Grace asintió. Intentaba rescatar del fondo de la memoria el nombre de la mujer, pero no lo conseguía. La hija -¿era Blake?- iba a la misma clase que el hijo de Grace, que estaba en primero. O tal vez habían coincidido el año anterior en el parvulario. Era difícil llevar la cuenta. Grace mantuvo la sonrisa fija en el rostro. La mujer era amable, pero se confundía con las demás. Grace se preguntó, no por primera vez, si también ella se confundía con el resto, si su antigua gran individualidad se había integrado en el desagradable torbellino de la uniformidad suburbana.
La idea no era reconfortante.
La mujer siguió hablando de las maravillas de la era digital. A Grace empezó a dolerle la sonrisa fija. Miró el reloj, confiando en que la tecnomamá captase la indirecta. Las tres menos cuarto. Casi la hora de recoger a Max en la escuela. Emma tenía clase de natación, pero ese día la llevaba otra madre. «El rebaño a darse un baño», como había comentado jocosamente la madre en exceso jovial con una risita. Sí, muy graciosa.
– Tenemos que vernos -sugirió la mujer cuando ya se le acababa la cuerda-. Con Jack y Barry. Creo que se llevarían bien.
– Claro.
Grace aprovechó la pausa para despedirse con la mano, abrir la puerta y entrar en Photomat. La puerta de cristal se cerró con un chasquido y sonó una campanilla. Lo primero que le llegó fue el olor a productos químicos, parecido al del pegamento. Se preguntó cuáles serían los efectos a largo plazo de trabajar en semejante entorno y decidió que los efectos a corto plazo ya eran bastante molestos.
El chico que trabajaba detrás del mostrador -y en este caso el uso por parte de Grace de la palabra «trabajar» era más bien generoso- tenía una pelusilla blanca debajo de la barbilla, el pelo teñido de un color que habría intimidado a Crayola y suficientes piercings para hacer las veces de un instrumento de viento. Llevaba enroscado un par de auriculares. La música estaba tan alta que Grace la sintió en el pecho. Tenía tatuajes, muchos. En uno se leía piedra, en otro aguafiestas. Grace pensó que debería llevar otro que rezara zángano.
– ¿Disculpe?
No alzó la vista.
– ¿Disculpe? -dijo, levantando un poco la voz.
Tampoco contestó.
– ¡Eh, tú, tío!
Eso sí que captó su atención. Soltó un gruñido y entrecerró los ojos, ofendido por la interrupción. Se quitó los auriculares a regañadientes.
– La papeleta.
– ¿Cómo?
– La papeleta.
Ah. Grace le dio el resguardo. A continuación, El Pelusilla le preguntó cómo se llamaba. Eso recordó a Grace las líneas de atención al cliente, que te piden que marques tu número de teléfono y luego, en cuanto se pone una persona real, vuelven a preguntarte el mismo número. Como si la primera vez que lo solicitan fuese sólo para practicar.
El Pelusilla -a Grace empezaba a gustarle el apodo- hurgó en un fichero lleno de paquetes de fotos y por fin sacó uno. Arrancó la etiqueta y le dijo un precio desorbitado. Ella le dio un cupón de Val-Pak, que desenterró de su bolso tras una excavación equiparable a la búsqueda de los manuscritos del Mar Muerto, y vio cómo el precio se reducía a algo más razonable.
El chico le entregó las fotos. Grace le dio las gracias, pero él ya había vuelto a conectarse la música al cerebro. Ella se despidió con un gesto.
– No he venido por las fotos -dijo Grace-, sino por la amena conversación.
El Pelusilla bostezó y cogió su revista. El último número de Modem Slacker, «el Zángano Moderno».
Grace salió a la calle. Hacía fresco. El otoño había desplazado al verano con su ímpetu característico. Las hojas aún no habían empezado a caer, pero ya flotaba en el aire ese regusto a sidra. Los escaparates habían empezado a exhibir los adornos de Halloween. Emma, su hija de tercero, había convencido a Jack para que comprara un globo de dos metros y medio con Homer Simpson disfrazado de Frankenstein. Grace tenía que reconocer que era genial. A sus hijos les gustaban Los Simpson, lo que significaba que, pese a todos sus esfuerzos, quizá Jack y ella les estaban dando una buena educación.
