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– ¿No respeta mis reglas?

– ¿Qué reglas? Usted mata a gente. Inventa esas supuestas reglas porque necesita hacerse la ilusión de que es humano.

Scanlon pareció pensárselo.

– Es posible -admitió-, pero los hombres a los que he matado eran canallas. Me contrataban canallas para matar a canallas. No soy más que un arma.

– ¿Un arma? -repitió Scott.

– Sí.

– Monte, a un arma no le importa a quién mata. A hombres, mujeres, abuelitas, niños. Un arma no distingue.

Scanlon sonrió.

– Tocado.

Scott se frotó las palmas de las manos en las perneras del pantalón.

– No me ha pedido que viniera aquí para una clase de ética. ¿Qué quiere?

– Usted está divorciado, ¿verdad, Scott?

No contestó.

– Sin hijos, una separación amistosa, tiene una buena relación con su ex.

– ¿Qué quiere?

– Explicar.

– Explicar ¿qué?

Scanlon bajó la vista, pero sólo por un instante.

– Lo que le hice.

– Ni siquiera lo conozco -repuso Scott.

– Pero yo sí lo conozco a usted. Lo conozco desde hace mucho tiempo.

Scott dejó que se hiciera el silencio. Miró el espejo. Linda Morgan debía de estar detrás del vidrio, preguntándose de qué hablaban. Quería información. Scott se preguntó si habrían ocultado micrófonos en la sala. Probablemente. En cualquier caso, le convenía hacer hablar a Scanlon.

– Usted es Scott Duncan. Treinta y nueve años. Estudió en la Facultad de Derecho de Columbia. Podría ganar mucho más dinero en el sector privado, pero eso le aburre. Hace seis meses que trabaja en la fiscalía. Sus padres se mudaron a Miami el año pasado. Tenía una hermana, pero murió en la universidad.

Scott se revolvió en su asiento. Scanlon lo observó.

– ¿Ya ha acabado?

– ¿Sabe cómo funciona mi negocio?

Cambio de tema. Scott esperó un momento. Scanlon pretendía crear una ilusión óptica, con la intención de desconcertarlo o alguna tontería semejante. Y Scott no iba a caer en la trampa. Nada de lo que había «revelado» acerca de la familia de Scott lo sorprendía. Para encontrar esa información bastaba con saber pulsar unas cuantas teclas y hacer un par de llamadas.

– Por qué no me lo cuenta -contestó Scott.

– Imaginemos que usted quiere que muera alguien -dijo Scanlon.

– De acuerdo.

– Se pondría en contacto con un amigo, que conoce a un amigo, que conoce a un amigo, que me llamaría a mí.

– ¿Y a usted sólo lo conocería ese último amigo? -preguntó Scott.

– Algo así. Sólo tenía un intermediario, pero tomaba mis precauciones incluso con él. Nunca nos veíamos cara a cara. Usábamos nombres en clave. Los pagos siempre se ingresaban en cuentas extranjeras. Abría una cuenta para cada… llamémoslo transacción…, y la cerraba tras concluir la transacción. ¿Me sigue?

– No es tan complicado -dijo Scott.

– No, supongo que no. Pero, verá, últimamente nos comunicábamos por correo electrónico. Abría una cuenta de correo provisional en Hotmail o Yahoo o donde fuera, con nombres falsos. Imposible de rastrear. Pero aunque se pudiera, aunque llegara a averiguarse quién había enviado un mensaje, ¿adónde conducía? Todos se enviaban o leían en bibliotecas o lugares públicos. Estábamos totalmente a cubierto.

Scott se abstuvo de mencionar que, a pesar de esa total cobertura, había acabado con el culo en la cárcel.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

– A eso voy -contestó Scanlon, y Scott advirtió que iba animándose a medida que hablaba-. Antes, y cuando digo antes me refiero a hará unos ocho o diez años, lo hacíamos casi todo por teléfono público. Nunca veía el nombre escrito. Él simplemente me lo decía por teléfono.

Scanlon calló y se aseguró de que tenía toda la atención de Scott. Suavizó un poco el tono, ahora ya menos frío.

– Ahí está el quid de la cuestión, Scott. Se hacía por teléfono. Sólo oía el nombre por teléfono; no lo veía escrito.

