Nada de lo que vi significaba algo para mí. Yo no creía ni dejaba de creer. Ver las noticias era simplemente una forma de pasar el tiempo. Si hubiese sido un niño, habría visto los dibujos animados.
Al cabo de un rato bajé el volumen del televisor, cogí el teléfono y marqué.
– ¿Diga? -contestó Peter Rhone, con su voz triste y cultivada de tenor.
– Hola, Pete -dije.
– Señor Rawlins. ¿Quiere hablar con EttaMae?
– Sí. Pero primero dime algo.
– ¿Qué?
– ¿Le has contado a Etta lo del Chrysler azul que Raymond y Pericles le compraron a Primo?
– No. No lo he hecho.
– ¿Por qué?
– Porque Ray me ha pedido que no lo haga, y normalmente hago lo que él me pide.
No podía discutir aquello.
– Un minuto, señor Rawlins, voy a buscar a EttaMae.
Me quedé allí sentado viendo la cara juvenil de Jerry Dunphy. Ahora sonreía. Estaría dando buenas noticias, supongo.
– Hola -dijo Etta a mi oído.
– Pericles Tarr está vivo -dije-. Puedo ir a la policía a contarlo, y su esposa lo confirmará.
Etta me concedió veinte segundos o más de silencio. Ese tipo de silencio que te entrega una mujer cuando quiere que sepas que te las has ganado.
– Gracias, Easy. Gracias, cariño -dijo-. No sé qué haría si me lo volvieran a quitar otra vez.
– Ambos sabemos que nadie te va a volver a quitar a Ray nunca más -dije yo-. Y de todos modos, hice lo que hice porque él es amigo mío.
– ¿Y dónde está?
– Ésa es otra cuestión, Etta. No lo sé aún.
Cuando la gente se conoce desde hace tanto tiempo como nosotros habla con silencios y preguntas no formuladas. Etta sabía que sólo yo podía internarme tanto en la vida de Raymond. Lo mismo ocurría con ella. Le habíamos salvado de una acusación de asesinato, ella debía conformarse con aquello y esperar a que volviese.
– Te llamaré más tarde, Etta -dije-. Cuando acabe con unas cuantas cosas por aquí.
– ¿Pasa algo malo, Easy? -me preguntó ella. -No, querida, en absoluto. ¿Por qué lo preguntas? -Tu voz suena rara, como la de un hombre que sigue su camino habitual de vuelta a casa y de repente se encuentra en un callejón sin salida.
Me pregunté en qué programa de televisión habría oído ella aquellas palabras. Etta no había leído un libro en toda su vida, pero estudiaba la tele como si fuera la Biblioteca del Congreso.
– El semáforo está en rojo -le dije-. Adiós.
Colgué con demasiada rapidez, o quizá quería que ella comprendiera que tenía razón. La comunicación se va volviendo más sofisticada a medida que nos vamos haciendo mayores. A veces incluso resulta imposible saber lo que uno mismo está diciendo.
Recogí a Tourmaline a una manzana de distancia de donde trabajaba. Ella quería conservar aquel trabajo de contabilidad durante el verano, y Brad Knowles la habría despedido con toda seguridad si nos hubiese visto juntos a los dos.
Desde Compton fuimos a un club al sur de Los Angeles. Se llamaba Bradlee y era un sitio donde se podía bailar. Era una estructura única, un gran edificio octogonal con una sola sala que tenía una longitud de treinta metros. En medio de aquella sala se encontraba un estrado elevado donde tocaba una big band de hombres negros, con una mujer negra como vocalista. Desde swing a rock and roll, interpretaban música que te hacía desear mover los pies.
Yo no soy un gran bailarín, nunca lo fui y nunca lo seré, pero Tourmaline tenía bastante ritmo para los dos, aquella noche. Lo único que tenía que hacer yo era sentir sus movimientos y oír la música. Yo no sería Fred Astaire, pero mis fallos hacían reír a mi chica.
