Lo único que tenía que hacer era subir las escaleras y cogerla entre mis brazos. Lo único que tenía que hacer era hacerle el amor hasta que todos los soldados hubiesen muerto y el Ratón hubiese vuelto a casa de Etta, y hasta que Bonnie se hubiese casado y se hubiese convertido en reina.
En aquellos días o semanas de nuevo amor con Tourmaline, Pericles perdería a Nena y Meredith se compraría una casa nueva. Leafa prepararía docenas de comidas para sus hermanos y hermanas y acariciaría el pelo de su madre. Mi nietecita se haría mayor y Jesus, Feather y Amanecer de Pascua soñarían con una nueva vida donde yo ya no contaría.
Fui conduciendo por la calle de Tourmaline y aparqué junto a la acera. Apagué los faros y me diluí en la oscuridad. Quería salir de mi asiento, pero la inercia me mantuvo pegado en mi sitio una vez más. Ya no podía incorporarme. Era un parapléjico en un toque de queda después de un bombardeo.
Me habría quedado sentado tras el volante de mi coche la noche entera si no hubiese visto a una pareja que andaba por allí cerca.
Eran amantes ya maduritos, de treinta y muchos, o más incluso. El tenía una barriga prominente, y ella un trasero bastante grande. Iban del brazo, en armonía perfecta. Ellos no me veían en la oscuridad de mi coche. Era casi como si yo los estuviera soñando.
Se detuvieron a menos de tres metros de mí y empezaron a acariciarse. Ambos tenían experiencia en el amor. No eran ni delicados ni vacilantes. La mujer emitía unos sonidos de éxtasis profundos, desde la garganta. Sus manos se movían, y también sus cabezas y sus torsos. Si yo no hubiese sabido qué era lo que miraba habría pensado que contemplaba la silueta de un predador sometiendo y devorando a su presa.
Al cabo de unos minutos siguieron andando. Esperé a que llegasen al final de la manzana antes de dar el contacto.
Tourmaline y yo vivíamos en mundos completamente diferentes. Ella disfrutaba del baile que suponía introducir a un hombre nuevo en su vida, mientras yo era un morador del antiguo cementerio, encargado de llevar a los muertos producidos por la peste a su descanso final. Ella quería bailar. Yo iba andando por un caminito mal marcado, hacia un tanque de cal viva.
Nada de todo esto explica por qué dirigí mi coche hacia el apartamento de Faith Laneer. No era porque me sintiese frustrado con el lugar que me había asignado Tourmaline; podía haber vuelto a mi habitación del motel y caer dormido sin problema alguno. Quizá fuese porque Faith formaba parte de mi mundo melancólico y agrietado. Ella comprendería mis problemas. Quizás iba a verla porque había prometido que lo haría.
Era demasiado tarde para ir a casa del Ratón. Hiciera lo que hiciese en lo más profundo de la noche, prefería hacerlo solo. Cualquier interrupción habría sido contraproducente para mis planes. Y yo debía creer que él era capaz de escapar a la policía un poco más.
Me pregunté, a medida que me acercaba al edificio de Faith, si me quedaría de nuevo pegado al asiento. Respiré hondamente y levanté la vista justo a tiempo de ver un coche que se alejaba en la dirección opuesta, desde el lugar donde vivía Faith.
El coche podía haber sido de cualquier otro color que no fuera gris, pero estábamos entre dos farolas de la calle. Cuando mis faros iluminaron al conductor éste miraba hacia su derecha, disponiéndose a girar. No me miró. La gente no mira a nadie en Los Angeles. Miran los coches.
Sammy Sansoam nunca sabría dónde le habían pillado.
Sammy giró con suavidad y se dirigió hacia el este. Yo me pregunté un momento si debía seguirle o no; si debía perseguirle y dispararle en la cabeza. Podría haberlo hecho: quería matarle. Pero tenía que jugar a largo plazo.
La luz estaba apagada y ella no respondió a mis llamadas, pero la puerta no estaba cerrada. Entré en el piso diminuto en la oscuridad y quise que todo permaneciera así. Pero el abejorro de la casa de Navidad zumbaba por alguna parte. Agité la mano, encontré la cadena y tiré.
