Los dedos de Cora empezaron a volar otra vez. Pulsó la tecla intro.
– Un momento. Tenemos algo. -Miró la pantalla con los ojos entornados-. Bob Dodd.
– ¿Bob?
– Sí. No Robert. Bob. -Cora miró a Grace-. ¿Te suena ese nombre?
– No.
– La dirección es un apartado de correos de Fitzwilliam, en New Hampshire. ¿Has estado allí?
– No.
– ¿Y Jack?
– No lo creo. O sea, fue a la universidad en Vermont, así que es posible que haya visitado New Hampshire, pero nunca hemos ido juntos.
Se oyó un ruido arriba. Max lloraba dormido.
– Ve -dijo Cora-. Entretanto, veré qué encuentro sobre nuestro amigo el señor Dodd.
Mientras se dirigía hacia el dormitorio de su hijo, Grace sintió otra punzada en el pecho: Jack era el centinela nocturno de la casa. Él era quien se ocupaba de las pesadillas y de llevar vasos de agua por la noche. Él era quien sostenía la frente de los niños a las tres de la mañana cuando se despertaban para vomitar. De día, Grace se ocupaba de quitar mocos, comprobar la temperatura, calentar el caldo de pollo, obligarlos a tomar el jarabe Robitussin. El turno de noche le tocaba a Jack.
Cuando llegó a la habitación, Max sollozaba. El llanto ahora era suave, más bien un gimoteo, y eso por alguna razón daba más pena que un alarido. Grace lo abrazó. Le temblaba todo el cuerpo. Ella lo meció y le habló con ternura. Le susurró que su mamá estaba allí, que no pasaba nada, que no corría ningún peligro.
Max tardó en serenarse. Grace lo llevó al cuarto de baño. Aunque Max apenas tenía seis años, orinaba como un hombre; es decir, nunca acertaba al apuntar al váter. Se balanceó, durmiéndose de pie. Cuando acabó, Grace lo ayudó a subirse el pantalón del pijama de Buscando a Nemo. Lo acostó y le preguntó si quería hablarle de su sueño. Él negó con la cabeza y volvió a dormirse.
Grace se quedó mirando el movimiento de su pequeño pecho. ¡Cómo se parecía a su padre!
Al cabo de un rato bajó. No se oía nada. Cora ya no tecleaba. Grace entró en el despacho. La silla estaba vacía. Cora se hallaba en un rincón con el vaso de vino en la mano.
– ¿Cora?
– Ya sé por qué el teléfono de Bob Dodd está desconectado.
Se percibía tensión en su voz, un tono que Grace nunca había oído. Esperó a que su amiga continuase, pero ésta parecía encogerse en el rincón.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Grace.
Cora bebió un sorbo rápido.
– Según un artículo del New Hampshire Post, Bob Dodd está muerto. Lo asesinaron hace dos semanas.
16
Eric Wu entró en la casa de Sykes.
La casa estaba a oscuras. Wu había dejado todas las luces apagadas. El intruso -la persona que había sacado la llave de la roca- no las había encendido. Eso extrañó a Wu.
Había supuesto que el intruso era la mujer fisgona en camisón. ¿Sería tan lista como para saber que no debía encender las luces?
Se detuvo. Pero si uno tomaba la precaución de no encender las luces, ¿no habría tenido también la cautela de no dejar el guarda-llaves a la vista?
Algo no encajaba.
Wu se agachó y dio unos pasos hasta situarse detrás del sillón abatible. Se detuvo y escuchó. Nada. Si había alguien en la casa, él lo oiría moverse. Esperó un poco más.
Nada.
Wu se quedó pensando. ¿Y si la intrusa había entrado y salido ya?
Lo dudaba. Una persona capaz de arriesgarse a entrar con una llave escondida daría una vuelta por la casa. Lo más probable era que hubiera encontrado a Freddy Sykes en el cuarto de baño de arriba. Habría llamado para pedir ayuda. O si se hubiese ido, si no hubiese encontrado nada extraño, habría dejado la llave en la roca. Y no había ocurrido nada de eso.
Así pues, ¿cuál era la conclusión más lógica?
La intrusa seguía en la casa. Sin moverse. Escondida.
