William Tenn
¡Rumbo al Este!
La ruta de New Jersey, a caballo, había sido dura. Al sur de New Brunswick, los baches eran tan profundos, las piedras y la grava tan abundantes, que los dos hombres se habían visto obligados a avanzar a un trote lento, para evitar que alguno de sus tres valiosos animales se rompiera una pata. Y, desde luego, en aquel lejano sur no existía ninguna granja: sólo pudieron comer las provisiones que llevaban en las alforjas, y la noche anterior habían dormido en los restos de una estación de servicio, suspendiendo sus hamacas entre las herrumbrosas bombas de gasolina.
Sin embargo, era el camino mejor, el más directo; Jerry Franklin no lo ignoraba. La Ruta era una carretera gubernamentaclass="underline" su piso se limpiaba cada seis meses. Habían avanzado con apreciable rapidez, teniendo en cuenta que además de sus monturas llevaban otro caballo de carga. Mientras descendían la última ladera, al pie de la cual se erguía un tronco de árbol que tenía grabadas las palabras TRENTON: SALIDA, Jerry suspiró aliviado. Su padre, los colegas de sus padre, estarían orgullosos de él. Y él estaba orgulloso de sí mismo.
Pero, inmediatamente después, estaba de nuevo alerta. Espoleó a su caballo y lo situó a la altura del de su compañero, un joven de su misma edad.
—Protocolo —le recordó —. No olvides que soy el jefe. Ya sabes que no tienes que cabalgar delante de mí.
No le gustaba tener que recordar su rango, pero los hechos eran los hechos y si un subordinado se extralimitaba, había que llamarle la atención. Después de todo, Jerry era hijo —y primogénito, además— del Senador de Idaho: el padre de Sam Rutherford era un simple Subsecretario de Estado, y la familia de la madre de Sam descendía de unos modestos empleados de correos Sam asintió con un gesto de disculpa y obligó a su caballo a que retrocediera a la distancia conveniente.
—Me había parecido ver algo extraño —explicó—. Estaba mirando hacia aquella parte del camino… y juraría que he visto a unos hombres que llevaban vestimentas de piel de búfalo.
—Los Semínolas no llevan vestimentas de piel de búfalo, Sammy. ¿Es que no recuerdas nuestra ciencia política de segundo curso?
—No he estudiado ciencias políticas, mister Franklin: yo era un mecánico especialista. Pero por lo poco que sé, no creo que las vestimentas de piel de búfalo correspondan a los Semínolas. Por eso estaba…
—Preocúpate del caballo de carga —le advirtió Jerry—. Las negociaciones son tarea mía.
Al decir esto no pudo evitar tocar la bolsa que llevaba colgada del cuello. Dentro de aquella bolsa estaba su credencial, cuidadosamente mecanografiada en uno de los pocos folios de papel que quedaban con el membrete oficial del gobierno (que no era menos oficial por el hecho de que la cara posterior se hubiese utilizado muchos años atrás para tomar apuntes en una oficina), y firmada por el propio Presidente ¡Con tinta!
La existencia de tal documento podía tener mucha importancia para el futuro. Aparte de su valor intrínseco como acreditativo de sus atribuciones en el curso de las conferencias que iba a entablar, atestiguaba que le había sido confiada una misión de gran altura. Y, cuando su padre muriera, y el ocupara uno de los dos escaños que correspondían a Idaho, aquella misión le conferiría el suficiente prestigio como para intentar el ingreso en el Comité de Créditos. O, puestos a pedir, ¿por qué no llegar a lo más alto? Ningún Senador Franklin había sido nunca miembro del Comité de Gobierno…
Los dos enviados supieron que estaban en los arrabales de Trenton cuando pasaron junto a los primeros grupos de jerseyitas que trabajaban en la limpieza de la carretera. Unos rostros asustados se alzaron hacia ellos, para inclinarse de nuevo rápidamente sobre su trabajo. Los grupos estaban trabajando sin ninguna vigilancia visible. Evidentemente, los Semínolas opinaban que unas simples ordenes eran suficientes.
Pero mientras cabalgaban a través de las casas en ruinas de lo que había sido la ciudad, sin encontrar a nadie de más importancia que hombres blancos, a Jerry Franklin comenzó a ocurrírsele otra explicación. Todo aquello tenía el aspecto de una ciudad en guerra, pero, ¿dónde estaban los combatientes? Casi con seguridad al otro lado de Trenton, defendiendo el río Delaware. Esta era la dirección en que los nuevos gobernantes de Trenton podían temer un ataque, pues en la parte norte sólo tenían a los Estados Unidos de América.