Él la dejó desnuda y sangrando. Faith no estaba muerta, al principio no. Quizá fingiera estar muerta. Quizás hubiese perdido la conciencia cuando la apuñaló una y otra vez.
Se arrastró por la habitación dejándose la vida en el suelo de roble. Estaba demasiado débil para gritar, de modo que intentó ir a buscar el teléfono; sus dedos pálidos seguían agarrados todavía el cordón. La vida la abandonó antes de que pudiera tirar del cordón del teléfono que estaba en la mesita.
Desnuda y muerta, Faith Laneer me miraba desde otro mundo final adonde yo me encaminaba pero que todavía no había alcanzado. Sólo conseguía respirar con breves jadeos y la habitación temblaba ante mis ojos, aunque levemente. Me arrodillé junto a la antigua Hermana de la Salvación y le toqué la mano. Todavía estaba caliente y suave.
Aquél fue el momento en el que murió Sammy Sansoam.
Me odié a mí mismo por no haberle matado antes, en el cruce. Sabía que ella estaba muerta; sabía que no había tenido ninguna oportunidad. El objetivo de la vida del traficante de drogas era asegurarse de que nadie se chivara. «Chivarse.» Éramos como niños. No habíamos cambiado desde que éramos niños y esperábamos que los buenos no se chivaran a los malos.
Fui al dormitorio intentando no pensar en el breve amor que habíamos vivido allí. En el escritorio había una hoja de papel dentro de una carpeta verde. Ella había escrito mi nombre treinta veces o más en aquella hoja solitaria. Easy Rawlins, Easy Rawlins, Easy Rawlins, Easy Rawlins…
Experimentó con distintas letras y tintas y lápices. Cogí la carpeta y el papel, apagué las luces de la casa y salí de allí.
42
Salí de la casa dando tumbos y me encaminé hacia el mar; el mismo paseo que di con Faith aquella noche que hicimos el amor. Rompí a trocitos la prueba de su enamoramiento adolescente y los arrojé en una papelera a un kilómetro de distancia, y después fui caminando por la arena mientras las olas susurraban y luego callaban.
Faith Laneer fue una heroína en un mundo que no la reconoció. Defendió a los niños y a los débiles, y todo lo que estaba bien. Y yo la lloré.
En parte yo mismo desdeñaba aquella debilidad mía. ¿Qué diferencia podía representar una mujer blanca muerta? Había visto ya miles de cadáveres, almas asesinadas y torturadas. Había visto los campos de concentración en Europa y había luchado codo con codo con chicos que murieron llevando a América en sus hombros por toda África, Italia, Francia y nuestra tierra natal. Yo mismo había estrangulado, apuñalado, golpeado, disparado y ahogado a muchos hombres a lo largo de mi vida. Había visto a negros castrados, linchados, quemados vivos y pateados hasta la muerte, sin ser capaz de hacer otra cosa que mirar… o alejarme. Había visto la gripe arrasar las pequeñas aldeas como la peste, matando a niños a docenas. Había visto accidentes de coche, madres y bebés arrojados en medio de la autopista. Había visto a hombres y mujeres blancos beber hasta matarse, riendo y bailando de camino hacia la tumba.
La muerte de Faith Laneer no era peor, en realidad. Ella había muerto asustada e indefensa, pero la mayoría de nosotros morimos así. Era joven, pero a pesar de ello había conocido el amor. Era hermosa, pero su hermosura habría desaparecido… probablemente.
El problema era que aquello era la gota que colmaba el vaso, para mí. Todo empezó cuando me desperté una mañana y mi padre me dijo que mi madre había muerto aquella noche. Y acababa allí, con Faith Laneer asesinada mientras yo bailaba y besaba y me quedaba sentado en mi coche.
El aire era frío y agradecí su incomodidad. No había luces cerca del agua, de modo que la noche me envolvió.
Yo no pensaba con claridad. Lo sabía, pero no me importaba.
«La vida no tiene sentido, lo complica todo», solía decir Lehman Brown. Vivía en la habitación contigua a la mía en un hotel residencia en Fifth Ward, Houston, antes de que yo me fuera a la guerra.