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No se venden muchos libros en Getxo, aunque la misma suerte corren zapatos, camisas y pantalones: mucha gente no ha perdido el hábito de adquirirlos en Bilbao, aunque deba desplazarse trece kilómetros; Bilbao fue el huevo fundacional del comercio, y lo sigue siendo. Es una animosa ciudad llena de mostradores que ofrecen al cuerpo lo más primario para una felicidad elemental. Una clientela así no pide librerías, en su escala de valores los libros ocupan el lugar de los chicharros. Se lee poco y se escribe menos: sólo algún ilustrado firma opúsculos sobre viejos castillos y torres, estelas funerarias o banderizos como los Jaunsolo o los Garzea que ensangrentaron el país; temas que, aun siendo propios, no apasionan a mis laboriosos conciudadanos. Una única universidad de jesuitas que moldea alevines de las grandes familias, destinados a dirigir el gran comercio y la gran industria, no puede, ni menos se propone, crear un clima propicio a los libros. Sin embargo, yo he abierto una librería en el corazón de Getxo. El tío Anselmo, hermano de ama, hubo de echar a la calle a los inquilinos ilustrados de un piso que tiene en Las Arenas y que llevaban dos años sin pagar el alquiler. Mi tío les obligó a dejar los muebles, incluidos cuatro baúles llenos de algo muy pesado. Cuantos interesados pasaron luego por el piso a comprar alguno de esos muebles, levantaban las tapas de los cuatro baúles, descubrían su contenido, las bajaban y seguían con los otros bultos. Sólo quedaron sin vender los cuatro baúles. «¿Qué hay dentro?», preguntó ama a su hermano cuando éste le propuso traerlos a nuestro desván. «Papelotes», contestó mi tío. Dos hombres los transportaron en un carro y los subieron por las escaleras. Ama no sintió la menor curiosidad por lo que metía en casa, pero yo tenía quince años. Descorrí el primer cerrojo, levanté la tapa… y libros, cientos de libros, y lo mismo en los otros tres baúles. En la escuela me habían familiarizado con los libros: aparte de flores, árboles, animales y vidas de grandes hombres, el maestro nos hacía leer fragmentos del Quijote y las Aventuras de Ulises para niños. Al dejar la escuela, a los catorce años, don Manuel me dijo: «No te olvides de los libros». En los cuatro baúles encontraría todos los que, creí, se habían escrito en el mundo. En secreto y a la luz del candil, devoré La isla del tesoro, Rebelión a bordo, La cabaña del tío Tom, varios de Dickens… En novela policiaca, Rex Scout, Stanley Gardner, Ellery Queen…, a quienes abandoné al descubrir a Hammett y a Chandler, los grandes y distintos a todos, en joyas como Cosecha roja, La llave de cristal, La maldición de los Dain, El halcón maltés, Los chantajistas no disparan… 1939 fue el año de mi primer intento de copiarles.

