¿Qué le había pasado?
«Olvídate del físico por un instante», se dijo. De joven, Charlaine Swain derrochaba energía. Disfrutaba de la vida. Era ambiciosa e iba a por todas. Lo decía todo el mundo. Siempre había una chispa en Charlaine, una electricidad en el aire cerca de ella, y eso en algún momento, por alguna razón, la vida -el simple hecho de vivir- se lo había apagado.
¿La culpa era de los niños? ¿De Mike? En otros tiempos él nunca se saciaba de ella, y al verla con un modelo como ése se le habría hecho la boca agua y habría abierto los ojos de par en par. Ahora él apenas si alzaba la vista cuando ella pasaba por su lado.
¿Eso cuándo había empezado?
No podía precisarlo. Sabía que el proceso había sido gradual, el cambio muy lento, apenas discernible, hasta convertirse lamentablemente en un hecho consumado. No había sido sólo culpa de él. Eso ella lo sabía. Su propio deseo había menguado, sobre todo durante los embarazos, la lactancia, el posterior agotamiento de la crianza. Era normal, suponía. Todo el mundo pasaba por eso. Aun así, lamentaba no haberse esforzado más antes de que los cambios pasajeros se consolidasen en forma de apatía crónica.
Los recuerdos, sin embargo, seguían allí. Mike antes la cortejaba. La sorprendía. La deseaba. Antes -y sí, esto puede parecer ordinario- arremetía contra su cuerpo. Ahora lo que quería era eficacia, algo mecánico y preciso: la oscuridad, un gruñido, un desahogo, dormir.
Cuando hablaban, era sobre los niños: los horarios de las clases, las horas de recogida, los deberes, las visitas al dentista, los partidos de la liga infantil, el programa de baloncesto, las citas con los amigos. Pero eso tampoco era sólo culpa de Mike. Cuando Charlaine tomaba un café con las mujeres del barrio -los encuentros de mamás en el Starbucks-, las conversaciones eran tan empalagosas, tan aburridas, tan circunscritas a los niños, que le entraban ganas de gritar.
Charlaine Swain se estaba asfixiando.
Su madre -la ociosa reina de las comidas en el club de campo- le dijo que así era la vida, que Charlaine tenía todo lo que podía desear una mujer, que sus expectativas simplemente no eran realistas. Lo más triste era que Charlaine se temía que su madre no andaba desencaminada.
Se miró el maquillaje. Se puso más lápiz de labios y colorete y luego se echó hacia atrás y se examinó. Sí, parecía una puta. Cogió un Percodan, el equivalente para las mamás de un aperitivo, y se lo tragó. A continuación se miró más atentamente en el espejo, incluso entrecerrando los ojos.
¿Seguía allí, en alguna parte, la Charlaine de antes?
Se acordó de una mujer que vivía a dos manzanas, una encantadora madre de dos hijos como Charlaine. Dos meses atrás, esa encantadora madre de dos hijos se acercó a las vías de ferrocarril de Glen Rock y se suicidó plantándose delante del tren de las once y diez de la mañana de la línea de Bergen en dirección sur. Una historia horrenda. Todo el mundo habló de ello durante semanas. ¿Cómo pudo esa mujer, esa encantadora madre de dos hijos, abandonarlos así? ¿Cómo pudo ser tan egoísta? Y sin embargo, mientras Charlaine la criticaba con sus compañeras de las zonas residenciales, sintió una pequeña punzada de celos. Para esa encantadora madre todo había acabado. Eso debía de representar cierto alivio.
¿Dónde estaba Freddy?
De hecho, Charlaine esperaba con impaciencia los encuentros de los martes a las diez, y tal vez eso fuera lo más triste. Su primera reacción al descubrir que Freddy la espiaba fue de asco y rabia. ¿Cuándo y cómo se convirtió eso en aceptación e incluso, que Dios la perdonase, en excitación? No, pensó. No era excitación. Era… algo. Sólo eso. Era una chispa. Era algo que podía sentir.
Esperó a ver levantarse el estor de Freddy.
No se levantó.
Era extraño. Pensándolo bien, Freddy Sykes nunca bajaba los estores. Los jardines traseros de ambas casas eran colindantes, de modo que sólo ellos se veían por las ventanas. Freddy nunca bajaba el estor de atrás. ¿Para qué?
