– Lástima. Verás, y no me preguntes por qué, pero en la quinta cita, los tíos siempre sacan el tema… ¿cómo decirlo con delicadeza?… del trío.
– Por favor, dime que no hablas en serio.
– Te hablo totalmente en serio. La quinta cita. Como muy tarde. El tío va y me pregunta, en plan puramente teórico, qué pienso de los tríos. Como si hablara de la paz en Oriente Medio.
– ¿Y tú qué contestas?
– Que en general me lo paso bien, sobre todo cuando los dos hombres se morrean.
Grace se echó a reír y las dos salieron del coche. A Grace le dolía la pierna mala. Aunque después de más de una década ya no debería sentirse cohibida por eso, seguía molestándole que la vieran cojear. Se quedó junto al coche y miró cómo se alejaba Cora. Cuando sonó el timbre, los niños salieron corriendo como disparados por un cañón. Al igual que las demás madres, Grace sólo veía a los suyos. El resto de la manada, por poco benévolo que pudiera parecer, era puro paisaje.
Max apareció en el segundo éxodo. Cuando Grace vio a su hijo -con el cordón de una zapatilla desatado, la mochila de Yu-Gi-Oh! demasiado grande para él, el gorro de lana de los Rangers de Nueva York ladeado como la boina de un turista-, volvió a invadirla el sentimiento de ternura. Max bajó por la escalera, ajustándose la mochila sobre los hombros. Ella sonrió. Al verla, Max le devolvió la sonrisa.
Se subió al asiento trasero del Saab. Grace lo ató a la sillita y le preguntó cómo le había ido el día. Max contestó que no lo sabía. Ella le preguntó qué había hecho. Max contestó que no lo sabía. ¿Había aprendido algo de matemáticas, inglés, ciencias, arte? Cómo única respuesta, Max se encogió de hombros y dijo que no lo sabía. Grace asintió con la cabeza. Un caso típico de la epidemia conocida como el Alzheimer de la escuela primaria. ¿Acaso drogaban a los niños para que se olvidaran de todo o los obligaban a jurar que no hablarían? Misterios de la vida.
Hasta que llegó a casa y dio a Max su Go-GURT para merendar -imaginen un yogur en un tubo que se aprieta como un tubo de pasta de dientes-, Grace no pudo ver el resto de las fotos.
La luz del contestador parpadeaba. Un mensaje. Comprobó el identificador de llamadas y vio que era un número anónimo. Apretó el botón para escuchar el mensaje y se llevó una sorpresa. La voz pertenecía a un viejo… amigo, supuso. Describirlo como «conocido» era demasiado superficial. Quizá sería más preciso decir «figura paterna», pero en un sentido muy poco común.
«Hola, Grace. Soy Carl Vespa.»
No le hacía falta decir quién era. Habían pasado años, pero ella siempre reconocería su voz.
«¿Podrías llamarme cuando tengas un rato? Necesito hablar contigo.»
El contestador emitió otro pitido. Grace no se movió, pero sintió una antigua palpitación en el estómago. Vespa. Carl Vespa, pese a la amabilidad con que siempre la había tratado, no era de quienes se andaban con charlas ociosas. Se planteó si devolverle la llamada y al final decidió que de momento no lo haría.
Grace entró en la habitación que había convertido en su taller improvisado. Cuando pintaba bien -cuando estaba, como cualquier artista o atleta, «en vena»- veía el mundo como si estuviera a punto de plasmarlo en el lienzo. Miraba las calles, los árboles, la gente, e imaginaba el tipo de pincel que usaría, las pinceladas, la mezcla de colores, las distintas luces y los tonos de sombras. Su obra debía reflejar lo que ella quería, no la realidad. Eso era arte para ella. Todos vemos el mundo a través de nuestro propio prisma, por supuesto. El mejor arte retorcía la realidad para mostrar el mundo del artista, lo que ella veía o, más concretamente, lo que ella quería que los demás viesen. No siempre era una realidad más hermosa. A menudo era más provocadora, tal vez más fea, más apasionante y magnética. Grace buscaba una reacción. Uno puede disfrutar con una hermosa puesta de sol, pero Grace quería que el espectador se sumergiera en su puesta de sol, que temiera apartarse de ella, que temiera no apartarse de ella.
