Intenté imaginar por primera vez desde que era niño cómo sería Dios. Recordé a hombres y mujeres que sufrían convulsiones apopléticas cuando «entraba en ellos el espíritu»; eso me sonaba muy bien. Dejaría entrar al espíritu si prometía eliminar mi dolor.
Encendí un Camel, pensé en el sabor del bourbon, intenté apartar a Bonnie de mis pensamientos sin conseguirlo y salí del coche como Bela Lugosi de su ataúd.
Las casitas blancas y largas que se encontraban detrás de la iglesia de Belén estaban en los terrenos de la misma. Parecían como los pequeños barracones militares de un ejército que hubiese perdido la guerra. En tiempos se extendía una zona de césped entre los dos edificios largos, pero ahora sólo había tierra dura y amarilla y unos cuantos hierbajos. Las paredes de tablas pintadas de blanco estaban sucias y sin brillo, las tejas de tela asfáltica verde habían empezado a combarse y la cola barata que en tiempos las sujetaba había perdido su fuerza adhesiva. Las estructuras de diez metros de largo estaban una frente a otra y perpendiculares a la parte posterior de la iglesia. En el centro de cada uno de los muros más largos se encontraba una puerta sencilla. Me dirigí hacia la de la derecha. Había etiquetas a ambos lados con nombres escritos a tinta, ya desvaídos por el sol.
A la izquierda ponía Shellman, y a la derecha Purvis. En la puerta de enfrente ponía Black y Alcorn respectivamente. Abrí esa puerta y me introduje en la estrecha sala de entrada.
Los Alcorn eran una familia normal. A la oscura luz del vestíbulo vi que habían dejado allí un caballito de juguete, una mopa muy sucia y tres pares de zapatos viejos junto a su puerta. Había polvo y suciedad en la alfombrilla de goma negra, y las huellas de unos dedos infantiles manchados de gelatina bajo el pomo.
La residencia de los Black era algo completamente distinto. Navidad tenía una escoba muy tiesa apoyada en la pared, como un soldado en posición de firmes. También había una mopa en un cubo de plástico color verde lima que exhalaba un olor a limpieza absoluta. El suelo de cemento ante la entrada estaba bien fregado, y la puerta blanca, recién pintada. Sonreí por primera vez aquella mañana al pensar cómo daban forma Navidad y Pascua al mundo a su alrededor, de una manera tan cierta como las vacaciones a las que debían sus nombres.
Llamé a la puerta y esperé y luego volví a llamar. Uno no entra sin avisar en la casa de Navidad Black.
Al cabo de unos cuantos intentos más, probé a abrir el picaporte. Cedió con facilidad. El apartamento tipo estudio estaba mucho más limpio que un ala nueva de cualquier hospital. Un sofá marrón ocupaba la pared central, frente a una larga ventana que daba a dos pinos solitarios. En el lado izquierdo de la parte más alejada de la habitación se encontraba un catre del ejército, y a la derecha una camita infantil con sábanas rosa y colcha; ambos inmaculadamente limpios. El suelo estaba bien barrido, los platos lavados y apilados, la mesita de centro frente al sofá no tenía ni un solo cerco producido por un vaso de agua o una taza de café. El cubo de la basura estaba limpio… lavado incluso.
No había ni un pelo en el lavabo de porcelana blanca del baño. En un platito, junto a la bañera, se veía una diminuta pastilla de jabón en forma de pez sonriente. Empecé a envolver el jabón en varias capas de papel higiénico cuando me vino una inspiración.
Volví a la habitación principal y aparté el sofá de la pared. Recordé que cuando Jesus era niño, a menudo escondía sus tesoros y sus errores debajo del sofá, suponiendo que sólo él era lo bastante pequeño para acurrucarse y caber en aquel pequeño espacio.
Había unos cuantos envoltorios de caramelo, una muñeca sin cabeza y una fotografía enmarcada en aquel escondite. Era la foto de una mujer blanca, quizás hermosa, con una falda negra, un jersey negro, un pañuelo rojo que le cubría la cabeza por completo y unas gafas de sol muy, muy oscuras. La mujer se apoyaba en la borda de un yate de gran tamaño y miraba por encima. El nombre del barco se podía leer debajo de ella: Zapatos nuevos.
