Oigo a Koldobike:
– Saliste a recoger de Correos tu última novela… y vuelves sin ella. No tenía la culpa.
– Le tocó a ésta.
Se acerca un poco más y se me inclina apoyando sus manos en la mesa.
– ¿De dónde vienes, si se puede saber?
– No había un alma en la playa.
– Entonces, nadie vería el entierro. ¿Tardó en hundirse?
– Era plomo.
Se incorpora.
– Vete a casa, yo cierro.
– No. Me quedaré.
Descuelga su chaqueta roja del perchero de pie y se aleja poniéndosela con un «hasta luego».
Oigo la campanilla, la puerta se cierra, pero Koldobike queda de este lado.
– Me lo sé de memoria -dice.
Se quita la chaqueta y la devuelve al perchero.
– ¿Qué hora es? -pregunto.
– Las dos.
Me pongo en pie arrastrando la silla hacia atrás y susurrando:
– Ama estará preocupada.
– Le envié recado de que no irías a comer, que tenías trabajo.
– ¿Qué es lo que sabes?
Me siento de nuevo. Koldobike lanza un suspiro y mueve la cabeza.
– La canción de siempre: las devuelven y te encierras aquí esperando consuelo de tus Chandler, Hammett y demás.
Raymond Chandler y Dashiell Hammett son las perlas de la Sección Especial, la sección «la negra», que ocupa la estantería más alta, la más cercana al cielo. Hacia abajo, figuran: Stanley Gardner, Rex Stout, Valentín Williams, Earl Derr Biggers, Martyn, Mash, Mason, Angelis… Están en la Sección por no ser en absoluto desdeñables y ofrecer algunos rastros y destellos de «la negra». Creo que a S.S. Van Dine y a Agatha Christie no les agradaría ocupar estanterías rozando el suelo: me los imagino tan elitistas como sus héroes investigadores: Philo Vance y Hercule Poirot: nada que ver con Philip Marlowe y Sam Spade, hijos de Chandler y Hammett, que chapotean en el más fangoso barro humano social por veinticinco dólares diarios más gastos.
Descubro a Koldobike de pie entre la Sección y yo.
– Escapa de ellos, no son tan maravillosos. Lo único que les diferencia es que a ellos les publican y a ti no.
No la miro. Su voz se rebaja.
– Estos escritores tampoco son gran cosa: un gracejo de vez en cuando y para de contar. Si tus novelas se toman por el lado chistoso tienen más salero que las mentiras que se cuentan en La Venta. -Debo parecerle un derrotado al borde del suicidio-. Olvídalos. Si recibimos algo nuevo de Chandler, Hammett o de cualquiera de los otros…
– Apenas hay otros.
– ¿Sabes que, en más de una ocasión, he estado en un tris de hacer una pila en la calle con todos ellos y prenderles fuego? ¡Nunca había visto una indigestión tan gorda!
– ¡Marlowe y Spade son héroes a contracorriente! -exclamo-. Arriesgan su vida por defender a inocentes, a débiles, a doncellas en peligro. Llevan a criminales ante la justicia. No se paran en barras para denunciar lo denunciable. Desenmascaran a corruptos, hipócritas y extorsionadores. ¡Son los últimos caballeros!
Koldobike tose y espera a que decline mi furor.
– Ellos escriben de lo que ven en sus ciudades americanas en las que no cabe una rata más, y cuando la gente vive amontonada se matan unos a otros para hacer sitio. Ellos no tienen más que darle a su máquina contando lo que pasa a su alrededor: tiros, sangre, cadáveres con bonitas corbatas flotando en el río o descuartizados, rubias platino fumando como cosacos, espías, chivatos, matones… Ellos no han de inventar nada, el que tienes que inventar eres tú, porque en Getxo no ocurre nada.
Cierra los ojos aún con el eco de la última sílaba. A seis años de la guerra, la gente de Getxo sigue siendo asesinada por Franco. Sobra que le diga a Koldobike que el tiempo negro en que vivimos nada tiene que ver con «la negra». Tiene a su padre en prisión con pena de muerte. Al mío, lo fusilaron en el 39. Yo he de agradecer a mi cojera no haber corrido parecida suerte; es de nacimiento, mi pierna izquierda es más corta que la derecha; no mucho, cosa de centímetros, aunque demasiados cuando se trata de alcanzar el autobús. Asistí seis años a la escuela de don Manuel, y después hice Comercio y Mecanografía en academias de Algorta. Por entonces empecé a emborronar papeles tratando de imitar las historias que publicaba la Biblioteca Oro.
Respeto su congoja de segundos, hasta que le da carpetazo con un: «Sí, Bordaberri, tenías que inventar lo que no veías».
– Vete a comer -le digo.
Koldobike lo rechaza con un «Bah, luego traeré algo para picar» seguido de una inequívoca actitud expectante, que me obliga a confesar:
– He arrojado la toalla…
– Ganarás en salud.
– … pero he recogido otra. Otra toalla.
Naturalmente, no sabe de qué le hablo. Sus ojos se medio cierran, exigiendo saber más. