Wu no tuvo que darse la vuelta. Sabía que el negro alto se acercaba por detrás. Sólo estaba a cinco metros. Wu entró en la casa.
Sostuvo la puerta abierta y dirigió al agente lo que consideró una sonrisa afeminada. El agente -según la placa se llamaba Richardson- caminaba hacia la puerta.
Cuando sólo estaba a un metro, Wu atacó.
El agente Richardson había vacilado, tal vez porque intuyó algo, pero era demasiado tarde. El golpe, asestado con la palma de la mano, impactó de pleno en su vientre. Richardson se dobló como una silla plegable. Wu se acercó más. Pretendía incapacitarlo. No quería matar.
Un policía herido genera calor. Un policía muerto sube la temperatura diez veces más.
El policía estaba doblado por la cintura. Wu le golpeó las piernas por detrás. Richardson cayó de rodillas. Wu empleó una técnica de presión en un punto. Hundió los nudillos de los dedos índices a ambos lados de la cabeza de Richardson, introduciéndolos en la cavidad del oído por debajo del cartílago, una zona llamada Calentador Triple 17. Hay que saber encontrar el ángulo adecuado. Si se aprieta demasiado, se puede matar a alguien. Se requiere mucha precisión.
Richardson puso los ojos en blanco. Wu lo soltó. Richardson se desplomó como un títere con los hilos cortados.
El desmayo no duraría. Wu cogió las esposas prendidas del cinturón y le sujetó la muñeca al poste de la barandilla de la escalera. Le arrancó la radio del hombro.
Wu se acordó de la vecina. Estaría vigilando.
Con toda seguridad volvería a llamar a la policía. Consideró la opción, pero no tenía tiempo. Si intentaba atacarla, ella lo vería y cerraría la puerta con llave. Tardaría demasiado. Lo mejor que podía hacer era aprovechar el factor tiempo y sorpresa. Corrió al garaje y entró en el monovolumen de Jack Lawson. Comprobó la carga en el maletero.
Allí seguía Jack Lawson.
Wu se acomodó en el asiento del conductor. Tenía un plan.
Charlaine tuvo una premonición en cuanto vio al policía salir del coche.
Para empezar, iba solo. Había supuesto que acudirían dos, una pareja, influida también por la tele: Starsky y Hutch, Adam-12, Briscoe y Green. En ese momento comprendió que había cometido un error. Al llamar por teléfono, se había mostrado demasiado tranquila. Debería haber dicho que había visto algo amenazador, algo terrible, para que se presentasen más alertas, más preparados. En lugar de eso, había causado la impresión de ser una vecina fisgona, una chiflada que no tenía nada mejor que hacer que llamar a la policía por cualquier nimiedad.
El lenguaje corporal del policía no era el que correspondía. Caminó con parsimonia hacia la puerta, relajado y tranquilo, sin la menor preocupación. Charlaine no veía la puerta principal desde donde estaba, sólo el camino de entrada. Cuando el agente desapareció, Charlaine sintió un nudo en el estómago.
Pensó lanzarle un grito de advertencia. El problema era -aunque parezca extraño- las nuevas ventanas Pella que habían instalado el año anterior. Se abrían verticalmente mediante una manivela. Para cuando hubiera corrido los dos pestillos y accionado la manivela, bueno, ya habría perdido de vista al agente. Y de hecho, ¿qué podía gritar? ¿Qué clase de advertencia? En definitiva, ¿qué sabía ella?
Así que esperó.
Mike estaba en casa, abajo, en la leonera, viendo un partido de los Yankees en YES Network. La noche dividida. Ya nunca veían la televisión juntos. Él la sacaba de quicio con tanto zapping. No les gustaban los mismos programas. Pero en realidad Charlaine no creía que ése fuera el problema. Podía ver cualquier cosa. Aun así, Mike ocupaba la leonera y ella el dormitorio. Los dos veían la televisión solos, a oscuras. Tampoco sabía cuándo había empezado eso.
