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Cuando Navidad le dijo a Amanecer de Pascua que era el momento de irse, ella se echó a llorar. No quería dejar su nueva habitación ni a su hermana Feather. Le dije al soldado desacreditado que teníamos la casa todo el tiempo que quisiéramos y que me gustaría que se quedara por allí para asegurarse de que mi familia y la suya estaban a salvo.

– Ahora no tienes casa, ¿no? -le pregunté.

– No -respondió él, bajando la cabeza.

– Entonces quédate, hombre. He inscrito a Pascua en el colegio. Ella necesita a otros niños. Necesita una vida.

La amarga mueca de los labios de Black era un regusto a bilis y a sangre, de eso estoy seguro. Pensó en romperme el cuello; lo supe por mis propias impresiones y también porque el Ratón levantó la cabeza para mirarnos.

Amanecer de Pascua era lo único que le quedaba a Navidad. Él quería llevársela y agazaparse en un agujero en alguna parte para curarse. Y yo era el principal obstáculo entre él y su hija. Mi vida, mi hogar, mis hijos la reclamaban. Navidad quería silenciar aquella canción.

Pero también era un buen hombre, a pesar de toda su locura. Quería a su hija, y quería lo mejor para ella. En el coche me había despreciado como si fuera un subordinado suyo, pero aquello ya había terminado. Yo era un igual en un mundo injusto.

Al cabo de unos pocos y largos adioses conduje a Ray al apartamento de Lynne Hua. El me dio unas palmadas en el hombro y me hizo un guiño antes de salir.

– Tómatelo con calma, Easy -me dijo-. Sólo conseguirás hacerte mala sangre. Hay gente por ahí que me quiere matar y yo no estoy tan agobiado como tú.

– Lo tengo todo cubierto, Ray. Sólo unos cuantos pasos más y estaré libre.

Me detuve en La Brea a primera hora de la tarde, entré en una cabina telefónica y eché dos monedas. Marqué un número que me sabía de memoria y envolví el auricular con un pañuelo.

– Comisaría del distrito 76 -me dijo una mujer.

– Con el capitán Rauchford -dije, con una voz profunda y gruñona.

Sin más dilación ella me pasó. Sonó un solo timbre y contestó una voz masculina:

– Rauchford.

– He oído que buscan a Ray Alexander.

– ¿Quién es?

– No se preocupe por eso y escúcheme atentamente -dije con una voz que a veces oía mentalmente-. El Ratón se ha ido de la ciudad, pero volverá con sus chicos dentro de un día o dos.

– ¿Adónde?

– Aún no sé dónde, pero lo sé porque ese hijoputa se está tirando a mi mujer -dije, con auténtico sentimiento, demasiado y todo-. Ella correrá a verle en el momento en que vuelva a la ciudad.

– Dígame su nombre -me ordenó el hombre blanco.

– Mi nombre no tiene nada que ver.

– Estamos localizando esta llamada. Sé dónde vive usted.

Justo entonces una ambulancia pasó a toda carrera con la sirena sonando.

– Le llamaré mañana a última hora de la mañana o al mediodía, y le contaré lo que sé.

48

– Hola -dijo Jewelle, respondiendo al teléfono de su casa.

– Hola, cariño.

– Ah, hola, Easy. ¿Qué tal la casa?

– ¿Casa? ¿Quieres decir el palacio de Buckingham?

Jewelle soltó una risita.

– Es bonita, ¿eh?

– Sí, es bonita. No te voy a preguntar cómo la conseguiste.

– Tú y tu familia podéis quedaros en esa casa todo el tiempo que queráis, Easy.

– No tienes que hacer tanto, cariño. Con un mes o dos bastará.

– Un mes, un año, cinco años… -dijo ella-. Lo que quieras.