Tiempo después, ama reveló a don Pedro Sarria en confesión que su hijo escondía en el camarote horribles papeles del diablo, novelas y otros peligros para la juventud. El cura le pidió que los quemara. Recordé entonces que mi tío acababa de adquirir una pequeña lonja en Algorta y la tenía vacía. Le hablé y me permitió salvar el contenido de aquellos baúles. «De modo que eran libros», gruñó. «¿Para qué quieres guardar algo tan inútil? Véndelos, prueba a ver si alguien los quiere.» Vivíamos el comienzo de la dura posguerra y yo todavía no ingresaba un real y carecíamos de un trozo de tierra donde sembrar patatas, vainas o lechugas. Estaba vaciando el tercer baúl cuando apareció Koldobike, a quien apenas conocía, y empezó a darme ideas. El primer asentamiento de los libros fue en el santo suelo, en hileras contra las paredes. Vaciados los baúles, tres de ellos los partí con un hacha para leña y el cuarto lo reservó Koldobike para mostrador, porque algunos curiosos habían empezado a asomar las cabezas e incluso a entrar. La guerra y la posguerra nos habían familiarizado con la destrucción, atraía como nunca antes la cultura del dolor, la ruina, el desmantelamiento. En la lonja, la gente parecía encontrar un gran placer en agacharse para rozar con sus dedos los bordes de los viejos libros y, en ocasiones, tomar uno y levantarse con él mirándonos a Koldobike y a mí como preguntándonos cuál era el siguiente paso. Y si ellos se preguntaban eso, yo me preguntaba qué hacía allí aquella vecina: echaba mano aquí y allá con la determinación de quien hubiera nacido para vivir aquel momento. «Vale una peseta», le oí decir al primer cliente, quien depositó el papelito sobre el cuarto baúl y se llevó el libro. ¿Con qué criterio lo eligió? Con ninguno. ¿Con qué pautas asignó Koldobike precio a cada ejemplar? ¿Quizá por el grosor del lomo? Aquel primer día hicimos una caja de nueve pesetas, la mayoría acuñadas durante la guerra y en papel por el Gobierno vasco, ya sin valor e incluso peligrosas de guardar, pero que desprendían una imperecedera nostalgia; las aceptamos sin reservas por pura rebeldía. Al atardecer, Koldobike me ayudó a bajar la persiana y se despidió con un desconcertante «hasta mañana». En la cena -tres huevos, uno por cabeza-, entregué a ama las nueve pesetas. Ni el brillo que apareció en sus ojos me animó a confesarle que procedían de los libros; se santiguó con la mano que las retenía y empezó a echar cuentas. Retiradas cinco pesetas sin valor, las cuatro restantes significaban comida.

Al día siguiente, había ante la lonja cinco camisas azules con el correaje negro, acompañados de dos municipales. «¿Qué clase de propaganda reparte usted aquí?», me increparon. «Son papeles de todo el mundo, libros», oí a mi espalda. Era Koldobike. Me había ayudado también con la persiana. Los libros seguían en el suelo, algo revueltos por el manoseo de la víspera… Los cinco falangistas echaron un vistazo por encima sin encontrar la propaganda antifranquista que esperaban. Defraudados, la emprendieron con los siete sacos de los baúles convertidos en leña, los vaciaron volcándolos y se fueron con una recomendación muy a tener en cuenta: «Ándate con cuidado». Entonces los municipales me dijeron: «¿Tiene usted permiso para abrir este comercio?». Oí a Koldobike a mi espalda: «¿Tiene esto pinta de ser un comercio?». Y ellos: «Necesitan permiso todas las persianas que se levantan en la calle, y ayer a ustedes les quedaban libros por vender».

Lo primero que hice al retirarse los municipales fue agacharme para recoger por segunda vez todos los libros, por si en la primera -realizada en el camarote de casa- había pasado por alto algún título policiaco; los extraídos entonces, treinta y uno, descansaban en el fondo de mi armario ropero; huelga decir que todos juntos, policiacos y de serie negra, pues en esos inicios aún no los diferenciaba, faltaba alguna lectura más para que Hammett y Chandler me sacudieran tan hondamente y, por supuesto, aún no había tomado la pluma para copiarles. Luego me dediqué a devolver a sus sacos la leña desparramada. «Nos darán el permiso. Si fuera para vender morcillas y chorizos habría competencia, pero en Algorta estaremos solos», oí a Koldobike. Me incorporé. Lo difícil no había sido tomar una decisión, que ya estaba tomada, sino dirigirme por primera vez a la muchacha que tenía a mi espalda: «¿Permiso?». Ella se desentendió de mi gruñido. «Si esos libros del suelo son dinero, no sé por qué no lo serían los que nos enviarán las editoriales. Tenemos que sobrevivir. Yo me encargaré del papeleo.» Me volví para mirarla a los ojos, también por primera vez. Pero fue ella la que habló: «Soy de los Ibaiceta del Puerto Viejo. Y tú eres de los Bordaberri de Algorfa. Ahora ya nos conocemos». Hoy, seis años después, sigo ignorando por qué se presentó con tanta frescura en la lonja de mi tío, y por qué continúa en la librería -que también ha bautizado como Beltza («negra» en euskera)- por el modestísimo sueldo que ella misma se asignó.