Grace había pagado un dólar de más y pedido un segundo juego de fotos. Metió los dedos en el sobre y las sacó. Las dos primeras eran las de Emma y Max en el carro de paja. Luego había una de Max con el brazo extendido para coger una manzana Gala. Luego la habitual mancha borrosa de carne, la foto en la que Jack había acercado la mano demasiado a la lente. Su tontorrón. Había varias más de Grace y los niños con diversas manzanas, árboles, cestos. Tenía los ojos húmedos, como siempre que miraba fotos de sus hijos.
Los padres de Grace habían muerto jóvenes. Su madre había fallecido a causa de un camión articulado que atravesó la mediana en la Carretera 46 de Totowa. Grace, que era hija única, tenía entonces once años. La policía no llamó a la puerta como en las películas. Su padre se enteró de lo sucedido por una llamada. Grace todavía se acordaba de cómo su padre, con su pantalón azul y chaleco de lana gris, contestó al teléfono con su voz musical, se quedó lívido y de pronto se desplomó y empezó a emitir sollozos primero ahogados y después quedos, como si no pudiese aspirar suficiente aire para expresar su dolor.
El padre de Grace la crió hasta que su corazón, debilitado por una fiebre reumática padecida en la infancia, falló cuando Grace cursaba su primer año de la universidad. Un tío de Los Ángeles se ofreció a acogerla, pero Grace ya era mayor de edad. Decidió quedarse allí y seguir sola.
Las muertes de sus padres fueron devastadoras, por supuesto, pero también infundieron a la vida de Grace una sensación de apremio. Los vivos quedaban imbuidos de un sentimiento de patetismo. Esas muertes realzaban lo trivial. Grace quería llenarse de recuerdos, saciarse de los momentos de la vida y -por morboso que parezca- asegurarse de que sus hijos tuvieran suficientes recuerdos de ella cuando ya no estuviera.
Fue entonces -cuando pensaba en sus padres, en lo mayores que se veían Emma y Max en comparación con la colección de fotos de la cosecha de manzanas del año anterior- cuando se topó con aquella foto extraña.
Grace frunció el entrecejo.
La foto estaba más o menos en la mitad de la pila. Tal vez más hacia el final. Era del mismo tamaño, y encajaba perfectamente con las demás, aunque el papel era más delgado. Más barato, pensó. Tal vez como una fotocopia de buena calidad.
Grace miró la siguiente foto. Para ésta, no había duplicado. Era raro. Una sola copia. Se quedó pensando. La foto debía de haberse traspapelado, procedente de otro carrete.
Porque esa foto no era de ella.
Era un error. Ésa era la explicación obvia. Si pensaba por un instante en la posible aptitud para el trabajo de, digamos, El Pelusilla… Sin duda era muy capaz de cometer un error, ¿no? De introducir la foto en el paquete que no debía.
Lo más probable era eso.
La foto de otra persona se había mezclado con las suyas.
O tal vez…
La foto parecía antigua: no en blanco y negro o en sepia. No, nada de eso. La instantánea era en color, pero los tonos parecían… como apagados: saturados, deslucidos por el sol, sin el brillo que cabía esperar en estos tiempos. La misma impresión daban las personas que aparecían en ella. La ropa, el pelo, el maquillaje: todo desfasado. De hacía quince, tal vez veinte años.
Grace la dejó en la mesa para observarla más detenidamente.
Las imágenes eran un poco borrosas. Había cuatro personas -no, un momento, asomaba otra en la esquina-, cinco personas. Dos hombres y tres mujeres, todos de unos veinte años; al menos los que se veían bien parecían aproximadamente de esa edad.
Estudiantes universitarios, pensó Grace.
Tenían los vaqueros, las sudaderas, el pelo despeinado, la actitud, la postura despreocupada de la independencia en ciernes. Parecía que les habían tomado la foto cuando no estaban del todo listos, mientras se preparaban para posar. Algunas cabezas estaban de lado y sólo se las veía de perfil. A una chica morena, justo en el borde de la foto, sólo se le veía de hecho la parte de atrás de la cabeza y una chaqueta vaquera. Junto a ella había otra chica, ésta con el cabello rojo intenso y los ojos muy separados.