El hielo de su bebida se fundía. Charlaine aún no había tomado siquiera un sorbo. Debía ir al supermercado. Las camisas de Mike estarían listas para recoger en la lavandería. Había quedado a comer con su amiga Myrna en el Baumgart's de Franklin Avenue. Clay tenía karate con el maestro Kim después de la escuela.
Pensó en la lista de tareas pendientes e intentó fijarse un orden. Todo trivialidades. ¿Le daría tiempo de ir al supermercado y volver a casa antes de comer? Seguramente no. Y los congelados no podían quedarse en el coche. Eso tendría que esperar.
Dejó de darle vueltas a eso. Ya estaba bien.
A esas horas Freddy ya debía de estar en el trabajo.
Siempre había sido así. Su perverso baile duraba desde las diez hasta las diez y media más o menos. A las once menos cuarto, Charlaine oía abrirse la puerta del garaje y veía salir el Honda Accord. Freddy trabajaba, como Charlaine sabía, en H amp;R Block. La oficina se hallaba en el mismo centro comercial que el Blockbuster donde ella alquilaba los DVD. Tenía el escritorio junto a la ventana. Ella evitaba pasar por delante, pero a veces, cuando aparcaba, veía a Freddy mirar por la ventana, abstraído, con un lápiz apoyado en los labios.
Charlaine encontró las páginas amarillas y buscó el número de teléfono. Un hombre que se identificó como el supervisor dijo que el señor Sykes no había llegado pero lo esperaban de un momento a otro. Ella fingió decepción.
– Me dijo que estaría a esta hora. ¿No suele llegar a las once?
El supervisor reconoció que sí.
– ¿Y dónde está? Realmente necesito esas cifras.
El supervisor se disculpó y le aseguró que el señor Sykes la llamaría en cuanto llegara a la oficina. Charlaine colgó.
¿Y ahora qué?
Presentía aún que allí ocurría algo raro.
Pero ¿qué más daba? En todo caso, ¿qué significaba Freddy Sykes para ella? Nada. En cierto modo, menos que nada. Era un recordatorio de sus fracasos. Era un síntoma de lo patética que se había vuelto. No le debía nada. Además, ¿y si por curiosear acababan descubriéndola? ¿Si de algún modo la verdad salía a la luz?
Charlaine miró hacia la casa de Freddy. Si la verdad saliera a la luz…
Por alguna razón, eso ya no le preocupaba tanto.
Cogió su abrigo y se dirigió hacia la casa de Freddy.
11
Eric Wu había visto a la mujer en camisón junto a la ventana.
La noche anterior había sido larga para Wu. No había previsto intromisiones, y si bien el hombre corpulento -según el billetero se llamaba Rocky Conwell- no había representado ninguna amenaza, Wu ahora tenía que deshacerse del cadáver y de otro coche. Eso significaba volver a Central Valley, en Nueva York.
Lo primero era lo primero. Metió a Rocky Conwell en el maletero de su Toyota Celica. A Jack Lawson, a quien había dejado antes en el maletero del Honda Accord, lo pasó al del Ford Windstar. Tras esconder los cuerpos, Wu cambió las placas de las matrículas, se deshizo de los tacs y volvió a Ho-Ho-Kus al volante del Ford Windstar. Aparcó el monovolumen en el garaje de Freddy Sykes. Tuvo tiempo de sobra de coger un autobús de regreso a Central Valley. Allí registró el coche de Conwell. Tras eliminar toda posible seña de identidad, lo llevó al aparcamiento suburbano de la Carretera 17. Encontró una plaza apartada cerca de la valla. Un coche aparcado allí varios días seguidos, incluso semanas, no era nada fuera de lo normal. Al final, el olor llamaría la atención, pero eso no ocurriría de manera inmediata.
El aparcamiento estaba a sólo cinco kilómetros de la casa de Sykes en Ho-Ho-Kus. Wu volvió a pie. A primera hora de la mañana siguiente, se levantó y cogió el autobús de vuelta a Central Valley. Recogió el Honda Accord de Sykes. En el camino de vuelta, dio un pequeño rodeo para pasar por delante de la casa de los Lawson.
