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Yo no pude evitar pensar en Leafa y todos sus hermanos y hermanas apiñados en aquella pequeña casita de South Central. No tenía sentido que ambas casas existieran en el mismo mundo.

Hope llevaba un vestido de una sola pieza color azul pastel, de algodón grueso. Sus zapatos planos eran color hueso y no llevaba maquillaje alguno en su rostro de facciones perfectas. No tenía aún los treinta años. Pero nunca sería su hermana.

Nos condujo hasta la biblioteca y nos sentamos todos en un extremo de la mesa de comedor: una reunión improvisada de la junta directiva de alguna empresa o fundación.

– ¿Pasa algo malo, señor Black? -preguntó la hermana pequeña.

– Faith me dijo que me llamaría de vez en cuando para decirme que todo iba bien -explicó-. Me llamó cada dos días hasta ayer, que tenía que haber llamado, pero no lo hizo. Me preocupa.

Había compasión en el semblante de Navidad Black; amabilidad para respaldar sus mentiras.

– No lo comprendo -dijo ella-. ¿Dónde puede estar?

– ¿Ha hablado usted con ella?

– No. No desde anteayer.

Black unió sus poderosas manos y las colocó en el ligero tablero de fresno de la mesa.

– ¿Ha venido alguien por aquí preguntando por ella?

– Sólo el mayor Bryant.

– ¿El mayor?

Mi corazón se desinfló como un globo aerostático muy lejano que se hunde bajo la línea del horizonte.

– Sí. Vino anteayer, precisamente. Dijo que habían recibido una carta de ella y que tenían que hablarle para ver qué hacían con respecto a ese terrible asunto de Craig.

– ¿Y qué aspecto tenía ese tal mayor Bryant? -pregunté.

– Es Tyrell Samuels -dijo Navidad como tardía presentación-. Me ayuda últimamente.

– Encantada de conocerle, señor Samuels.

Yo asentí.

Durante un momento Hope se quedó callada, esperando algo más agradable. Al darse cuenta de que no había nada, dijo:

– Era joven y alto, más bien delgado.

– ¿Piel oscura? -pregunté-. ¿Como si procediera de Sicilia o de Grecia?

– Sí. ¿Le conoce usted?

– Sí, nos hemos encontrado.

– ¿Le dijo usted dónde vivía Faith? -preguntó Navidad, intentando por todos los medios no perder la calma.

– Ella no me dijo exactamente dónde estaba -replicó Hope-. Sólo tenía un apartado de correos. Verá, me preocupaba que quizá hubiese dejado el país o algo, pero como llamaba cada dos días para hablar con Andrew yo pensé que había algo más.

Hope miró a Navidad y luego buscó la confirmación de sus sospechas.

– ¿Le dio al mayor la dirección de su apartado de correos?

– Claro que no. Yo sabía que Faith tenía problemas. No se lo hubiera dicho nunca a nadie.

– ¡Tía Hope! -gritó un niño-. ¡Carmen no me deja tomar helado!

Desde la distancia se apreciaba que Andrew había heredado la belleza de su madre. Cuando se hiciera mayor y se convirtiera en un hombre triste sería también guapísimo.

– No se puede comer nada hasta después de nadar -dijo Hope-, lo sabes muy bien.

El niño se acercó a través de la ventana abierta atraído por los extraños que visitaban la casa de su tía.

– Ah, sí -dijo, mirando a Navidad-. ¿Conoce usted a mi mamá? -preguntó aquel niño de cinco años al ex asesino del gobierno.

– Sí -dijo él-. Muy bien.

– ¿Y sabe dónde está?

– Ella está muy triste, Andy. Pero muy pronto estará mejor y volverá contigo de nuevo.

Me pregunté si Navidad creería en Dios. Andy no supo cómo responder a aquellas palabras, al hombre o su tono, de modo que se encogió de hombros, salió corriendo hacia la piscina y se tiró al agua. Cuando el niño se hubo ido, yo pregunté:

– ¿Tiene usted una agenda de teléfonos?

– Por supuesto. -Era una mujer segura de sí misma.

– ¿Y la dirección está en esa agenda?

– Pues sí.

