Aun así, nunca pensó en darse por vencida. Había algo en el surtidor, alguna fuerza que la atraía con tanta seguridad como un pez en peligro. «Esto no es ninguna triquiñuela -se dijo a sí misma-. Jamás me he encontrado con un poder semejante». Fuera lo que fuese, estaba muy cerca, y Maddy tuvo que refrenar la impaciencia mientras avanzaba lentamente.
Una vez más se desató el geiser. Maddy se hallaba apenas a siete metros en ese momento, de modo que sintió la ráfaga en la parte inferior de la espalda y tan pronto como empezó a decrecer, cruzó el trecho restante de suelo rocoso hasta alcanzar su objetivo. Dio otro paso hacia el borde de la oquedad y se protegió el rostro con un doblez de la chaqueta antes de mirar dentro de la abertura.
Era más pequeño de lo imaginado en un principio. Su contorno era redondo y regular como el de un pozo de agua, pero el diámetro no llegaba al medio metro. La intensidad del horno situado allí abajo le había llevado a engañarse en cuanto a las dimensiones. En todo caso, fue una suerte para ella que se hubiera protegido la cara, porque su visión se había vuelto borrosa, como la de alguien que ha mirado de frente al sol de mediodía.
Aquel fogón emitía tanto calor que la fragua paterna a su lado no pasaba de ser una simple vela. Aquí, a unos trescientos metros debajo del borde de la hoya, los metales y las rocas burbujeaban como el contenido de un perol de sopa puesto al fuego, y el hedor del azufre le llegaba a Maddy en una columna de aire tan caliente que le achicharró los pelos de la nariz y le levantó ampollas en las manos desprotegidas.
Lo soportó durante unos cinco segundos, pero en esos momentos Maddy vio el corazón de la montaña, brillando con más intensidad que el sol. Contempló la grieta por donde el río desaparecía y el encuentro de ambas fuerzas debajo de la chimenea. Y vio algo más en aquella ardiente garganta; algo velado y difícil de apreciar, pero que le habló con tanta claridad como las firmas mágicas que había seguido a través de los túneles.
El objeto en cuestión era de forma redondeada y tendría más o menos el tamaño de un melón. Podría haber sido un bulto de roca refulgente, suspendido allí por alguien que conocía las fuerzas que había en el gaznate de la chimenea.
Seguramente habría poca esperanza de recuperar algo oculto en un lugar tan inalcanzable como ése. Ni el escalador más experimentado sería capaz de descender hasta allí; incluso aunque asumiéramos que podría soportar de algún modo el fuego, el geiser le expulsaría fuera de la chimenea como el corcho de una botella antes de que hubiera cubierto la mitad de la distancia.
Además, cualquier idiota podía ver que aquella cosa estaba bien sujeta; una telaraña flexible de encantamientos y runas la ataba con más eficacia que la más fuerte de las cadenas.
Mientras miraba, la roca empezó a brillar aún con más fuerza, como una brasa cerca del fuelle del herrero. Un pensamiento tan absurdo como preocupante la golpeó, «Esa cosa me ve», y mirando dentro de la chimenea casi podía creer que la estaba escuchando ahora, una llamada fuerte, insonora que parecía taladrar su mente.
(¡Maddy! ¡A mí!)
– El Susurrante.
El bochorno era tan intenso que estaba a punto de desvanecerse, de modo que se apartó del reborde entre jadeos y buscó de nuevo la protección de las rocas y las oquedades de la caverna. No podía hacer mucho más por el momento, salvo esperar a recobrar las fuerzas e idear algún tipo de plan para tomar el tesoro, o encontrar el camino de vuelta hacia el Caballo Rojo de no ser eso posible y decirle al Tuerto que, aunque sintiera una gran decepción por su fallo en la misión encomendada de traerle de vuelta al Susurrante, al menos podía tener la certeza de que nadie iba a poder apoderarse del mismo.
