Harlan Coben
Sólo una mirada
Título originaclass="underline" Just One Look, 2004
Traducción: Isabel Ferrer y Carlos Milla
Este libro es para Jack Armstrong,
porque es de los buenos
Cariño, dame tus mejores recuerdos,
pero que no sean como la tinta clara.
Proverbio chino adaptado para la canción Pale Ink
de la Jimmy X Band, James Xavier Farmington
Scott Duncan estaba sentado frente al asesino.
En la habitación sin ventanas, gris como una nube de tormenta, el ambiente era tenso y silencioso, atrapado en ese paréntesis en que empieza a sonar la música y ninguno de los dos desconocidos sabe bien cómo dar comienzo al baile. Scott asintió con la cabeza, sin comprometerse a nada. El asesino, engalanado con el uniforme carcelario de color naranja, se limitaba a mirarlo fijamente. Scott entrelazó las manos y las puso sobre la mesa metálica. El asesino -según su expediente, se llamaba Monte Scanlon, pero desde luego no era ése su verdadero nombre- quizás habría hecho lo mismo si no hubiese tenido las manos esposadas.
«¿Por qué estoy aquí?», se preguntó Scott una vez más.
Su especialidad era el procesamiento de políticos corruptos -lo que parecía una pujante industria artesanal en su estado natal de Nueva Jersey-, pero tres horas antes, Monte Scanlon, un verdugo en serie a todas luces, había roto por fin su silencio para plantear una petición.
¿Qué petición?
Una reunión privada con el ayudante de la fiscal Scott Duncan.
Eso era poco común por varias razones, entre ellas por estas dos: en primer lugar, un asesino no debería estar en posición de pedir nada; segundo, Scott no conocía ni había oído hablar siquiera de Monte Scanlon.
Scott rompió el silencio.
– ¿Quería verme?
– Sí.
Scott asintió y esperó a que añadiera algo más. Scanlon no dijo nada.
– ¿Y en qué puedo ayudarlo?
Monte Scanlon le sostuvo la mirada.
– ¿Sabe por qué estoy aquí?
Scott miró alrededor. Además de Scanlon y él, había otras cuatro personas en la sala. Linda Morgan, la fiscal, se hallaba reclinada contra la pared del fondo intentando aparentar el despreocupado aspecto de Sinatra apoyado contra una farola. De pie detrás del preso, había dos fornidos celadores, casi idénticos, con brazos que parecían tocones de árbol y pechos como armarios antiguos. Scott ya conocía a esos dos bravucones; los había visto llevar a cabo su cometido en otras ocasiones con la serenidad de monitores de yoga. Pero ese día, aun con el preso esposado, incluso ellos tenían los nervios a flor de piel. Completaba el grupo el abogado de Scanlon, un hurón que apestaba a colonia barata. Todas las miradas permanecían fijas en Scott.
– Mató a gente -contestó Scott-. A mucha gente.
– Era lo que suele llamarse un sicario. Era… -Scanlon hizo una pausa-… un asesino a sueldo.
– En casos en los que yo no he intervenido.
– Cierto.
Scott había tenido una mañana bastante normal. Había estado redactando una citación para un directivo de una planta de eliminación de residuos acusado de sobornar al alcalde de un pueblo. Un caso de rutina. Un chanchullo más en el verde estado de Nueva Jersey. Y de eso hacía… ¿cuánto? ¿Una hora, una hora y media? Ahora estaba sentado a aquella mesa atornillada al suelo frente a un hombre que había asesinado -según el cálculo aproximado de Linda Morgan- a cien personas.
– ¿Y por qué ha preguntado por mí?
Scanlon parecía un playboy envejecido que podía haber cortejado a una de las hermanas Gabor en los años cincuenta. Pequeño y demacrado, tenía el pelo cano peinado hacia atrás, los dientes amarillos por el tabaco, la piel reseca por el sol del mediodía y demasiadas largas noches en demasiados clubes oscuros. Ninguno de los presentes en la sala conocía su verdadero nombre. Cuando lo detuvieron, su pasaporte lo identificaba como Monte Scanlon, de nacionalidad argentina, cincuenta y un años. Sólo la edad parecía correcta. Sus huellas dactilares no constaban en la base de datos del Centro Nacional de Información Criminal. Los programas de reconocimiento facial no habían dado el menor resultado.
