Ya estaba ante la puerta trasera de Freddy.
Bien, ¿y ahora qué?
«Llama, idiota», se dijo.
Llamó. Primero golpeó con suavidad. Nada. Luego más fuerte. Y nada. Acercó el oído a la puerta. Como si eso sirviera de algo. Como si fuera a oír un grito ahogado o algo así.
Silencio.
Los estores seguían bajados, pero quedaban ángulos al descubierto. Se acercó a una abertura y miró. En el salón había un sofá de color verde lima tan desgastado que parecía derretirse. Ocupaba la esquina un sillón abatible de vinilo granate. El televisor parecía nuevo. En la pared colgaban cuadros viejos de payasos. El piano estaba cubierto de fotos en blanco y negro. Había una de una boda. Los padres de Freddy, supuso Charlaine. En otra aparecía un novio muy atractivo en uniforme militar. Y otra foto mostraba a ese mismo hombre con un bebé en brazos y una amplia sonrisa en el rostro. Luego el hombre -el soldado, el novio- ya no estaba. Las demás fotos eran de Freddy solo o con su madre.
La habitación estaba impecable; no, bien conservada, para ser más exactos. Detenida en el tiempo, intacta, sin usar. Había una colección de figurillas en una rinconera. Y más fotos. Toda una vida, pensó Charlaine. Freddy Sykes tenía una vida. Costaba imaginarlo, pero así era.
Charlaine rodeó la casa en dirección al garaje. Éste tenía una ventana en la parte de atrás. Una fina cortina de encaje falso colgaba de ella. Se puso de puntillas. Se sujetó al alféizar con los dedos. La madera estaba tan vieja que casi se rajó. La pintura se desprendió como caspa.
Miró dentro del garaje.
Había otro coche, o más exactamente monovolumen. Un Ford Windstar. Cuando uno vivía en un pueblo como aquél, conocía todos los modelos.
Freddy Sykes no tenía un Ford Windstar.
Tal vez pertenecía a su joven invitado asiático. Eso tendría sentido, ¿no?
No se quedó muy convencida.
¿Y ahora qué?
Charlaine, pensativa, bajó la vista. Se lo había estado planteando desde que decidió acercarse a la casa. Antes de abandonar la seguridad de su cocina ya sabía que no le abrirían la puerta. También sabía que espiar por las ventanas -¿espiar al espía?- no le serviría de nada.
La roca.
Estaba allí, en lo que antes había sido un huerto. Había visto a Freddy usarla una vez. En realidad no era una roca. Era uno de esos guardallaves, ya tan populares que seguramente los ladrones los buscaban antes de mirar debajo del felpudo.
Charlaine se agachó, cogió la roca y le dio la vuelta. Lo único que tenía que hacer era correr el panel y sacar la llave. Eso hizo. Tenía la llave en la palma de la mano, reluciente a la luz del sol.
Ésa era la línea. La línea más allá de la cual ya no había vuelta atrás.
Se dirigió hacia la puerta trasera.
14
Todavía con una sonrisa de depredador marino, Cram abrió la puerta y Grace salió de la limusina. Carl Vespa se apeó por su cuenta. El enorme cartel de neón mencionaba la afiliación a una iglesia que Grace no conocía. El lema, según varios letreros alrededor del edificio, parecía indicar que eso era la «casa de Dios». Si eso era verdad, Dios habría podido recurrir a un arquitecto más creativo. La estructura contenía todo el esplendor y el calor de una mega-tienda de autopista.
El interior era aún peor: tan chabacano que a su lado Graceland parecería sobrio. La moqueta de pared a pared era de un tono rojo brillante que solía reservarse para el carmín de las chicas de los centros comerciales. El papel de pared, más oscuro, más color sangre, tenía una textura aterciopelada y estaba adornado con centenares de estrellas y cruces. Sólo de verlo, a Grace le dio vueltas la cabeza. En la capilla principal o centro de culto -o, más bien, auditorio- había bancos en lugar de sillas. Parecían incómodos, aunque por otro lado, ¿acaso no se alentaba a la gente a estar de pie? El lado cínico de Grace sospechaba que la razón por la que se obligaba a los fieles a levantarse esporádicamente en los servicios religiosos no tenía nada que ver tanto con la devoción como con la necesidad de evitar que se durmiesen.
