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Pero la voz que habló por el sistema de megafonía no presentó al grupo. Con tono monocorde, anunció que la actuación volvía a retrasarse al menos una hora. Sin más explicación. Por un instante nadie se movió. Se hizo el silencio en el pabellón.

Ahí empezaba el sueño, en ese momento de calma antes de la devastación. Grace volvía a estar allí. ¿A qué edad? Entonces tenía veintiún años, pero en el sueño parecía mayor. Era una Grace distinta, paralela, una Grace casada con Jack y madre de Emma y Max, y sin embargo todavía estaba en ese concierto en su último año de universidad. Eso también era propio de los sueños, esa realidad doble, el yo paralelo que se superponía al real.

¿Todo eso, esos momentos del sueño, salía de su subconsciente o de lo que había leído después sobre la tragedia? Grace no lo sabía. Probablemente era una mezcla de las dos cosas, o a esa conclusión había llegado hacía tiempo. Los sueños reavivan los recuerdos, ¿no? Cuando estaba despierta, no se acordaba de esa noche en absoluto, ni siquiera de los días anteriores. Lo último que recordaba era haber estudiado para un examen final de ciencias políticas que había tenido cinco días antes. Eso era normal -le aseguraron los médicos-, por el tipo de traumatismo cerebral que había sufrido. Pero el subconsciente era un territorio extraño. Tal vez los sueños eran en realidad recuerdos, tal vez imaginaciones. Aunque más probablemente, como ocurre con la mayoría de los sueños e incluso con los recuerdos, eran una combinación de las dos cosas.

En cualquier caso, ya fuera por los recuerdos o por los artículos de la prensa, fue en ese momento cuando alguien disparó un tiro. Y luego otro. Y otro.

Ocurrió antes de que se instalasen detectores de metales en las entradas de los auditorios. Cualquiera podía ir armado. Durante un tiempo, se habló mucho sobre el posible origen de los disparos. Los obsesos de las conspiraciones seguían debatiendo al respecto, como si aquí, como en el asesinato de Kennedy, hubiese en el pabellón algún montículo de hierba donde apostarse un segundo asesino. En todo caso, la muchedumbre de jóvenes, ya exaltados, se desmandó por completo. Gritaron. Se dispersaron. Corrieron hacia las salidas.

Corrieron hacia el escenario.

Grace estaba en el peor lugar posible. La barrera le oprimió la cintura, se le hincó en el vientre. No podía zafarse. La multitud chilló y avanzó en masa. A su lado, un chico -después Grace se enteró de que tenía diecinueve años y se llamaba Ryan Vespa- no levantó las manos a tiempo, cayó sobre la barrera y se golpeó en un mal ángulo.

Grace vio -tampoco sabía si eso ocurría sólo en el sueño o también en la realidad- salir un chorro de sangre de la boca de Ryan Vespa. Al final, la barrera cedió. Se inclinó. Grace cayó al suelo. Intentó mantener el equilibrio, permanecer en pie, pero la ruidosa avalancha de seres humanos la derribó.

Esta parte era real, eso le constaba. Esta parte -el momento en que quedaba enterrada bajo una masa humana- no sólo la perseguía en sueños.

La desbandada siguió. La gente pasaba por encima de ella. Le pisoteaba los brazos y las piernas. Tropezaba y caía sobre ella como losas. El peso iba en aumento. La aplastaba. Docenas de cuerpos desesperados forcejeaban y se deslizaban tumultuosamente por encima de ella.

Los gritos llenaban el aire. Grace estaba debajo. Enterrada. Ya no había luz. Tenía demasiados cuerpos encima. Era imposible moverse. Imposible respirar. Se ahogaba. Como si la hubieran enterrado en cemento. Como si se hundiese en el agua arrastrada por un lastre.

Tenía demasiado peso encima. Parecía que una mano gigantesca le apretase la cabeza, le aplastase el cráneo como si fuera espuma de poliestireno.

No había escapatoria.

Y en ese momento, por suerte, acababa el sueño. Grace despertaba, todavía sin aliento.