Wu avanzó sigilosamente. Había tres salidas. Se aseguró de que todas las puertas estaban cerradas con llave. Dos puertas tenían pestillo. Los corrió con cuidado. Cogió las sillas del comedor y las colocó delante de las tres salidas. Quería que algo, cualquier cosa, obstaculizara o al menos retrasara una huida fácil.
Quería atrapar a su adversaria.
La escalera estaba enmoquetada. Así le sería más fácil subir en silencio. Wu quería mirar en el cuarto de baño, para ver si Freddy Sykes seguía en la bañera. Pensó en el guardallaves a la vista de todos. En aquella situación, nada tenía sentido. Cuanto más lo pensaba, más lentos eran sus pasos.
Wu volvió a repasarlo todo: «Empecemos por el principio. Una persona que sabe dónde esconde Sykes la llave, abre la puerta. Entra en la casa. Y luego ¿qué? Si encuentra a Sykes, se marcha. Deja la llave en la roca y esconde la roca».
Pero eso no había ocurrido así.
¿Qué conclusión podía sacar Wu, pues?
La única posibilidad que se le ocurría -a menos que se le escapara algún detalle- era que la intrusa acabara de encontrar a Sykes cuando Wu entró en la casa. No tuvo tiempo de pedir ayuda. Sólo tuvo tiempo de esconderse.
Pero eso tampoco cuadraba. ¿Acaso la intrusa no habría encendido una luz? A lo mejor lo había hecho. A lo mejor había encendido alguna luz, pero de pronto, al ver llegar a Wu, la apagó y se escondió en el lugar donde se encontraba en ese momento.
En el cuarto de baño con Sykes.
Wu estaba ya en la habitación de matrimonio. Vio la rendija bajo la puerta del cuarto de baño. La luz seguía apagada. No subestimes a tu enemigo, se recordó a sí mismo. Últimamente había cometido varios errores. Demasiados. Primero, Rocky Conwell. Wu había sido lo bastante descuidado para permitir que lo siguiera. Ése había sido el primer error. El segundo fue dejarse ver por la vecina. Muy descuidado.
Y ahora esto.
No era fácil ser crítico con uno mismo, pero Wu intentó distanciarse y hacerlo. No era infalible. Sólo un tonto podía pensar eso. Tal vez había perdido facultades durante el tiempo que había pasado en la cárcel. Daba igual. Ahora Wu tenía que estar atento. Tenía que concentrarse.
Había más fotos en la habitación de Sykes. Había sido la habitación de la madre de Freddy durante cincuenta años. Wu lo sabía por sus conversaciones en línea. El padre de Sykes había muerto en la guerra de Corea cuando Sykes era un niño de corta edad. La madre nunca lo había superado. La gente reacciona de maneras distintas ante la muerte de un ser querido. La señora Sykes había decidido vivir con su fantasma en lugar de con los vivos. Se pasó el resto de su vida en el mismo dormitorio -incluso en la misma cama- que había compartido con su marido soldado. Dormía de su lado, le contó Freddy. Nunca permitió que nadie, ni siquiera cuando Freddy, de pequeño, tenía una pesadilla, tocara el lado de la cama donde había yacido su amado.
Wu tenía la mano en el pomo de la puerta.
El cuarto de baño era reducido. Intentó adivinar el ángulo desde el que podían atacarle. En realidad no había ninguno. Wu tenía una pistola en su talego. Se preguntó si debía cogerla. Si la intrusa estaba armada, podía representar un problema.
¿Se sentía demasiado seguro de sí mismo? Tal vez. Pero Wu no creía necesitar un arma.
Giró el pomo y empujó con fuerza.
Freddy Sykes seguía en la bañera. Tenía la mordaza en la boca y los ojos cerrados. Wu se preguntó si estaba muerto. Probablemente. No había nadie más. Tampoco era posible esconderse. Nadie había acudido en ayuda de Freddy.
Wu se acercó a la ventana. Miró hacia la casa, la casa de al lado.
La mujer -la que antes llevaba un camisón- estaba allí.
En su casa. De pie junto a la ventana.
Mirándolo fijamente.
Fue entonces cuando oyó cerrarse la puerta del coche. No sonó ninguna sirena, pero, al volverse hacia el camino de entrada, Wu vio las luces rojas del coche patrulla.