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Ella prosiguió la búsqueda dentro de viejos colchones, huesos secos y vajillas rotas; entre los palos, las piedras y las cabezas de muñecas, zapatos desparejados, dados cargados, uñas postizas de los pies, trozos de papel, adornos de porcelana de mal gusto, pañuelos sucios, poemas de amor olvidados, alfombras orientales peladas, libros del colegio perdidos y ratones sin cabeza…

…pero aun así, no encontró nada de valor, ni oro, ni plata ni siquiera un penique de níquel, tal como el Tuerto le había advertido.

– Aquí no hay nada. -El trasgo se había puesto más nervioso conforme se adentraban más en el vientre de la colina-. Aquí no hay nada y además corremos un peligro de mil pares de narices. -Maddy se encogió de hombros y continuó hacia delante-. Claro que si supiera qué es lo que estás buscando… -insinuó Bolsa.

– Te lo diré cuando lo encuentre.

– Ni siquiera sabes qué aspecto tiene, ¿a que no? -preguntó él.

– Cierra el pico y mira por dónde vamos.

– ¡No tienes ni maldita idea!

Cuanto más se adentraban en lo hondo de la colina, más temía la joven que Bolsa estuviera en lo cierto. El dédalo subterráneo era el paraíso de un trapero y estaba atestado hasta los topes de basura sin valor. Allí no había nada mágico ni precioso, nada parecido a un tesoro, nada que se acercara a la descripción del Tuerto.

Maddy también había sacado en claro que Bolsa estaba tan frustrado por la búsqueda como ella misma. El le había negado repetidamente que existiera ningún tesoro bajo la colina, y después de considerarlo, se inclinaba a creerle a pesar de que los trasgos no entendían bien el concepto de riqueza y consideraban de idéntico valor el robo de una tetera rota que el de media corona o un anillo de diamantes. Además, ella no podía imaginar cómo un tesoro de la Era Antigua, una cosa de tal importancia que el Tuerto había pasado años intentando localizarla, podría permanecer durante tanto tiempo en las manos de Bolsa y sus amigos.

No. Cuanto más lo pensaba, menos lógico le parecía que el Pueblo Feliz tuviera nada que ver con él. El tesoro, si es que después de todo existía, se encontraba en un lugar más profundo que las madrigueras de los trasgos.

En el transcurso de las horas siguientes tuvo que formar dos veces Naudr sobre su desganado compañero, consiguiendo cada vez menos efecto. Ahora tenía ya mucha hambre y hubiera deseado haberse aprovechado de las tiendas de comida de los trasgos; pero éstas habían quedado ya muy atrás y el hambre, la fatiga y la tensión por controlar al trasgo, formando y volviendo a formar Sol, además del esfuerzo por pasar desapercibida por el laberinto de hechizos, estaban empezando a hacerse sentir. Su energía mágica se estaba debilitando como una lámpara a la que se le estuviera acabando el aceite. Pronto estaría gastada.

Bolsa era plenamente consciente de esa circunstancia y un brillo calculador relampagueaba en sus ojos dorados mientras trotaba incansable y bajaba un pasaje tras otro, llevando a la intrusa más y más hondo en las entrañas de la colina, lejos de los almacenes y hacia la oscuridad.

Maddy iba tras él con verdadera osadía. La telaraña de firmas mágicas que tanto le habían asombrado en los primeros niveles ahora había perdido fuerza y prácticamente había desaparecido hasta quedar sólo una, un persistente rastro brillante y poderoso que se imponía a todo lo demás y la llenaba de curiosidad. Era de un color poco habituaclass="underline" un trazo violeta y refulgente. Se superponía una y otra vez, como si alguien hubiera pasado por allí muchas, muchísimas veces, e iluminaba la oscuridad. Maddy lo siguió, sedienta y aturdida por la fatiga, pero con una creciente excitación y esperanza que la cegaba ante el decaimiento de su propia energía mágica y el destello furtivo que brillaba en la mirada del trasgo.