Pero, de ser así, ¿contra quién estaban defendiéndose? Al otro lado del Delaware, hacia el sur, sólo se hallaban Semínolas. ¿Sería posible que los Semínolas hubieran acabado por luchar entre ellos?
¿O acaso Sam Rutherford no se había equivocado? Fantástico. ¡Vestimentas de piel de búfalo en Trenton! No podía haber vestimentas de piel de búfalo a menos de cien millas al oeste, en Harrisburg.
Pero cuando doblaron la esquina de la State Street, Jerry se mordió el labio con expresión de disgusto. Sam estaba en lo cierto, lo cual no complació precisamente a Jerry.
Esparcidos sobre el amplio césped del Capitolio del Estado había docenas de jacales. Y los hombres altos de piel oscura, que estaban tranquilamente sentados o que paseaban con orgullo entre los jacales, llevaban vestimentas de piel de búfalo. Al contemplar sus rostros pintarrajeados no había ninguna necesidad de recordar las lecciones de ciencia política: eran Sioux.
De modo que la información que había llegado al gobierno acerca de la identidad del invasor era completamente errónea… como de costumbre. Bueno, no podían pedirse milagros a las comunicaciones desde tan larga distancia. Pero aquella inexactitud hacía difíciles las cosas. Podía invalidar su credencial, ya que la credencial iba directamente dirigida a Osceola VII, Rey de Todos los Semínolas. Y si Sam Rutherford creía que esto le daba derecho a pavonearse…
Miró hacia atrás imprudentemente. No, Sam no plantearía ningún problema. Sam no era delos que pinchaban: "Ya se lo dije a usted…" Al sentir sobre él la mirada de su jefe, el hijo del Subsecretario de Estado bajo los ojos con expresión humilde.
Satisfecho, Jerry rebuscó en su memoria algún dato importante acerca de recientes relaciones políticas con los Sioux. No pudo recordar muchos… apenas los términos de los dos o tres últimos tratados. Tendría que forzar su memoria.
Cabalgó hasta encontrarse delante de un guerrero de aspecto imponente, y se apeó del caballo. Podía hablarse con un Semínola sin desmontar, pero los Sioux eran muy susceptibles en materia de protocolo cuando trataban con hombres blancos.
—Venimos en son de paz —le dijo al guerrero, que permanecía tan impasiblemente erguido como la lanza que sostenía en la mano, tan rígido y duro como el rifle que colgaba de sus espalda—. Traemos un mensaje importante y muchos regalos para tu jefe. Venimos de Nueva York, el hogar de nuestro jefe. —Hizo una breve pausa y luego añadió—: ¿Conoces al Gran Padre Blanco?
Inmediatamente lamentó haber añadido la pregunta. El guerrero cloqueó brevemente; en sus ojos se encendió una regocijada lucecita. Luego, su rostro volvió a quedar inexpresivo, revestido de una serena dignidad.
—Sí —dijo—. He oído hablar de él. ¿Quién no ha oído hablar de la riqueza y del poder y de los grandes dominios del Gran Padre Blanco? Ven; te llevaré a presencia de nuestro jefe.
Jerry hizo un gesto a Sam Rutherford para que esperase.
Ante la entrada de una gran tienda, lujosamente decorada, el indio se apartó a un lado y le indicó a Jerry que podía entrar.
El interior de la tienda estaba sumido en una semipenumbra, pero la iluminación era lo suficientemente lujosa como para dejar a Jerry sin aliento. ¡Lámparas de petróleo! ¡Tres! Aquella gente vivía bien.
Hacía un siglo antes de la última gran guerra, sus antepasados habían poseído una gran abundancia de lámparas de petróleo. Y algo mejor que las lámparas de petróleo, quizá, si había que creer las historias que los ingenieros contaban alrededor de las fogatas. Aquellas historias eran agradables de oír, pero constituían glorias de un lejano pasado. Al igual que las historias de graneros y de supermercados llenos hasta los topes, le hacían a uno sentirse orgullosos de su pueblo, pero no le servían de ninguna ayuda en los momentos actuales. Conseguían que a uno se le hiciera la boca agua, pero no le alimentaban.