La cantante era una mujer. Tenía el pelo rubio platino, con flequillo, y cantaba mirando el cielo. Parecía tener catorce años. A su derecha había un guitarrista. Era más estilo heavy-metal, con rizos negros y un tatuaje de una cruz gigantesca en el bíceps derecho. Tocaba con fuerza, rasgando las cuerdas como si tuviese algo contra ellas.
En una breve pausa, Carl Vespa dijo:
– La canción es de Doug Bondy y Madison Seelinger.
Grace se encogió de hombros.
– Doug Bondy compuso la música. Madison Seelinger… es la cantante… escribió la letra.
– ¿Y a mí eso por qué habría de importarme?
– Doug Bondy toca la batería.
Se acercaron a un lado del escenario para ver mejor. Empezaron a tocar otra vez. Grace y Vespa estaban junto a un altavoz.
Los oídos de Grace aceptaron el castigo, pero de hecho, en condiciones normales, habría disfrutado con el sonido. Doug Bondy, el batería, estaba casi oculto tras el despliegue de platillos y tambores. Grace se desplazó un poco hacia un lado. Desde allí lo veía mejor. Bondy tocaba con los ojos cerrados, el rostro en paz. Parecía de mayor edad que los demás miembros del grupo. Llevaba el pelo cortado al rape. Iba afeitado. Tenía unas gafas de sol como las de Elvis Costello.
Grace sintió que el cosquilleo se le extendía por el pecho.
– Quiero irme a casa -dijo.
– Es él, ¿verdad?
– Quiero irme a casa.
El batería, aún tocando, absorto en la música, de pronto se volvió y la vio. Sus miradas se cruzaron. Y ella lo supo. Él también.
Era Jimmy X.
Grace no esperó. Cojeando, se dirigió hacia la salida. La música la perseguía.
– ¿Grace?
Era Vespa. No le hizo caso. Abandonó la iglesia por la salida de emergencia. Sintió el aire fresco en los pulmones. Aspiró, esperando a que se le pasara el mareo. Cram ya estaba fuera, como si supiera que ella saldría por allí. Le sonrió.
Carl Vespa se acercó por detrás.
– Es él, ¿verdad?
– ¿Y qué pasa si lo es?
– ¿Y qué pasa si…? -repitió Vespa, sorprendido-. No es inocente. Tiene tanta culpa…
– Quiero irme a casa.
Vespa calló como si ella lo hubiera abofeteado.
Había sido un error llamarlo. Ahora lo sabía. Ella había sobrevivido. Se había recuperado. Sí, quedaba la cojera. Quedaba el dolor. Quedaba alguna que otra pesadilla. Pero estaba bien. Lo había superado. Ellos, los padres, nunca lo superarían. Se dio cuenta ese primer día -por el desgarro en los ojos- y si bien todos habían seguido adelante, habían vivido sus vidas, habían recogido las piezas rotas, el desgarro nunca había desaparecido. Grace miró a Carl Vespa -a los ojos- y volvió a ver todo aquello.
– Por favor -le dijo-. Sólo quiero volver a casa.
15
Wu vio el guardallaves vacío.
La roca estaba en el sendero junto a la puerta trasera, vuelta del revés como un cangrejo moribundo. Habían corrido el panel. Wu vio que la llave ya no estaba. Se acordó de la primera vez que se había acercado a una casa profanada. Tenía seis años. La choza -de una habitación, sin agua corriente- era la suya. El Gobierno de Kim no se preocupaba por nimiedades como la llave. Habían derribado la puerta y se habían llevado a su madre a rastras. Wu la encontró al cabo de dos días. Colgada de un árbol. Nadie podía descolgarla, so pena de muerte. Al día siguiente la encontraron los pájaros.
Su madre había sido acusada falsamente de haber traicionado al Gran Líder, pero la culpabilidad o la inocencia era lo de menos. La usaron como escarmiento para los demás de todos modos: esto es lo que les ocurre a quienes nos desafían. O más bien, esto es lo que le ocurre a quienquiera que creamos que puede desafiarnos.