– ¿Le importa mirar para asegurarse de que está donde la dejó? -le pedí.

– ¿Qué está usted diciendo?

– Por favor -le pidió Navidad-. Haga lo que le pide.

Hope no fue muy lejos. Había un escritorio en un lado de la biblioteca. Lo abrió y sacó una diminuta agenda roja.

– Mire -dijo-, aquí está.

– Busque el apartado de correos de su hermana -le indicó Navidad.

Hope volvió las páginas hábilmente, frunció el ceño un poco, las pasó de nuevo.

– No lo entiendo -exclamó-, falta la página, está arrancada.

Nos miró.

– ¿Está bien mi hermana? -preguntó.

– Eso espero -dijo Navidad.

Entonces pensé que posiblemente todos los grandes soldados debían creer en un poder superior.

45

– ¿Cómo vamos a acabar con Sammy? -preguntó el Ratón desde el asiento trasero. Estaba inclinado hacia adelante, con ambas manos apoyadas en el largo asiento, más como un niño emocionado que como un asesino a sangre fría.

Yo no supe qué decir. Bunting me había engañado, sus bravatas juveniles habían encubierto las mentiras. Me había sacado información y yo le había tomado por un idiota. Yo necesitaba un oficial superior en aquel momento.

– Dejadlo -dijo Navidad.

Oí la palabra, comprendí su significado, pero al mismo tiempo intenté descifrar exactamente cómo se aplicaba a la muerte de Sammy Sansoam y sus amigos. ¿Acaso planeaba Navidad ir él solo? ¿Estaba tan furioso que quería matar a todo el batallón, como había asesinado a todos en el pueblecito de Amanecer de Pascua?

– ¿Qué quieres decir, Navidad? -preguntó el Ratón.

– Exactamente lo que he dicho, que lo dejéis.

– ¿Quieres decir que no piensas matarle? -presionó el Ratón.

Navidad no respondió. Miró al frente. Vestía una camisa vaquera color crema con unos bolsillos con solapas que caían hacia abajo. Las solapas llevaban un intrincado bordado color marrón oscuro. Sus pantalones eran marrones con la raya muy marcada, porque probablemente se los había planchado aquella misma mañana. Era un soldado sempiterno, siempre de uniforme, siempre acatando órdenes, de por vida.

Levanté la vista hacia el espejo retrovisor y vi una rara confusión en el rostro del Ratón. Él respetaba a Navidad exactamente igual que yo, y se sentía perplejo ante su negativa a buscar venganza. Los dos habían matado a dos hombres sólo unos días antes. Aquello era una guerra, y era el momento de la batalla.

Yo también quería comprenderlo, pero no se trataba de una ecuación sencilla. El tono de la voz de Black, la presión de su mandíbula, todo me decía que no pensaba ceder. Era su operación, y ahora había terminado. El Ratón y yo, al menos por lo que a él respectaba, éramos reclutas recientes que no teníamos ni una palabra que decir.

Él no sabía que Faith y yo nos habíamos convertido en amantes, y mi instinto me decía que informarle sería un error táctico, quizá fatal.

«Dejadlo», había dicho. Una sola palabra… quizás una clave o código para un arma secreta, o el visto bueno para alguna invasión. El término tenía un sentido religioso, incluso psicológico, para mí. Yo podía haber sido el acólito de alguna religión guerrera y Navidad mi sacerdote. Yo había acudido a él en busca de bálsamo para la rabia que hervía en mi interior, y él me despedía con un ligero gesto.

«Dejadlo», dijo. Había que dejar a Bonnie y a Faith y cualquier otra interrupción en la guerra de la vida.

– ¿Me vas a decir qué significa eso de que lo dejemos, Navidad Black? -preguntó Raymond.

La mandíbula del soldado se tensó más aún si cabe. En el coche todo era quietud.

Se pueden contar con los dedos de una mano los hombres a los que el Ratón permitiría que le ignorasen. Navidad ocupaba dos de aquellos dedos, uno por la decisión y otro por el músculo. Raymond no tenía miedo alguno de la destreza de Black, no tenía miedo a nada. Pero sabía que no habría arreglo sin un tratado, y que Navidad no estaba de humor para fumar la pipa de la paz.