– Tenemos que hablar a solas.
– Yo no llevo este caso -repitió Scott-. Ya le han asignado una fiscal.
– Esto no tiene nada que ver con ella.
– ¿Y sí conmigo?
Scanlon se inclinó hacia delante.
– Lo que estoy a punto de contarle -dijo- va a cambiar su vida por completo.
Una parte de Scott quería agitar los dedos delante de la cara de Scanlon y decir: «Oooooh». Estaba acostumbrado a la mentalidad del criminal capturado: sus retorcidas maniobras, sus intentos de sacar ventaja, sus búsquedas de escapatoria, su exagerado sentido de la propia importancia. Linda Morgan, tal vez adivinando sus pensamientos, le lanzó una mirada de advertencia. Antes le había contado que Monte Scanlon había trabajado durante casi treinta años para varias familias estrechamente relacionadas. La ley RICO anhelaba su colaboración con la avidez de un hombre famélico ante un buffet libre. Desde su detención, Scanlon se había negado a hablar. Hasta esa mañana.
Así que allí estaba Scott.
– Su jefa… -dijo Scanlon, señalando a Linda Morgan con la barbilla-… espera que yo colabore.
– Van a ponerle la inyección -contestó Morgan, todavía intentando aparentar despreocupación-. Nada de lo que diga o haga cambiará eso.
Scanlon sonrió.
– Por favor. Usted teme perder lo que tengo que decir mucho más de lo que yo temo la muerte.
– Ya. Otro hombre duro que no teme la muerte. -Se apartó de la pared-. ¿Quiere saber una cosa, Monte? Son siempre los hombres duros los que se manchan los pantalones cuando los atan a la camilla.
De nuevo Scott reprimió el deseo de agitar los dedos, esta vez ante su jefa. Scanlon seguía sonriendo. No apartó la mirada de los ojos de Scott en ningún momento. A Scott no le gustó lo que vio. Sus ojos eran, como cabía esperar, negros, brillantes y crueles. Pero -aunque quizá sólo fueran imaginaciones suyas- creyó ver también otra cosa. Algo que iba más allá de la habitual ausencia de expresión. Parecía haber un ruego en esos ojos; Scott no podía desviar la mirada. Tal vez había en ellos arrepentimiento.
Incluso remordimientos de conciencia.
Scott alzó la vista hacia Linda y asintió. Ella frunció el entrecejo, pero Scanlon la había puesto en evidencia. Linda tocó en el hombro a uno de los guardias y les hizo señas para que salieran de la sala. Al levantarse de su asiento, el abogado de Scanlon habló por primera vez.
– No se podrá emplear nada de lo que diga contra él.
– Quédese con ellos -ordenó Scanlon-. Quiero estar seguro de que no nos escuchan.
El abogado cogió su maletín y siguió a Linda Morgan hacia la puerta. Pronto Scott y Scanlon estaban solos. En las películas, los asesinos son omnipotentes; en la vida real, no. No se libran de las esposas en medio de un centro penitenciario federal de alta seguridad. Los fornidos celadores, como Scott sabía, vigilarían desde detrás del espejo unidireccional. Aunque, por orden de Scanlon, apagarían el interfono, todos estarían mirando.
Scott se encogió de hombros en un gesto de interrogación.
– No soy el típico asesino a sueldo.
– Ya.
– Tengo reglas.
Scott esperó.
– Por ejemplo, sólo mato a hombres.
– Vaya -dijo Scott-. Es usted un príncipe.
Scanlon hizo caso omiso del sarcasmo.
– Ésa es mi primera regla. Sólo mato a hombres. No a mujeres.
– Bien, y dígame, ¿tiene la regla número dos algo que ver con no echar un polvo hasta la tercera cita?
– ¿Cree que soy un monstruo?
Scott se encogió de hombros como si la respuesta fuera obvia.