Ella llevaba una falda negra corta y estrecha y una blusa hecha de escamas de plástico plateadas. Llevaba los ojos pintados con purpurina y su cuerpo se movía sinuosamente, insinuando todas esas cosas que sospechan los jóvenes.
A las diez le llevé una cerveza, para que diera un descanso a mis viejos pies y caderas de cuarenta y siete años.
– Podrías ser un buen bailarín si practicaras un poquito -me dijo.
– También sería un buen físico si hubiese ido ocho años a la universidad.
– Pero la física no es tan divertida como el boogaloo.
– No sé nada de eso. Sólo pienso en piruetas cuando miro las estrellas. El universo es un ballet que nunca se detiene, ¿sabes?
– Me gustas, Portero -dijo Tourmaline. Me puso una mano en el brazo y se inclinó a besar mis labios. Su boca estaba fría y húmeda de la cerveza, pero tenía la lengua caliente.
Cerré los ojos como una colegiala y cuando los abrí ella seguía allí, sonriendo aún.
El baile fue maravilloso y aterrador. Había cientos de personas de todos los colores y edades en torno a nosotros. Daban vueltas, saltaban, se agachaban, movían los hombros con habilidad. Yo estaba allí con ellos, pero al mismo tiempo sentía que iba despeñándome por un precipicio, a punto de caer en la oscuridad. La única forma que tenía de seguir vivo era bailar sin parar. Me preocupaba que mis piernas cediesen y mis pies tropezasen…
Cuando la acompañé escaleras arriba hasta la puerta de su apartamento, ella se volvió hacia mí y me tendió una mano, con la palma hacia arriba. Era una pregunta a la cual yo ya tenía respuesta. Atraje la mano hacia mí y besé sus labios, ahora ya cálidos. Ella apretó su cuerpo al mío como había hecho en la pista de baile en Bradlee y emitió un sonido de honda satisfacción.
Nos besamos largo rato. Me costó cinco minutos bajar a su cuello y otros diez levantar su falda para poder agarrarla bien por detrás. Cuando pasó media hora, Tourmaline metió la mano por la parte delantera de mis pantalones. Me di cuenta, sorprendido, de que había perdido bastante peso desde que me compré aquel traje. Cuando su mano agarró mi erección yo me quedé quieto y muy tieso.
– Te tengo -susurró ella.
– Te necesito -repliqué yo.
Ella me besó, me dio un apretón y preguntó:
– ¿Para qué?
– ¿Cómo?
– ¿Para qué me necesitas?
– Para vivir -dije, y ella empezó a acariciarme con suavidad, enloquecedoramente.
– La próxima vez que vengas, empezaremos directamente por aquí -dijo ella-, justo por aquí, donde paramos esta noche.
Yo gruñí, decepcionado, cosa que hizo sonreír a Tourmaline y apretar más fuerte un momento, antes de sacar la mano de mis pantalones.
– Vete a casa y toma una ducha bien fría, señor detective -dijo-. Cuando vuelvas, espero algo bueno.
41
Media hora después, mi corazón todavía latía con rapidez. Detuve el coche en el aparcamiento del motel Ariba, pero no salí. Me quedé allí sentado, pensando en los moteles en los que me había alojado cuando no tenía casa, iba huyendo o vigilando a alguien. Recordé los dulzones olores químicos, las manchas de las sábanas grisáceas, los agujeros en el yeso, los quejidos que sonaban a través de las paredes y el ruido continuo de coches que pasaban. Los televisores suenan distintos en un motel barato. Las voces son metálicas, sin resonancia.
Al cabo de veinte minutos puse en marcha el coche y salí.
Durante un rato acaricié la idea de volver al garaje del apartamento de Tourmaline. Ella quizá me estuviera esperando. Los dos nos habíamos puesto calientes después de aquella sesión en su puerta.