– ¿Os referís a los feéricos? -preguntó Maddy, intrigada.
– Nativos de Faene o ígneos, da igual. Esa runa -la miró con interés-, esa marca de la mano, ¿sabes lo que es?
– Nat Parson dice que es la marca del diablo.
– Nat Parson es un imbécil -replicó el Tuerto.
Maddy se sentía dividida entre el sentimiento natural de horror ante el sacrilegio de que alguien osara llamar «imbécil» a un párroco, y la profunda admiración que aquello despertaba en ella.
– Escúchame, chiquilla -dijo él-. Ese hombre de tu villa, Nat Parson, tiene buenos motivos para temer esa marca. Oh, sí, ya lo creo, y también para envidiarla.
Volvió a estudiar el dibujo de la palma de Maddy con renovado interés y lo que a ella le pareció un punto de nostalgia.
– Algo curioso -dijo al final-. Nunca pensé que me la encontraría aquí.
– Pero entonces ¿qué es? -insistió Maddy-, si el Libro no lleva razón…
– Oh, no, hay algo de verdad en ese libro -contestó el Tuerto y se encogió de hombros-, pero está bien envuelto en leyendas y mentiras. Esa guerra, por ejemplo…
– La Tribulación -apuntó Maddy, con deseos de ayudar.
– Ah, sí, si la llamas así, la Tribulación, pero también se llama el Ragnarók. Recuerda, son los vencedores quienes escriben los libros de historia y los perdedores quienes se quedan los restos. Si los sir hubieran ganado…
– ¿Los sir?
– Los videntes, supongo que es así como les llamáis aquí. Bien, si ellos hubieran ganado esa guerra, y estuvieron bien cerca de lograrlo, puedes estar segura, entonces no habría terminado la Era Antigua, y tu Buen Libro se habría convertido en algo bastante distinto, o bien no habría sido escrito nunca.
Maddy aguzó el oído rápidamente.
– ¿La Era Antigua? ¿Os referís a la época previa a la Tribulación?
El Tuerto se carcajeó.
– Ah, sí. Como quieras. Antes de eso, reinaba el Orden. Lo vigilaban los æsir, te lo creas o no, aunque no había videntes entre ellos en aquellos días, y eran los vanir, desde el borde del Caos, los feéricos, como los llama tu pueblo, los que mantenían el Fuego.
– ¿El Fuego? -preguntó Maddy, pensando en la herrería paterna.
– Es un nombre para la energía mágica, también conocida como glám-yni. Se trata de la energía usada por quien lanza una runa o la magia del cambiante. Los vanir lo tienen, y también los hijos del Caos. Los æsir lo adquirieron más tarde.
– ¿Cómo? -inquirió Maddy.
– Robándolo con artimañas, por supuesto. Lo hurtaron y rehicieron los mundos. Y ha sido tal el poder de las runas que después de la Guerra del Invierno, el Fuego yace durmiendo bajo tierra, y allí ha estado durante semanas, meses, e incluso años. Algunas veces torna a la vida en forma de criatura viva, incluso en un niño…
– ¿Yo? -inquirió Maddy.
– Pues parece que eso te haría muy feliz -le espetó.
Luego, torció el gesto y se dio la vuelta para sumirse una vez más en la lectura de su libro.
Pero ella había estado escuchando con demasiado interés para permitir que el Tuerto se callara ahora. Hasta ese momento únicamente había tenido ocasión de prestar oídos a fragmentos de cuentos y a las versiones confusas del Libro de la Tribulación, en el cual el Pueblo de los Videntes se menciona sólo en admoniciones contra sus poderes demoníacos y en un intento de ridiculizar a aquellos impostores, desaparecidos hacía ya mucho tiempo, que se habían llamado dioses a sí mismos.
– Entonces… ¿cómo conocéis estas historias? -preguntó ella.
El forastero sonrió.
– Tú dirías que soy un coleccionista.
El corazón de Maddy latió más deprisa ante la idea de un hombre que coleccionase cuentos de la misma forma que otro podría atesorar navajas, mariposas o piedras.
