tarjeta de identificación militar. En ella se veía su nombre, rango y fotografía.
Me guardé el arma en el bolsillo y una sonrisa apareció en mis labios.
– Entre, coronel -dije-. Hace mucho tiempo que un hombre uniformado no me dice la verdad.
Yo me senté detrás de mi escritorio y el joven oficial ante mí. Pasaron unos cuantos segundos que se convirtieron en un minuto en incómodo silencio. Yo había sacado un arma ante un hombre que estaba acostumbrado a tratar el más mínimo intento de insubordinación con duras represalias, pero allí tenía que tragarse mi desafío y continuar como si nada hubiese ocurrido.
Disfruté viendo cómo intentaba asimilar su rostro aquella experiencia totalmente nueva. Practiqué para el momento en que pudiese hacer algo semejante con el hombre que se hacía llamar Clarence Miles.
– ¿Qué ha querido decir? -me preguntó el coronel.
– Explíquese.
– ¿Qué ha querido decir con eso de que unos hombres de uniforme le han… ejem, le han mentido?
Le hablé de Clarence Miles y sus secuaces.
– Haré que busquen a ese tal Miles -dijo, oficiosamente.
– No se moleste, Tim -dije-. No hay ningún Clarence Miles en su ejército, al menos que sea capitán.
– ¿Y eso cómo lo sabe?
– Sé algunas cosas que le sorprenderían, Tim, créame. El nombre real de Clarence Miles es Sammy Sansoam.
Bunting conocía aquel nombre. Quizá fuese general, pero no se le daba nada bien poner cara de póquer.
– Debe referirse a mí como coronel, señor Rawlins.
– Si no le gusta cómo le hablo, váyase cagando leches… Tim. En esta ciudad he recibido a todo el mundo, desde guardias de seguridad a coroneles. Me niego a respetarle porque a usted le importo una mierda. Así que si quiere que alguien le bese el culo, ya puede ir bajando a la calle.
El joven tuvo que contenerse de nuevo. Era un soldado, nuestro país estaba en guerra y yo tendría que estar deseoso de ayudarle… eso era lo que pensaba.
– Samuel Sansoam era oficial -dijo Bunting al fin-. Sospechamos que estaba involucrado en actividades criminales en el ejército, incluso después de su cese.
– ¿Qué actividades criminales? -pregunté.
– No puedo decírselo.
– ¿Quizá tráfico de drogas con un señor de la guerra de Camboya? -dije, intentando parecer inocente.
Bunting guardó un silencio imprudente. No tendrían que haberlo nombrado coronel, pero seguramente acabaría con cinco estrellas.
– ¿Tiene más información, Rawlins? -preguntó, con una voz dura como una roca que debía de practicar por la noche ante un espejo.
– Señor Rawlins -dije yo.
Esta vez el rostro de Bunting se mostró herido. Si yo podía llamarle Tim, ¿por qué no podía él usar mi apellido sin más?
«La vida no es justa.» Éste es uno de los pocos consejos que me quedan como recuerdo de mi padre. Lo que quería decir es que un hombre negro debe tragarse su orgullo, su dolor y su humillación diariamente en lo que respecta a su trato con los blancos. Yo me sentía muy bien al dar la vuelta a la tortilla con respecto a aquel dicho, y no sentía remordimiento alguno al hacerlo con aquel oficial engreído y jovenzuelo.
– ¿Tiene más información… señor Rawlins?
– Primero dígame por qué ha llamado a mi puerta.
– No estoy aquí para responder a sus preguntas, señor.
– Usted no está aquí en absoluto, hijo. Usted es un soldado, y yo soy un civil. Yo no respondo ante usted, y usted no tiene jurisdicción sobre mí. De modo que si quiere jugar limpio, pensaré en contestar a sus preguntas. De lo contrario, podemos seguir con este jueguecito tonto.
– Busco al mayor Navidad Black -dijo Bunting-. Era miembro de nuestras fuerzas especiales, pero dejó el ejército.
– ¿Y usted cree que él forma parte del conciliábulo de los traficantes de droga? -Estoy seguro de que Bunting no entendió la palabra «conciliábulo», pero disimuló bastante bien.
– No. Tenemos una carta de un antiguo soldado, un farmacéutico llamado Craig Laneer. Él nos dijo que había formado parte de aquel círculo de tráfico de drogas y que quería desenmascarar a la organización. Laneer fue asesinado más tarde. Su esposa, una mujer llamada Faith Laneer, desapareció. Averiguamos por su organización benéfica vietnamita que era amiga de Black. La policía de Los Ángeles nos dijo que Black y un criminal llamado Raymond Alexander eran amigos, y que usted y ese tal Alexander eran íntimos. Así que estoy aquí para ver si usted puede ayudarme a encontrar a Black.
Cuando acabó la explicación yo estaba ya bastante seguro de que el coronel Bunting era quien decía ser, y que buscaba a la misma gente a quien yo quería matar.
– Sí, conozco a Navidad -dije-. Tiene una casa en Riverside.
– Hemos estado allí. Ha desaparecido.
– ¿Le dijo la policía que Raymond ha desaparecido, y que se le busca para interrogarlo sobre la desaparición de un hombre llamado Pericles Tarr?
– No.
– Quizá la policía quiere que usted les haga su trabajo -sugerí.
Bunting frunció el ceño, pensando en algo que no quería contarme.
– Tenían razón en lo de que Ray y yo somos amigos -añadí-, sin embargo he intentado encontrarle también. De modo que si me da un número de teléfono, le llamaré si consigo averiguar algo de Navidad.
– ¿Lo hará? -Se mostró realmente sorprendido.
– No tengo nada contra usted, coronel -dije-. Simplemente, necesito que me respete igual que respeta la bandera.
El militar me miró de una forma que indicaba que recordaría este encuentro durante el resto de su vida. Quizás olvidase mi nombre y las circunstancias de nuestra reunión, pero los cambios que se habían operado en él resultarían indelebles: su comprensión del poder, su distribución y su uso.
Me escribió sus números en un papel que yo le entregué.
– Es la hora -dije.
– ¿Hora de qué?
– Hora de que salga de aquí y siga su instinto.
33
Por puro hábito metí la pistola en el cajón superior del escritorio. Tenía que ir a algunos sitios, pero aun después de que se hubiera ido el coronel no me levanté de la silla. Me notaba cansado; no somnoliento, sino maltratado por la vida.
Muchas veces había visitado clínicas y hospitales, dormitorios de casas y apartamentos donde yacían hombres y mujeres moribundos. Tenían los ojos acuosos y la expresión lánguida, la piel pegajosa y nada que decir. Permanecían allí echados entre unas sábanas empapadas de sudor, como si acabasen de correr una carrera de fondo y no tuviesen nada más que hacer. Apenas podían susurrar o levantar una mano.