En cuanto entró en el auditorio, Grace sintió un cosquilleo en el corazón.
Estaban retirando el altar provisto de ruedas, de colores verde y dorado como el uniforme de la animadora de un equipo de fútbol.
Grace buscó predicadores con peluquines de mala calidad, pero no vio ninguno. La orquesta -Grace supuso que sería Rapture- montaba el equipo. Carl Vespa se detuvo delante de ella, con la mirada fija en el escenario.
– ¿Ésta es tu iglesia? -preguntó Grace.
Una ligera sonrisa asomó a los labios de Vespa.
– No.
– ¿No serás un fan de…esto… Rapture?
Vespa no contestó.
– Vamos a acercarnos al escenario.
Cram los precedió. Había guardias de seguridad, pero se apartaban como si Cram fuera tóxico.
– ¿Qué hacemos aquí? -preguntó Grace.
Vespa siguió descendiendo por los peldaños. Cuando llegaron a lo que en un teatro se llamaría platea -¿cómo se llaman los mejores asientos de una iglesia?-, Grace levantó la vista y se hizo una idea de las dimensiones del lugar. Era un enorme teatro circular. El escenario estaba en el centro. Grace sintió un nudo en la garganta.
Aunque revestido de un halo religioso, no cabía duda.
Aquello parecía un concierto de rock.
Vespa le cogió la mano.
– No pasa nada.
Pero sí pasaba. Lo sabía. No había ido a ningún concierto ni acontecimiento deportivo en un «pabellón» desde hacía quince años. Antes le encantaba ir a conciertos. Recordaba haber visto a Bruce Springsteen y la E Street Band en el centro de convenciones de Asbury Park cuando iba al instituto. Una cosa que le extrañó, que percibió ya por aquel entonces, era que la línea que separaba un concierto de rock de un servicio religioso intenso no era tan gruesa. Hubo un momento, cuando Bruce tocó Meeting Across the River seguido de Jungleland -dos de las canciones favoritas de Grace-, en que ella, de pie, con los ojos cerrados y el rostro bañado en sudor, estaba claramente ida, absorta, temblando de gozo, el mismo gozo que había visto por televisión cuando una multitud se ponía en pie, temblorosa y con las manos en alto, en respuesta a las palabras de un telepredicador.
Le encantaba esa sensación. Y sabía que no quería volver a sentirla nunca más.
Grace apartó la mano de la de Carl Vespa. Él asintió como si lo entendiera.
– Vamos -dijo él con delicadeza.
Cojeando, Grace lo siguió. La cojera, tuvo la impresión, era más pronunciada. Le dolía la pierna. Era psicológico. Lo sabía. Los lugares reducidos no la aterrorizaban; los grandes auditorios enormes, sobre todo abarrotados de gente, sí. En ese momento, gracias a Aquel que Mora Aquí, la sala estaba casi vacía, pero su imaginación se echó a volar y proporcionó el alboroto que faltaba.
Un chirrido del sistema de megafonía la hizo volver a la realidad. Alguien estaba probando el sonido.
– ¿De qué va esto? -preguntó a Vespa.
Vespa tenía el rostro inexpresivo. Se dirigió hacia la izquierda. Grace lo siguió. Encima del escenario, un cartel semejante a un marcador anunciaba que Rapture estaba en medio de una gira de tres semanas y que ellos, Rapture, eran: «Lo que Dios tiene en su MP3».
Los miembros de la orquesta salieron al escenario para probar el sonido. Se reunieron en el centro, mantuvieron una breve charla y empezaron a tocar. Grace se sorprendió. Sonaban bastante bien. Las letras eran almibaradas, con muchos cielos, alas extendidas, ascensiones y elevaciones. Eminem le decía a una novia potencial que «sentara el culo de borracha en esa p… cancha». Estas letras, a su manera, eran igual de chirriantes.