Grace quería abrir el sobre allí mismo. Un carrete de fotos recién revelado siempre despertaba cierta emoción, esa expectación de cuando uno va a abrir un regalo, esa precipitación hacia el buzón a pesar de que nunca hay más que facturas, sensaciones que la fotografía digital, por práctica que fuese, nunca igualaría. Pero no tenía tiempo antes de la salida de la escuela.
Al subir por Heights Road al volante de su Saab, dio un pequeño rodeo para pasar por el mirador del pueblo. Desde allí se veían los edificios de Manhattan, sobre todo por la noche, extendidos como diamantes sobre terciopelo negro. La invadió la añoranza. Le encantaba Nueva York. Hasta cuatro años antes, esa maravillosa isla había sido su hogar. Tenían un loft en Charles Street, en el Village. Jack trabajaba en el equipo de investigación médica de un laboratorio farmacéutico. Ella pintaba en el taller de su casa al tiempo que se burlaba de sus homólogos de los suburbios, con sus cuatro por cuatro, sus pantalones de pana y sus conversaciones sobre niños. Ahora era ya uno de ellos.
Grace aparcó detrás de la escuela con las demás madres. Apagó el motor, cogió el sobre de Photomat y lo abrió. El carrete era del viaje anual a Chester para la cosecha de la manzana, que habían hecho la semana anterior. Jack no había parado de sacar fotos. Le gustaba ser el fotógrafo de la familia. Lo consideraba una obligación paterna y viril, eso de tomar fotos, como si fuera un sacrificio que todo padre debía realizar por su familia.
La primera imagen era de Emma, su hija de ocho años, y Max, su hijo de seis, en un carro lleno de paja, con los hombros encorvados, las mejillas sonrosadas por el viento. Grace se quedó mirándolos un momento. La asaltaron sentimientos de… sí, ternura maternal, primitiva y evolutiva a la vez. Eso era lo que ocurría con los niños. Ésas eran las pequeñas cosas que le llegaban al alma. Se acordó de que ese día hacía frío. El manzanar, lo sabía, estaría abarrotado de gente. Al principio no quería ir. Ahora, al ver la foto, se replanteó con asombro la idiotez de sus propias prioridades.
Las demás madres se agolpaban ante la valla de la escuela, parloteando y poniéndose de acuerdo a fin de que sus hijos se vieran para jugar. Era, por supuesto, la era moderna, el Estados Unidos posfeminista, y sin embargo, entre alrededor de ochenta personas que esperaban a sus niños, sólo había dos hombres. Grace sabía que uno era un padre que llevaba más de un año en el paro. Se le notaba en la mirada, el andar lento, el mal afeitado. El otro era un periodista que trabajaba en casa y siempre parecía demasiado interesado en hablar con las madres. Tal vez se sentía solo. U otra cosa.
Alguien llamó a la ventanilla del coche. Grace alzó la vista. Cora Lindley, su mejor amiga del pueblo, le hizo señas para que abriera la puerta. Grace obedeció. Cora se sentó a su lado.
– ¿Cómo fue tu cita de anoche? -preguntó Grace.
– Un desastre.
– Lo siento.
– El síndrome de la quinta cita.
Cora era una mujer divorciada y, en medio de todas aquellas «señoras que quedan para comer» nerviosas y excesivamente protectoras, resultaba un poco demasiado sexy. Vestida con una blusa escotada de piel de leopardo, malla de Spandex y zapatillas de color rosa, no encajaba en absoluto con el torrente de pantalones caquis y jerséis holgados. Las demás madres la miraban con recelo. Los residentes adultos de los suburbios pueden parecerse mucho a los adolescentes.
– ¿Y cuál es el síndrome de la quinta cita?
– Tú no tienes muchas citas, ¿eh?
– Pues no -contestó Grace-. Un marido y dos hijos me han cortado bastante el vuelo.