Sarah Calvin. La hija del Presidente del Tribunal Supremo. Entre Thomas y Jerry la ataron al caballo de carga.
—Ha sido cosa del jefe Tres Bombas de Hidrógeno —explicó el negro—. Le disgusta que su hijo ande rondando tanto alrededor de las mujeres blancas. Quiere quitar a ésta de en medio. El muchacho de be sentar la cabeza, prepararse para las responsabilidades del manso. Esto puede ayudarle a conseguirlo. Y, escuche, al anciano le gusta usted. Me ha encargado que le dijera una cosa.
—Muchas gracias. Agradezco todos los favores, por insignificantes que sean, por humillantes que sean.
Sylvester Thomas sacudió la cabeza perentoriamente.
—Deje la amargura a un lado, joven. Si quiere salir adelante, tiene que estar muy alerta. Y no se puede estar amargado y alertas al mismo tiempo… El jefe me ha encargado que le advierta para que no regrese a su casa. No podía decírselo claramente en el consejo, pero el motivo de que los Sioux hayan cruzado el Delaware no tiene nada que ver con los Semínolas. El motivo es la situación creada en el Norte por los Ojibways y los Crees. Han decidido ocupar la costa oriental… que incluye lo que ha quedado del país de usted. En estos momentos, probablemente estarán en Yonkers o en el Bronx, en plena ciudad de Nueva York. Dentro de unas horas, su gobierno habrá dejado de existir. El jefe tuvo noticias de ese proyecto, y creyó necesario que los Sioux establecieran una especie de cabeza de puente en la costa, antes de que la nueva situación quedara definitivamente establecida. Al ocupar New Jersey trata de evitar que los Objiways y los Semínolas lleguen a unirse. Pero al jefe le ha sido usted simpático, como ya le he dicho, y desea advertirle para que no regrese a su casa.
—Estupendo. Pero, ¿a dónde voy a ir? ¿A esconderme en una nube? ¿A tirarme a un pozo?
—No —respondió Thomas muy serio. Ayudó a montar a Jerry—. Puede usted venir conmigo a la confederación… —Hizo una pausa, y cuando vio que la hosca expresión del rostro de Jerry no cambiaba, continuó—: Bueno, en tal caso, puedo sugerirle —y éste es un consejo mío, no del jefe— que se dirija directamente a Asbury Park. No está muy lejos… y puede llegar a tiempo si no se entretiene por el camino. Según los informes que he podido recoger, hay allí varias unidades de la Marina de los Estados Unidos, la Décima Flota, para ser más exacto.
—Dígame —preguntó Jerry, inclinándose sobre su montura—. ¿ha oído usted alguna otra noticia? ¿Algo respecto al resto del mundo? ¿Qué ha sido de los ruskis. o de los sovietskis, o como se llamaran? Los que lucharon contra los Estados Unidos hace muchísimos años.
—Según los informes que posee el jefe, los rusos soviéticos tienen muchas dificultades con una gente llamada Tátaros. Creo que les llaman Tátaros. Pero, no se entretenga más, joven. Ya tendría que estar usted en camino.
Jerry se inclinó un poco y estrechó la mano del embajador.
—Gracias —dijo—. Le agradezco muchísimo todas las molestias que se ha tomado por mí.
—No vale la pena hablar de ello —replicó míster Thomas—. Después de todo, no debemos olvidar que en otra época formamos parte de la misma nación…
Jerry espoleó a su caballo, llevando a los oros dos de la brida. Puso al animal al trote, limitándose a las precauciones que el estado de la carretera hacía imprescindibles. Cuando llegaron a la carretera 33, Sam Rutherford, aunque no despejado del todo, se sintió capaz de mantenerse sobre la silla. Entonces pudieron desatar a Sarah Calvin y obligarla a cabalgar entre los dos.
La muchacha lloró y les insultó.
—¡Sucios rostros pálidos! ¡Estúpidos, asquerosos blancos! ¡Soy una india! ¿Es que no lo ven? Mi piel no es blanca… ¡Es oscura, oscura!