En la realidad, Grace había despertado cuatro días después y casi no se acordaba de nada. Al principio pensó que era la mañana de su examen final de ciencias políticas. Los médicos se tomaron su tiempo para explicarle la situación. Había sufrido heridas muy graves. Para empezar, tenía una fractura de cráneo. Eso, suponían, explicaba los dolores de cabeza y la pérdida de memoria. No era un caso de amnesia, de memoria reprimida, ni siquiera un trastorno psicológico. Tenía una lesión en el cerebro, lo que no era raro tras producirse un traumatismo craneal de aquella magnitud con pérdida de conocimiento. Olvidar horas, incluso días, no era extraño. Grace también se había fracturado el fémur, la tibia y tres costillas. La rodilla se le había partido por la mitad. Se le había dislocado la cadera.

En medio de una nebulosa de analgésicos, supo por fin que había tenido «suerte». Dieciocho personas, de entre catorce y veintiséis años, habían muerto en la desbandada que los medios llamaron la Matanza de Boston.

La silueta que se recortaba en la puerta dijo:

– ¿Mamá?

Era Emma.

– Hola, cariño.

– Estabas gritando.

– Estoy bien. A veces hasta las mamás tienen pesadillas.

Emma se quedó entre las sombras.

– ¿Dónde está papá?

Grace miró el despertador. Eran casi las cinco menos cuarto de la mañana. ¿Cuánto había dormido? No más de diez, quince minutos.

– No tardará en llegar.

Emma no se movió.

– ¿Estás bien? -preguntó Grace.

– ¿Puedo dormir contigo?

«Se ve que ésta es la noche de las pesadillas», pensó Grace. Apartó la manta.

– Claro, cariño.

Emma se metió en la cama por el lado de Jack. Grace la volvió a tapar y la abrazó. Mantuvo la mirada fija en el despertador. A las siete en punto -justo cuando vio el reloj digital pasar de las 6:59- dejó que la invadiera el pánico.

Jack nunca había hecho algo así. Si hubiese sido una noche normal, si él hubiese subido y dicho que se iba de compras al supermercado, si antes de irse hubiese hecho en broma algún torpe comentario con doble sentido sobre melones y plátanos, algo gracioso y tonto, Grace ya habría avisado a la policía.

Pero la noche anterior no había sido normal. Ocurrió lo de la foto. Su reacción. Y no hubo un beso de despedida.

Emma se movió a su lado. Max entró frotándose los ojos pocos minutos después. Normalmente preparaba el desayuno Jack. Él era el más madrugador. Grace improvisó rápidamente la primera comida del día -cereales Cap'n Crunch con rodajas de plátano- y eludió las preguntas sobre la ausencia de su padre. Mientras estaban ocupados devorando el desayuno, Grace se escabulló a la leonera para intentar llamar a la oficina de Jack, pero nadie cogió el teléfono. Todavía era temprano.

Se puso un pantalón de chándal Adidas de Jack y los acompañó a la parada del autobús. Antes Emma siempre la abrazaba al despedirse, pero ya era demasiado mayor para eso. Se subió a toda prisa, antes de que Grace pudiera dejar caer alguno de esos estúpidos comentarios maternos, como que Emma era demasiado mayor para abrazos pero no para visitar la habitación de su madre cuando tenía miedo por la noche. Max todavía la abrazaba, pero muy deprisa y con poco entusiasmo. Los dos desaparecieron en el interior y la puerta del autobús se cerró como si los hubiese engullido.

Grace se protegió los ojos del sol con la mano y, como siempre, se quedó mirando el autobús hasta que giró por Bryden Road. Incluso ahora, incluso después de tanto tiempo, sentía aún deseos de subirse al coche y seguirlos sólo para asegurarse de que esa caja de lata amarilla de apariencia frágil llegaba a la escuela a salvo.

¿Qué le había pasado a Jack?

Se encaminó hacia la casa, pero de pronto, cambiando de idea, se dirigió al coche y partió. Grace alcanzó el autobús en Heights Road y lo siguió el resto del camino hasta la escuela Willard. Aparcó y vio bajar a los niños. Cuando aparecieron Emma y Max, cargando las mochilas, sintió el familiar cosquilleo. Se quedó esperando hasta que los dos recorrieron el sendero, subieron la escalera y desaparecieron por la puerta de la escuela.