Había un coche de la policía estacionado en el camino de entrada.
Wu se quedó pensando. No le preocupaba demasiado, pero tal vez debía atajar de buen principio toda intervención policial. Sabía exactamente cómo hacerlo.
Volvió a casa de Freddy y encendió el televisor. A Wu le gustaba la televisión de horario diurno. Le encantaban los programas de entrevistas como Springer y Ricki Lake. Mucha gente los despreciaba, pero Wu no. Sólo una sociedad realmente genial, una sociedad libre, podía permitir que se emitiesen semejantes tonterías. Pero sobre todo era porque la estupidez hacía feliz a Wu. Las personas eran como ovejas. Cuanto más débiles, más fuerte se sentía él. ¿Qué podía haber más reconfortante y entretenido?
Durante la publicidad -el tema del programa, según un rótulo en el borde inferior de la pantalla, era: «¡Mamá no me deja ponerme un arete en el pecho!»-, Wu se levantó. Había llegado el momento de ocuparse del problema potencial con la policía.
Wu no tuvo que tocar siquiera a Jack Lawson. Le bastó con pronunciar una sola frase: «Sé que tienes dos hijos».
Lawson cooperó. Llamó al móvil de su mujer y le dijo que necesitaba espacio.
A las once menos cuarto -mientras veía pelearse a una madre y una hija en un escenario ante una multitud que coreaba «¡Jerry! ¡Jerry!»- recibió una llamada de un conocido de la cárcel.
– ¿Todo bien?
Wu dijo que sí.
Luego sacó el Honda Accord del garaje. Mientras lo hacía, vio a la vecina de pie junto a la ventana. Llevaba un camisón corto. Wu no le habría dado mayor importancia a ese hecho -una mujer en prendas íntimas a las diez de la mañana- si no hubiese sido por que ella de repente se agachó…
Podría haber sido una reacción naturaclass="underline" una persona se pasea en ropa interior, olvidándose de correr la cortina, y de pronto ve a un desconocido. Mucha gente, quizá la mayoría, se apartaría o taparía. Así que tal vez no era nada.
Pero la mujer se había movido muy deprisa, como asustada. Más aún, no se había movido cuando salió el coche, sino sólo cuando vio a Wu. Si hubiese temido que la viesen, ¿no habría corrido la cortina o se habría agachado en cuanto oyó o vio el coche?
Wu caviló. De hecho, llevaba todo el día cavilando.
Cogió el móvil y pulsó el botón para marcar el número de la última llamada recibida.
– ¿Algún problema? -preguntó una voz.
– No lo creo. -Wu dio media vuelta y se encaminó otra vez hacia la casa de Sykes-. Pero es posible que me retrase.
12
Grace no quería hacer la llamada.
Seguía en Nueva York. Estaba prohibido hablar por un móvil mientras se conducía a menos que fuese un manos libres, pero no era ése el motivo de sus dudas. Sujetando el volante con una mano, buscó a tientas con la otra por el suelo del coche. Encontró el auricular, consiguió desenredar el cable y se lo introdujo en el oído.
¿Se suponía que eso era más seguro que el móvil?
Encendió el teléfono. Aunque hacía años que Grace no llamaba a ese número, todavía lo tenía en su agenda. Para emergencias, suponía. Como ésa.
Descolgaron tras sonar una sola vez.
– Diga.
Ningún nombre. Ningún saludo. Ninguna identificación de empresa.
– Soy Grace Lawson.
– Un momento.
No tuvo que esperar mucho. Primero Grace oyó interferencias y luego:
– ¿Grace?
– Hola, señor Vespa.
– Por favor, llámame Carl.
– Sí, Carl.
– ¿Has oído mi mensaje? -preguntó él.
– Sí. -No le dijo a Carl Vespa que no era ésa la razón de su llamada. Se oía un eco en la línea. Preguntó-: ¿Dónde estás?
– En mi avión privado. Estamos a una hora de Stewart, más o menos.
Stewart era una base aérea militar y un aeropuerto civil situado aproximadamente a una hora y media de la casa de Grace.
Silencio.
– ¿Ocurre algo, Grace?