Me di cuenta entonces de por qué Jewelle y yo no podíamos haber sido amantes nunca. Nuestra relación consistía sobre todo en un diálogo que ocurría entre líneas. Ella me agradecía que la hubiese ayudado cuando tenía problemas y estaba enamorada; me agradecía que no la hubiese juzgado cuando se enamoró de Jackson aunque seguía viviendo con Mofass. Jewelle y yo éramos como dos criaturas simbióticas de las que a veces había leído en las revistas de ciencias naturales; como el hipopótamo y los pajaritos que les limpian los dientes, o como las hormigas que apacientan a los áfidos en la selva tropical de Sudamérica. No éramos de la misma especie, pero nuestros destinos estaban entrelazados desde siempre por el instinto.

– ¿Sigue vacía esa casa en Hooper con la Sesenta y cuatro? -le pregunté.

– Ajá. ¿Por qué?

– ¿Vas a construir ahora allí?

– El terreno es tan grande que podría hacer dieciséis unidades. ¿Por qué?

– Ya te lo diré más tarde, cariño. Saluda a Jackson de mi parte, ¿quieres?

Jewelle no me cuestionó, igual que una garza no cuestiona el viento.

Colgué el teléfono y volví al televisor del motel. En el canal nueve ponían el programa Million Dollar Movie, y aquella noche tocaba la película El séptimo sello. Al principio no hice mucho caso, pero al cabo de pocos minutos aquella película en blanco y negro empezó a fascinarme. La muerte caminaba como un hombre entre los hombres, y hacía que nos sintiéramos como hojas, como polvo a su alrededor. El Caballero luchaba contra el Espectro, y cada uno de ellos ganaba, aun perdiendo. Me sentí profundamente conmovido por las severas actuaciones y las verdades que decían. Cuando acabó la película me di cuenta de que notaba un gusto amargo en la boca. Eso me recordó que no hacía ni veinticuatro horas me había caído del tren. Pero no quería un trago, no necesitaba beber. Me reí de mí mismo: todos aquellos años había evitado el alcohol cuando en realidad podía haber usado la moderación.

Era un idiota.

Por la mañana me afeité, me duché y me planché la ropa antes de vestirme. En Centinella, atravesando la calle, había una cafetería que servía donuts recién hechos. Bebí y fumé, leí el periódico y tonteé un poco con la joven camarera de siete a nueve.

Se llamaba Belinda y tenía diecinueve años.

– ¿Y a qué se dedica usted, señor Rawlins? -me preguntó, cuando yo ya llevaba hora y media haciéndole preguntas sobre su vida.

– A lo que estoy haciendo ahora mismo -dije.

Belinda tenía un culo estupendo y una cara muy sosa, pero cuando sonreía no podía evitar unirme a ella.

– ¿Quiere decir que toma café como profesión? Me apunto yo también.

– No, soy detective -le dije, tendiéndole mi tarjeta-. La mayor parte de mis investigaciones consisten en sentarme en restaurantes, coches y habitaciones de motel observando a la gente e intentando oír detrás de las paredes.

– Usted es el único cliente aquí, señor Rawlins me dijo Belinda-. Todos los demás se compran el café y se van a trabajar. ¿Me está investigando a mí?

– Pues desde luego, la estaba observando -dije-. Y me parece que tiene muy buen aspecto. Pero ahora estoy haciendo el trabajo más importante que hace cualquier detective.

– ¿Y cuál es? -me preguntó, inclinándose por encima del mostrador y mirándome a los ojos.

– Esperando que todas las piezas encajen y se coloquen en su lugar.

– ¿Qué piezas?

– En el tablero de ajedrez se llaman peones.

Era una afirmación bastante inocua, pero Belinda captó el atisbo de maldad que desprendía. Frunció el ceño un momento. El problema que yo representaba era precisamente lo que ella buscaba.

Abrió la boca un poco, como diciendo sin palabras que estaba dispuesta a saltar por encima de aquel mostrador y salir corriendo conmigo; que aunque yo era un viejo para ella, tenía tiempo libre para sentarme a su lado y la voluntad de decirle que era encantadora. No cuesta mucho, cuando uno tiene diecinueve años, y tampoco se lo piensa uno mucho. El problema es que tampoco dura demasiado.

– ¿Por qué no me escribes tu número de teléfono, muchacha?

– ¿Por qué iba a hacer tal cosa? -replicó, no queriendo parecer fácil.