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Era la policía.

Charlaine Swain no estaba loca.

Veía películas. Leía libros. Muchos. Así se evadía, había pensado. Se entretenía. Una manera de sobrellevar el aburrimiento de cada día. Pero, curiosamente, tal vez esas películas y esos libros le enseñaron algo. ¿Cuántas veces había gritado a la valiente heroína -a la belleza cándida, delgada como una escoba, de cabello negro como el azabache- que no entrara en la maldita casa?

Demasiadas. Así que ahora que le había tocado a ella… no, ni hablar. Charlaine Swain no iba a cometer el mismo error.

Se había quedado de pie ante la puerta trasera de Freddy mirando el guardallaves. Por su aprendizaje cinematográfico y literario, sabía que no debía entrar, pero tampoco podía quedarse al margen. Allí sucedía algo raro. Había un hombre en apuros. No podía desentenderse sin más.

Así que se le ocurrió una idea.

En realidad era muy sencillo. Sacó la llave de la roca. Ahora la tenía en el bolsillo. Dejó el guardallaves a la vista, no porque quisiera que lo viese el asiático, sino porque ésa sería su excusa para llamar a la policía.

En cuanto el asiático entró en casa de Freddy, Charlaine marcó el 911.

– Alguien ha entrado en la casa del vecino -dijo. La prueba decisiva: el guardallaves estaba tirado en medio del sendero.

Y ahora acababa de llegar la policía.

Un coche patrulla había doblado la esquina de su manzana. Llevaba la sirena apagada. El coche no llegó a todo gas; simplemente iba un poco por encima del límite de velocidad. Charlaine se atrevió a echar otro vistazo a la casa de Freddy.

El asiático la observaba.

17

Grace se quedó mirando el titular.

– ¿Lo asesinaron?

Cora asintió.

– ¿Cómo?

– Bob Dodd recibió un tiro en la cabeza delante de su mujer. Al estilo del hampa, dicen, sea lo que sea eso.

– ¿Detuvieron al autor del disparo?

– No.

– ¿Cuándo fue?

– ¿Cuándo lo asesinaron?

– Sí, ¿cuándo?

– Cuatro días después de llamarlo Jack.

Cora volvió al ordenador. Grace pensó en la fecha.

– No pudo ser Jack.

– Ya.

– Sería imposible. Jack no ha salido del estado desde hace más de un mes.

– Eso dices tú.

– ¿Qué insinúas?

– Nada, Grace. Estoy de tu lado, ¿vale? Tampoco yo creo que Jack haya matado a nadie, pero seamos realistas.

– ¿O sea?

– O sea, déjate de tonterías como eso de «no ha salido del estado». New Hampshire no es California. En coche te plantas allí en cuatro horas, y en avión, en una.

Grace se frotó los ojos.

– Y otra cosa -prosiguió Cora-. Ya sé por qué sale como Bob en lugar de Robert.

– ¿Por qué?

– Es periodista. Es el nombre con el que firma. Bob Dodd. Google da ciento veintiséis resultados con su nombre en los últimos tres años para el New Hampshire Post. En la necrológica lo describían como… a ver dónde estaba… «un periodista de investigación obstinado, famoso por sus revelaciones polémicas»; como si la mafia de New Hampshire se lo hubiera cargado para cerrarle la boca.

– ¿Y no crees que haya sido eso?

– ¿Quién sabe? Pero, después de echar una ojeada a sus artículos, tengo la impresión de que Bob Dodd era más bien uno de esos periodistas defensores de los desvalidos, ya sabes: encontraba a técnicos de lavavajillas que timan a viejas, fotógrafos de bodas que se esfuman con la paga y señal, cosas así.

– Quizás alguien se cabreó con él.

– Sí, es posible -respondió Cora con voz monótona-. Pero ¿crees que es casualidad que Jack llamase a ese tío antes de morir?

– No, eso no ha sido casualidad. -Grace intentaba asimilar lo que oía-. Espera.

– ¿Qué?

– Esa foto. Había cinco personas. Dos mujeres, tres hombres. Es una posibilidad entre mil…

Cora ya estaba tecleando.

– Pero ¿a lo mejor Bob Dodd es una de ellas?