Los niños habían salido -el hermano de Mike los había llevado al cine-, pero cuando estaban, se encerraban en sus habitaciones. Charlaine intentaba limitar el tiempo de navegación por Internet, pero era imposible. Cuando era joven, los amigos se pasaban horas hablando por teléfono. Ahora cruzaban mensajes por Messenger y hacían quién sabía qué por Internet.
En eso se había convertido su familia: en cuatro entidades separadas y a oscuras, que se relacionaban sólo cuando era necesario.
Vio la luz encenderse en el garaje de Sykes. Tras la ventana, la que tenía la cortina de encaje fino, Charlaine percibió una sombra. Movimiento. En el garaje. ¿Por qué? El agente de policía no tenía por qué estar allí. Cogió el teléfono y marcó el 911 al tiempo que se encaminaba hacia la escalera.
– He llamado hace un rato -dijo a la telefonista del 911.
– ¿Sí?
– Porque habían entrado a robar en la casa de mi vecino.
– Ya ha ido un agente.
– Sí, lo sé. Lo he visto llegar.
Silencio. Se sintió estúpida.
– Creo que es posible que haya sucedido algo.
– ¿Qué ha visto?
– Creo que es posible que lo hayan atacado. A su agente. Por favor, envíe a alguien rápido.
Colgó. Cuantas más explicaciones diera, más tontas parecerían.
Se oyó el chirrido familiar. Charlaine sabía qué era. La puerta eléctrica del garaje de Freddy. Ese hombre le había hecho algo al policía. Y ahora iba a huir.
Fue entonces cuando Charlaine decidió actuar de una manera realmente absurda.
Volvió a pensar en esas heroínas delgadas como escobas, esas descerebradas, y se preguntó si alguna de ellas, siquiera la más idiota, había cometido alguna vez semejante estupidez. Lo dudaba. Sabía que cuando volviera la vista atrás y recordara la elección que estaba a punto de hacer -eso suponiendo que sobreviviese-, se reiría y tal vez, sólo tal vez, respetaría un poco más a las protagonistas que entran en una casa a oscuras en bragas y sostén.
La cuestión era ésta: el asiático se disponía a huir. Había agredido a Freddy. Había agredido al agente, de eso no le cabía duda. Para cuando llegara la policía, él ya se habría largado. No lo encontrarían. Sería demasiado tarde.
Y si se escapaba, ¿qué pasaría luego?
La había visto. Charlaine estaba segura. Junto a la ventana. Y con toda probabilidad había deducido que quien había avisado a la policía era ella. Freddy podía estar muerto. Y el policía también. ¿Quién era el único testigo que quedaba?
Charlaine.
Volvería a por ella, ¿no? Y si no volvía, aun cuando la dejase en paz… bueno, como mínimo ella viviría con ese miedo. Estaría intranquila por las noches. De día lo buscaría entre la multitud. Quizás él simplemente desearía vengarse. Quizás iría a por Mike o los niños…
No lo permitiría. Tenía que impedirlo.
¿Cómo?
Querer evitar su fuga estaba muy bien, pero debía ser realista. ¿Qué podía hacer? En la casa no había una pistola. Charlaine no podía salir corriendo, saltar por detrás de él e intentar arañarle los ojos. No, tenía que obrar con más inteligencia.
Tenía que seguirlo.
A primera vista parecía ridículo, pero era la solución lógica: si ese hombre se escapaba, ella sería presa del miedo. Un terror puro, no adulterado, probablemente interminable hasta que lo cogieran, lo que tal vez no ocurriría nunca. Charlaine le había visto la cara a ese hombre. Le había visto los ojos. No podría vivir con eso.
Si analizaba las alternativas, «ir tras sus pasos» -como decían en televisión- tenía sentido. Lo seguiría con su coche. Mantendría las distancias. Llevaría el móvil. Podría informar a la policía de su paradero. El plan no requería tener que seguirlo mucho tiempo, sólo hasta que la policía la relevara. En ese momento, si no actuaba, sabía qué sucedería: llegaría la policía y el asiático ya no estaría en la casa.
No le quedaba otra opción.
Cuanto más lo pensaba, menos descabellado le parecía. Estaría en un coche en movimiento. Conduciría tranquilamente detrás de él. Permanecería en contacto con una telefonista del 911 por el móvil.