Miró a Scott con expectación. Scott no tenía ni idea de qué intentaba decir, así que asintió:

– Ajá.

– ¿Entiende por qué recalco que se hacía por teléfono?

– No.

– Porque una persona como yo, una persona con reglas, podría cometer un error por teléfono.

Scott pensó por un momento.

– Sigo sin entender.

– Nunca mato a mujeres. Ésa era la primera regla.

– Eso ha dicho.

– De modo que si usted quería cargarse a alguien que se llamaba Billy Smith, yo habría deducido que Billy era un hombre. Ya sabe, con i griega. Nunca pensaría que Billy era una mujer. Con «ie» al final. ¿Lo entiende?

Scott se quedó absolutamente inmóvil. Scanlon se dio cuenta. Dejó de sonreír. Hablaba en voz muy baja.

– Antes hemos hablado de su hermana, ¿no, Scott?

Scott no contestó.

– Se llamaba Geri, ¿verdad?

Silencio.

– ¿Ve el problema, Scott? Geri es uno de esos nombres. Al oírlo por teléfono, uno supondría que se escribía Jerry. La cuestión es que hace quince años recibí una llamada. De ese intermediario del que le hablaba…

Scott movió la cabeza en un gesto de negación.

– Me dieron una dirección. Me dijeron la hora exacta a la que «Jerry» -Scanlon trazó con los dedos unas comillas imaginarias- estaría en casa.

– Se dictaminó que fue un accidente -dijo Scott, y le pareció oír muy lejos su propia voz.

– Eso mismo ocurre con la mayoría de los incendios provocados, si uno hace bien su trabajo.

– No le creo.

Pero Scott volvió a mirar aquellos ojos y sintió que se le tambaleaba el mundo. Las imágenes acudieron a raudales: la sonrisa contagiosa de Geri, el pelo despeinado, los aparatos en los dientes, la manera como le sacaba la lengua en las reuniones familiares. Se acordó de su primer novio de verdad (un papanatas llamado Brad), de cuando nadie la invitó a ir al baile del instituto, del discurso exaltado que pronunció cuando se presentó para el cargo de tesorera del consejo escolar, de su primer grupo de rock (era malísimo), de la carta de aceptación de la universidad.

Scott sintió que se le anegaban los ojos.

– Sólo tenía veintiún años.

Silencio.

– ¿Por qué?

– A mí no me interesan los porqués. Sólo soy un asesino a sueldo…

– No, no me refiero a eso. -Scott alzó la mirada-. ¿Por qué me lo cuenta ahora?

Scott observó su reflejo en el espejo. Habló en voz muy baja.

– Tal vez tenga razón.

– ¿En qué?

– En lo que ha dicho antes. -Se volvió hacia Scott-. Quizás, en definitiva, necesito hacerme la ilusión de que soy humano.

TRES MESES DESPUÉS

1

De pronto se producen desgarros. Asoman lágrimas en tu vida, profundas heridas de cuchillo que te atraviesan la carne. Tu vida es de una manera y de repente se hace trizas y se convierte en otra cosa. Se viene abajo como si la destripasen. Y también existen esos momentos en que tu vida simplemente se deshilacha. Alguien tira de una hebra suelta. Cede una costura. Al principio el cambio es lento, casi imperceptible.

Para Grace Lawson, empezó a deshilacharse en Photomat.

Se disponía a entrar en la tienda de revelado cuando oyó una voz vagamente familiar.

– ¿Por qué no te compras una cámara digital, Grace?

Grace se volvió hacia la mujer.

– No se me dan bien los aparatos modernos.

– Vamos, pero si la tecnología digital es tan fácil como chasquear los dedos. -La mujer levantó la mano y chasqueó los dedos, por si Grace no conocía el significado de la palabra-. Y las cámaras digitales son muchísimo más prácticas que las convencionales. Sólo tienes que borrar las fotos que no quieres. Como los archivos del ordenador. Para nuestra tarjeta de Navidad…, bueno, Barry debió de sacar un millón de fotos a los niños; ya sabes, una porque Blake parpadeó, otra porque Kyle miraba hacia donde no debía, lo que fuera, pero es que cuando sacas tantas, pues al final, como dice Barry, seguro que una te saldrá bien, ¿no?