– Hay buscadores de imágenes, ¿no? -preguntó Grace.

– Estoy en ello.

Los dedos volaron, el cursor señaló, el ratón se desplazó. Salieron dos páginas, con un total de doce imágenes para Bob Dodd. La primera mostraba a un cazador llamado igual que vivía en Wisconsin. En la segunda página -el decimoprimer resultado-, encontraron una foto de una mesa tomada en una función benéfica en Bristol, New Hampshire.

Bob Dodd, un periodista del New Hampshire Post, era el primero de la izquierda.

No tuvieron que examinarla con detenimiento. Bob Dodd era afroamericano. Todas las personas de la foto misteriosa eran blancas.

Grace frunció el entrecejo.

– De todos modos tiene que haber una relación.

– Déjame ver si encuentro su curriculum. A lo mejor fueron a la universidad juntos o algo así.

Alguien llamó a la puerta suavemente. Grace y Cora se miraron.

– Es tarde -dijo Cora.

Volvieron a llamar, otra vez con delicadeza. Había un timbre. Quien fuera había preferido no usarlo. Debía de saber que Grace tenía hijos. Grace se levantó y Cora la siguió. Al llegar a la puerta, encendió la luz exterior y miró por la ventana junto a la puerta. Tendría que haberse sorprendido más, pero tal vez, pensó, estaba curada de espanto.

– ¿Quién es? -preguntó Cora.

– El hombre que cambió mi vida -contestó Grace en un susurro.

Abrió la puerta. Jimmy X estaba en la entrada con la vista baja.

Wu tuvo que sonreír.

Esa mujer. En cuanto Wu vio las luces de la sirena, lo entendió todo. El ingenio de esa mujer era admirable e irritante a la vez.

Pero no había tiempo para eso.

¿Qué hacer…?

Jack Lawson estaba atado en el maletero. En ese momento Wu comprendió que debía haber huido en cuanto vio el guardallaves. Otro error. ¿Cuántos más podía permitirse?

Minimizar los daños. Ése era ahora el objetivo. Era imposible prevenirlo todo; o sea, todos los daños. De ésta saldría sin duda perjudicado. Tendría un coste para él. Sus huellas dactilares estaban en la casa. La vecina debía de haber dado a la policía una descripción. Encontrarían a Sykes, vivo o muerto. Tampoco podía hacer nada para evitarlo.

Conclusión: si lo cogían, lo meterían en la cárcel durante mucho tiempo.

El coche de la policía se detuvo en el camino de entrada.

Wu pasó a la táctica de supervivencia. Corrió escalera abajo. Por la ventana vio detenerse el coche patrulla. Ya era de noche, pero la calle estaba bien iluminada. Salió un hombre negro y alto. Se puso la gorra de policía. Llevaba la pistola en la funda.

Eso era buena señal.

En cuanto el policía negro apenas había llegado al camino, Wu abrió la puerta con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿En qué puedo ayudarlo, agente?

El policía no sacó el arma. Wu ya contaba con eso. Aquello era un barrio de familias que entraba en el amplio espectro conocido en Estados Unidos como «zonas residenciales». Un agente de la policía de Ho-Ho-Kus debía de responder a varios centenares de posibles allanamientos de morada a lo largo de su carrera. La mayoría, si no todos, eran falsas alarmas.

– Hemos recibido una llamada acerca de un posible robo -dijo el agente.

Wu frunció el entrecejo, simulando desconcierto. Avanzó un paso pero mantuvo las distancias. «Todavía no -pensó-. No te muestres amenazador.» Los movimientos de Wu eran intencionadamente parcos, para marcar un ritmo lento.

– Ah, ya sé. Me he olvidado la llave. Alguien ha debido de verme entrar por detrás.

– ¿Vive usted aquí, señor…?

– Chang -dijo Wu-. Sí. Ah, pero no es mi casa, si se refiere a eso. Es de mi colega, Frederick Sykes.

Wu se arriesgó a dar otro paso.

– Ya veo. ¿Y ese señor Sykes está…?

– Arriba.

– ¿Podría verlo, por favor?

– Claro, pase. -Wu le dio la espalda al agente y, volviéndose hacia la escalera, gritó-: ¿Freddy? Freddy, ponte algo. Ha venido la policía.