Nadie se hizo cargo del niño de seis años. Ningún orfanato lo acogió. No se convirtió en pupilo del Estado. Eric Wu huyó. Dormía en el bosque. Comía lo que encontraba en los cubos de basura. Sobrevivió. A los trece años, lo detuvieron por robo y lo encarcelaron. El jefe de los celadores, un hombre más malévolo que cualquiera de los reclusos, vio el potencial de Wu. Y así empezó.
Wu se quedó mirando el guardallaves vacío.
Había alguien en la casa.
Echó una mirada a la casa de al lado. Estaba seguro de que era la mujer que vivía allí. Le gustaba observar por la ventana. Debía de saber dónde escondía la llave Freddy Sykes.
Se planteó las distintas opciones. Tenía dos.
Una era simplemente marcharse de allí.
Jack Lawson estaba en el maletero. Wu tenía un vehículo. Podía irse, robar otro coche, emprender el viaje, instalarse en otro sitio.
Un problema: las huellas de Wu estaban en la casa, junto con Freddy Sykes gravemente herido, tal vez muerto. La mujer en camisón, si era ella, también podría identificarlo. Wu acababa de salir de la cárcel y estaba en libertad condicional. La fiscalía sospechaba que había cometido crímenes atroces, pero no pudo demostrarlo. Así que llegaron a un acuerdo a cambio de su testimonio. Wu había estado en un centro penitenciario de máxima seguridad de Walden, Nueva York. En comparación con lo que había vivido en su país, la cárcel parecía un hotel de cinco estrellas.
Pero eso no significaba que quisiera volver.
No, la primera opción no le convenía. Así que sólo le quedaba la segunda.
Wu abrió la puerta y entró sigilosamente.
Ya en la limusina, Grace y Carl Vespa permanecieron en silencio.
A Grace la asaltaba una y otra vez el recuerdo de la última vez que vio la cara de Jimmy X: quince años atrás, en el hospital. Lo habían obligado a ir a verla -una sesión fotográfica organizada por su representante para la prensa-, pero ni siquiera pudo mirarla, y menos hablar. Simplemente se quedó junto a su cama, con un ramo de flores en la mano y la cabeza gacha como un niño a la espera de que lo riñera la maestra. Ella no pronunció palabra. Al final, le dio las flores y se marchó.
Jimmy X dejó la música y desapareció. Corrió el rumor de que se fue a vivir a una isla privada cerca de Fiji. Ahora, quince años después, allí estaba, en Nueva Jersey, tocando la batería para un grupo de rock cristiano.
Cuando llegaron a su calle, Vespa dijo:
– Las cosas no han ido a mejor, ¿sabes?
Grace miró por la ventana.
– Jimmy X no disparó.
– Lo sé.
– Entonces, ¿qué quieres de él?
– Nunca ha pedido perdón.
– ¿Y eso bastaría?
Vespa, tras pensar por un momento, contestó:
– Hubo un chico que sobrevivió. David Reed. ¿Te acuerdas de él?
– Sí.
– Estaba al lado de Ryan. Uno junto al otro. Pero cuando empezó la desbandada, alguien levantó a ese chico y lo subió al escenario.
– Lo sé.
– ¿Te acuerdas de lo que dijeron sus padres?
Grace se acordaba pero no dijo nada.
– Que Jesús había cogido en brazos a su hijo. Que fue la voluntad de Dios. -La voz de Vespa no había cambiado, pero Grace percibió la rabia oculta con la intensidad de un alto horno-. ¿Te das cuenta? Los señores Reed rezaban y Dios los recompensó. Fue un milagro, dijeron. Dios veló por su hijo, repitieron una y otra vez. Como si Dios no hubiera querido ni pretendido salvar al mío.
Callaron. Grace quiso decirle que ese día murieron muchas personas buenas, muchas personas con padres buenos que rezaban, que Dios no discriminaba. Pero Vespa eso ya lo sabía. No le proporcionaría el menor consuelo.
Cuando se detuvieron en el camino de entrada, anochecía. Grace vio las siluetas de Cora y los niños por la ventana de la cocina.
– Quiero ayudarte a encontrar a tu marido -dijo Vespa.
– Ni siquiera sé qué puedes hacer.
– Te sorprendería -contestó él-. Ya tienes mi número de teléfono. Cualquier cosa que necesites, llámame. Sea la hora que sea, da igual. Puedes contar conmigo.
Cram abrió la puerta. Vespa la acompañó hasta la entrada.