– Contadme más -dijo con entusiasmo-. Contadme cosas sobre los æsir.
– He dicho coleccionista, no cuentista.
Pero Maddy no iba a permitirle que se deshiciera de ella.
– ¿Qué les ocurrió? -inquirió-. ¿Murieron todos? ¿Los arrojó el Innombrable a todos a la Fortaleza Negra con las serpientes y los demonios?
– ¿Eso es lo que dicen?
– Eso asegura Nat Parson.
Él emitió un seco sonido de desprecio.
– Algunos murieron, otros desaparecieron, algunos cayeron y otros se perdieron. Nuevas deidades surgieron para dar forma a una nueva era y las viejas fueron olvidadas. Quizás ésa sea la prueba de que no eran dioses en realidad.
– Entonces, ¿qué eran?
– Eran los æsir. ¿Qué más quieres?
Hizo amago de darle la espalda de nuevo, pero esta vez Maddy captó su atención.
– Contadme más sobre los æsir.
– No hay nada más -replicó el Tuerto-. Estoy yo, estás tú, y nuestros primos debajo de la colina. Los restos de lo que fuimos, chiquilla. El vino ya se bebió hace mucho.
– Primos -comentó Maddy con añoranza-. Entonces, vos y yo debemos de ser primos también. -Que Maddy y el Tuerto pudieran pertenecer ambos a la misma tribu secreta de gente viajera, ambos marcados por el fuego de Faerie, era un pensamiento extrañamente atractivo-. Oh, enseñadme a usarlo -suplicó al tiempo que alzaba la palma-. Sé que puedo hacerlo. Quiero aprender…
Pero al final, el Tuerto perdió la paciencia. Cerró el libro de un golpe y se levantó, sacudiéndose las hierbas de su capa.
– No soy un maestro, chiquita. Vete a jugar con tus amigos y déjame tranquilo.
– No tengo amigos, Bárbaro -repuso ella-. Enseñadme.
Al Tuerto le quedaba en este momento poco afecto hacia los niños. Miró con poco cariño a la niña mugrienta con la runiforma en la mano y se preguntó por qué habría dejado que se le colgara. Se estaba haciendo viejo, ¿no era ésa la verdad? viejo y sentimental, y esto tenía todo el aspecto de convertirse en la muerte para él, ah, sí, como si las runas no se lo hubieran dicho hacía ya mucho tiempo. El último lanzamiento de runas que había hecho le había dado como resultado Madr, la Gente, cruzada con Thuris, la Espinosa, y finalmente, Hagall, la Destructora, como si ésa no fuera advertencia suficiente para ponerse en marcha…
– Enseñadme -insistió la niña.
– Déjame solo.
Empezó a bajar la ladera de la colina dando grandes zancadas, y Maddy corrió a su zaga.
– Enseñadme.
– No.
– Enseñadme.
– ¡Piérdete!
– Enseñadme.
– ¡Oh, dioses!
El Tuerto profirió un sonido de desesperación y abrió los dedos para formar una runiforma con su mano izquierda. Maddy pensó que había visto algo entre los dedos, una salpicadura de fuego azul, no más de una chispa, como si un anillo con cabujón hubiera captado la luz, pero el Tuerto no llevaba gemas ni anillos…
Sin pensarlo siquiera alzó la mano contra la chispa y la empujó hacia atrás, hacia el Bárbaro, con un ruido parecido al de la explosión de un petardo.
El Tuerto se estremeció.
– ¿Quién te ha enseñado eso?
– Nadie -repuso Maddy sorprendida.
Sentía su runiforma caliente, lo que era raro. Y una vez más cambió del color marrón óxido al dorado del ojo de un tigre.
El Tuerto permaneció en silencio durante un par de minutos. Se miró la mano y dobló los dedos, que ahora le palpitaban como si se los hubiera quemado. Estudió a Maddy con curiosidad renovada.
– Enseñadme -insistió ella.
Hubo una larga pausa. Y entonces él dijo:
– Más valdrá que seas buena. No he tenido ningún alumno, y menos una chica, desde hace más años de los que soy capaz de recordar.