Miró las demás ventanas. Todos los estores estaban bajados. ¡Qué curioso! Las cortinas de lo que suponía que era la leonera -nunca había pisado esa casa, claro- estaban corridas.
¿Se habría marchado Freddy de viaje?
Charlaine Swain vio su reflejo en la ventana y sintió una nueva oleada de vergüenza. Cogió una bata -el albornoz raído de su marido- y se la puso. Se preguntó si Mike tenía una amante, si otra mujer había consumido ese impulso sexual que antes era insaciable, o si simplemente ella había dejado de interesarle. Se preguntó qué era peor.
¿Dónde estaba Freddy?
¡Y qué degradante, qué patético, qué bajo había caído para que una cosa así significase tanto para ella! Se quedó mirando la casa.
Algo se movió.
Muy ligeramente. Una sombra se había deslizado por un estor. Sin duda era un movimiento. Tal vez, sólo tal vez, Freddy estaba espiando, aumentando, por así decirlo, su nivel de excitación. Podía ser eso, ¿no? Muchos mirones se excitaban con los aspectos furtivos de su acción, con el espionaje en sí. Tal vez él no quería que ella lo viera. Tal vez la estaba mirando en ese mismo momento, a escondidas.
¿Sería eso?
Se desató el albornoz, se descubrió los hombros y lo dejó caer. Olía a sudor de hombre y a los vestigios de la colonia que le había regalado a Mike hacía… ¿cuánto? ¿Ocho, nueve años? Charlaine sintió que le ardían los ojos por las lágrimas. Pero no apartó la mirada.
De pronto apareció otra cosa entre los estores. Algo… ¿azul?
Entornó los ojos. ¿Qué era?
Los prismáticos. ¿Dónde estaban? Mike tenía una caja llena de cachivaches en su armario. La encontró, buscó entre un revoltijo de cables y enchufes, y desenterró los Leica. Se acordó de cuando los compraron. Fue en un crucero por el Caribe. Habían hecho escala en una de las islas Vírgenes -no recordaba cuál- y la compra había sido espontánea. Por eso se acordaba de la compra de los prismáticos, por la espontaneidad de un acto tan trivial.
Charlaine se llevó los prismáticos a los ojos. Enfocaban automáticamente, así que no tuvo que ajustados. Tardó un poco en encontrar la rendija entre la ventana y el estor. Pero la mancha azul estaba allí. Vio el parpadeo y cerró los ojos. Tenía que haberlo adivinado.
La televisión. Freddy había encendido la televisión.
Estaba en casa.
Charlaine permaneció inmóvil. Ya no sabía cómo se sentía. Estaba otra vez embotada. Su hijo Clay cantaba una canción de la película Shrek de alguien que se dibujaba una P con los dedos en la frente. Perdedor. Eso era Freddy Sykes. Y ahora Freddy, ese bicho raro, ese perdedor con una P mayúscula en la frente, prefería ver la televisión a contemplar su cuerpo en ropa interior.
Pero allí seguía habiendo algo raro.
Todos esos estores bajados. ¿Por qué? Hacía ocho años que vivía junto a la casa de los Sykes. Ni siquiera cuando vivía la madre de Freddy bajaban nunca los estores, ni corrían las cortinas. Charlaine volvió a mirar por los prismáticos.
La televisión se apagó.
Bajó los prismáticos, esperando que sucediera algo. Freddy había perdido la noción del tiempo, pensó. El estor se levantaría en cualquier momento. Empezarían su ritual perverso.
Pero no fue eso lo que ocurrió.
Charlaine oyó el suave zumbido y supo enseguida qué era. La puerta eléctrica del garaje se estaba abriendo.
Se acercó a la ventana. Oyó arrancar un coche y luego salió el Honda destartalado de Freddy. El sol se reflejó en el parabrisas. El resplandor la obligó a entrecerrar los ojos. Se los protegió con la mano.
El coche avanzó y el resplandor disminuyó. En ese momento vio al conductor.
No era Freddy.
Algo, algo vil y primitivo, indujo a Charlaine a agacharse y esconderse. Obedeció al impulso. Se tiró al suelo y se arrastró hacia el albornoz. Se abrazó a la tela de felpa. El olor -esa combinación de Mike y colonia pasada- le resultó de pronto curiosamente reconfortante.