Atravesaron una enorme caverna de altísimos techos, donde las estalactitas formaban una especie de candelabro que recogía el fulgor de la luz rúnica de Maddy y se la devolvía multiplicada en un millar de varitas de fuego y sombra. Bolsa avanzaba al trote y de repente agachó la cabeza para pasar por debajo de una protuberante cornisa de piedra, lo cual obligó a Maddy a continuar agachada, haciéndola jadear.

– ¡Ve más despacio! -le indicó.

Pero el trasgo parecía no haberla oído. Ella le siguió con resolución y alzó la mano a fin de iluminar el rastro de Bolsa, sólo para ver cómo desaparecía detrás de un saliente de caliza resplandeciente.

– ¡He dicho que esperes!

Conforme avanzaba a todo correr, Maddy tomó conciencia de que la visibilidad era cada vez mayor gracias a la luminosidad proveniente de algún lugar en lo alto. No era luz rúnica ni una firma mágica ni la fría fosforescencia de las cavernas profundas, sino un resplandor cálido, rojizo y reconfortante.

– ¿Bolsa? -le llamó, pero o bien el trasgo no podía oírla, o bien la ignoraba de forma premeditada…

…porque no hubo más réplica que el eco de su propia voz, que sonaba débil y perdida definitivamente, rebotando con frialdad entre las grandes estalactitas.

La tierra se estremeció de pronto. Ella se tambaleó y extendió los brazos para no caer. Le cayeron sobre la espalda polvo y fragmentos de piedra, desprendidos por la sacudida. Empezaba a erguirse de nuevo cuando hubo otra sacudida y tuvo la suerte de verse arrojada contra la pared en el preciso instante en que se desprendía del techo una losa de roca del tamaño de un pernil de vaca.

La muchacha se lanzó de forma instintiva al interior de un túnel contiguo. Las estalactitas caían como lanzas desde el techo de la cámara principal mientras toda la montaña parecía estar sacudiéndose hasta las raíces. Maddy soportó una lluvia de chinas de piedra y nubes de polvo pero, por fortuna, la techumbre del corredor aguantó. Sacó la cabeza de la boca del túnel y miró hacia fuera cuando se detuvo el temblor, que había sonado a oídos de Maddy como el rugido de una distante avalancha en los Siete Durmientes.

Ella lo sabía todo sobre los terremotos, por supuesto. La causante de los mismos era la Serpiente de los Mundos desde su morada en las raíces de Yggdrásil. Había crecido demasiado para que el Averno pudiera contenerla y sacudía las revueltas de su cuerpo en el río Sueño, o eso era lo que siempre había sostenido Nan Fey la Loca. En algún momento, aseguraba la comadrona, crecería tanto que le daría la vuelta al mundo como había hecho en los días anteriores a la Tribulación, y entonces terminaría de roer las raíces del Árbol del Mundo, causando el colapso de los Nueve Mundos, uno detrás de otro, de modo que el Caos podría llegar a dominar sobre todas las cosas para siempre jamás.

Nat Parson contaba una historia bien diferente; según decía él, los temblores los causaban las luchas de los vencidos en las mazmorras del Averno, donde los malvados, término con el cual se refería a los viejos dioses, yacían encadenados hasta el Final de los Días.

El Tuerto refutaba ambas explicaciones y hablaba de ríos de fuego fluyendo bajo la tierra y avalanchas de lodo caliente y montañas en cuyos vientres las rocas hervían como el agua de las teteras, pero a Maddy esta solución le parecía la menos plausible de todas, y se inclinaba a creer que había exagerado la historia, como hacía con tantas otras cosas.

Sin embargo, estaba segura de que era un terremoto lo que había causado los temblores, y por eso abandonó la seguridad de la boca del túnel con muchas precauciones. El candelabro de estalactitas se había caído en parte, dejando una traicionera escombrera de piezas destrozadas en el centro de la cámara. Más allá no había nada salvo calma y silencio, además del eco distante y el polvo que se filtraba de las paredes temblorosas.