Siguieron cabalgando.
Asbury Park estaba lleno de confusión y de refugiados. Había refugiados del Norte, de Perth Amboy, de Newark… Había refugiados de Princeton, en el Oeste, que habían huido ante la invasión Sioux. Y refugiados del Sur, de Atlantic City —incluso del lejano Camden—, y otros refugiados que hablaban de un repentino ataque Semínola, de una tentativa para copar los ejércitos de Tres Bombas de Hidrógeno.
Los tres caballos fueron objeto de miradas envidiosas, a pesar de su estado de agotamiento. Representaban alimento para los hambrientos y el medio de transporte más rápido posible para los miedosos. Jerry descubrió que el sable era muy útil. Y la pistola lo era todavía más: sólo necesitaba exhibirla. Pocas de aquellas personas habían visto una pistola en acción: tenían un supersticioso temor a las armas de fuego…
Una vez descubierto este hecho, Jerry mantuvo la pistola muy visible en su mano derecha cuando se dirigió a la Base Naval de los Estados Unidos en la playa de Asbury Park. Sam Rutherford iba a su lado; Sarah Calvin andaba detrás de ellos sollozando.
Se hizo anunciar al almirante Milton Chester. El hijo del Subsecretario de Estado. La hija del Presidente del Tribunal Supremo. El primogénito del Senador de Idaho.
El almirante les recibió inmediatamente.
—¿Reconoce usted la autoridad de este documento?
El almirante Chester leyó atentamente la arrugada credencial, deletreando en voz alta las palabras más difíciles. Al terminar la lectura movió la cabeza respetuosamente, mirando primero el sello de los Estados Unidos en el documento que tenía ante sus ojos. Y luego la brillante pistola que Jerry sostenía en su mano.
—Sí —dijo finalmente—. Reconozco su autoridad. ¿Es una pistola de verdad?
Jerry asintió.
—Una Caballo Loco del cuarenta y cinco. El último modelo. ¿Hasta qué punto reconoce la autoridad del documento?
El almirante se frotó nerviosamente las manos.
—Las cosas está muy confusas —dijo—. Las últimas noticias que me han llegado afirman que hay guerreros Objiways en Manhattan… y que no existe el gobierno de los Estados Unidos. Sin embargo, esto —se inclinó sobre el documento una vez más—, esto es una credencial firmada por el propio Presidente, nombrándole a usted plenipotenciario. Ante los Semínolas, desde luego. Pero plenipotenciario. El último nombramiento oficial, si no estoy mal informado, del presidente de los Estados Unido de América.
Dio un paso hacia delante y tocó la pistola que empuñaba Jerry Franklin, con un gesto de curiosidad y de interrogación al mismo tiempo. Inclinó afirmativamente la cabeza, como si acabara de llegar a una conclusión. Irguiéndose, saludó militarmente a Jerry.
—A partir de este momento, le reconozco a usted como última autoridad legal del gobierno de los Estados Unidos Y pongo mi flota a su disposición.
—Bien —Jerry se colocó la pistola en el cinto. Señaló con el sable—. ¿Tiene usted provisiones y agua suficientes para un largo viaje?
—No, señor —dijo el almirante Chester—. Pero esto puede quedar arreglado en unas horas. ¿Le acompaño a bordo, señor?
Señaló orgullosamente hacia la playa donde, más allá del promontorio, estaban ancladas las tres goletas de cuarenta y cinco pies de eslora.
—La Décima Flota de los Estados Unidos, señor. Esperando sus órdenes.
Horas más tarde, cuando los tres veleros se habían hecho a la mar, el almirante se presentó en el camarote donde descansaba Jerry Franklin. Sam Rutherford y Sarah Calvin estaban durmiendo en las literas superiores.
—¿Sus órdenes, señor?
Jerry Franklin se asomó a la puerta del camarote y contempló las remendadas velas, completamente desplegadas.
—Rumbo Este —dijo.
—¿Este, señor? ¿Ha dicho usted Este?