La temperatura era menos elevada en el confín de la caverna y resultaba más fácil respirar pese a que el aire seguía siendo pernicioso. Descansó allí durante un rato hasta que los ojos se le acostumbraron de nuevo a la penumbra, momento en que se percató de la existencia de cuevas más pequeñas en los laterales de la caverna. Algunas estancias apenas merecían ese nombre, más otras, bien grandes, eran piezas de gran tamaño y le podían proporcionar un refugio razonable en caso de que se produjeran nuevos temblores y erupciones.
Halló un hilillo de agua limpia en una de ellas y bebió de él con agrado, pues la sed había igualado ya el hambre que la acuciaba.
En otra localizó una veta de metal del grosor de su brazo y de tenue color amarillo que cruzaba la pared.
Y en la tercera, con gran sorpresa, encontró a un extraño de pie, con la espalda pegada a la pared y un arco cargado con una flecha apuntándole directamente al rostro.
Capítulo 4
Se sintió confusa durante unos segundos. La figura sombreada por la penumbra parecía no tener forma ni sustancia. Únicamente eran visibles los ojos y la boca gracias al haz de luz que incidía sobre el arquero. Maddy tenía la mente en blanco, pero las manos parecían saber exactamente qué hacer, pues las alzó por instinto y formó Kaen, el Fuego Desatado, sin dudar un momento y lo lanzó con toda la fuerza posible al rostro del extraño.
Ella no hubiera podido decir por qué había escogido esa runa en particular, pero el efecto fue inmediato y devastador. Golpeó al posible atacante como un látigo. El desconocido aulló mientras bajaba el arma y cayó de rodillas en el suelo de la caverna.
La muchacha se quedó casi tan sorprendida como él. Había actuado por puro instinto, sin ira ni deseo de herirle. Luego, cuando pudo verle con más claridad, se sorprendió al descubrir que su asaltante no era el trasgo gigante que había imaginado, sino un hombre pelirrojo de constitución fibrosa y no mucho más grande que ella.
– Levántate -ordenó Maddy al tiempo que propinaba una patada al arco para ponerlo fuera del alcance del hombre.
– Mis ojos -se quejó el desconocido detrás de sus brazos alzados-. Por favor, mis ojos.
– Levántate -repitió ella-. Muéstrame tu rostro.
El desconocido no tendría más de diecisiete años a juzgar por la apariencia. Llevaba el cabello rojo tirante hacia atrás, revelando unos rasgos afilados, pero no desagradables, ahora crispados por el dolor y la angustia. Le lloraban los ojos y presentaba un verdugón sanguinolento en el puente de la nariz, donde le había golpeado el rayo mental, pero por otro lado, para alivio de Maddy, no parecía haber ningún otro daño permanente.
– Mis ojos -se quejó; las pupilas del joven tenían un aspecto curioso, de un verde llameante, a unos trescientos metros debajo del borde de la hoya-. ¡Dioses! ¿Con qué me has atizado?
Quedaba claro a todos los efectos que no era un trasgo, pero también que no procedía del valle, aunque no había nada extranjero en el porte ni en la ropa. Tenía un aspecto algo harapiento, como si hubiese viajado mucho. La chaqueta de cuero estaba llena de lamparones y las suelas de las botas, muy gastadas.
Se puso de pie con lentitud y no dejó de mirarla con los párpados entornados. Mantuvo una mano alzada a la defensiva por si se producía otro ataque.
– De todos modos, ¿tú quién eres? -Su acento le delataba como extranjero, alguien procedente del norte quizás, a tenor del color de su pelo, pero Maddy, que al principio se había sentido alarmada al encontrarle, ahora estaba sorprendida por la profundidad de su alivio. El hecho de ver a otro ser humano después de haber pasado tantas horas a solas en las cavernas era una alegría inesperada, incluso aunque el extraño no la compartiera-. ¿Quién eres? -repitió con voz aguda.
Maddy se lo dijo.
– ¿No estás con ellos? -replicó, haciendo un gesto con la cabeza refiriéndose a los niveles superiores.