El cristal estaba roto, como si el marco se hubiese caído. Quizá, pensé yo, Pascua la hubiese puesto encima de los cojines del sofá para examinar a aquella mujer que era amiga de su padre; una mujer que parecía una estrella de cine y que también se había ganado el derecho de ser colocada en un marco y en su casa. Pero después Pascua empezaría a corretear por ahí y seguramente el sofá se separaría de la pared, y la foto se caería y se rompería.
Todo aquello era muy importante para mí porque Navidad era un hombre inmaculado y obsesivo. Como todas las demás cosas estaban bien, seguramente habría mirado detrás del sofá si se hubiese mudado. Eso significaba que había salido con mucha prisa. Esa foto escondida me decía que aquel apartamento tranquilo y limpio había sido escenario de una situación amenazadora, o quizás incluso de alguna violencia.
Quité la foto de su marco roto y me la metí en el bolsillo. Volví a colocar el marco detrás del sofá y lo apreté bien contra la pared, para no estropear la inmaculada limpieza del hogar de Navidad.
Miré a mi alrededor de nuevo, esperando que hubiese algo más que pudiese ayudarme a descubrir más acerca de Navidad y su súbita desaparición. Era difícil concentrarse, porque seguía interfiriendo una sensación de deleite. Yo casi me sentía inconscientemente desbordado de alegría al verme distraído de Bonnie y de su próximo matrimonio.
Pensar en Navidad exigía que siguiera concentrado, porque si él se había asustado significaba que sin duda alguna había muerte en la vecindad.
6
Yo estaba sentado en el sofá azul, oscilando entre el vértigo y la fuerte sensación de una violencia inminente, cuando se abrió de golpe la puerta. Entraron tres hombres uniformados; soldados: un capitán seguido de dos policías militares. Los policías llevaban unas pistoleras con pistolas del calibre 45. Eran blancas, enormes. El capitán en cambio era bajito, negro y, tras un momento de sorpresa, sonriente. No era una sonrisa amistosa, pero aun así parecía ser una expresión natural en aquel hombre.
Pensé en empuñar mi arma, pero no encontré excusa alguna para tal acto. Me sentí desesperado y confuso en lo más íntimo de mi corazón, pero decidí seguir a mi mente.
– Hola -dijo el capitán negro-. ¿Quién es usted?
– ¿Es ésta su casa, buen hombre? -le pregunté, y me puse en pie.
La mueca vacía del capitán se amplió.
– ¿Y la suya? -preguntó a su vez.
– Soy detective privado -dije. Siempre me estremezco un poco al decirlo; siento como si estuviese en un plató de cine y Humphrey Bogart estuviese a punto de hacer su aparición-. Me han contratado para encontrar a un hombre llamado Navidad Black.
Me preguntaba si alguna mujer se dejaría engañar por la sonrisa de aquel oficial. Era un hombre de piel oscura, como yo, y mortalmente guapo. Pero sus ojos brillantes, desde luego, nunca habían mirado dentro del corazón de otro ser humano. Detrás de aquellos ojos castaños profundos y oscuros se concentraba la frialdad de un predador natural.
– ¿Y lo ha encontrado?
– ¿Quién quiere saberlo?
Los policías militares se abrieron en abanico a ambos lados de su negro oficial en jefe. Allí no podría librarme por la fuerza de las armas.
– Perdone mi descortesía -dijo el sonriente predador-. Clarence Miles. Capitán Clarence Miles.
– ¿Y qué está haciendo aquí, capitán? -pregunté, pensando qué habrían hecho el Ratón o Navidad si se hubiesen encontrado en mi situación.
– Yo le he preguntado primero -dijo.
– Estoy en ello, capitán, pero mis años como militar han quedado muy atrás. No tengo que responderle y, desde luego, no tengo por qué contarle los asuntos de mi cliente.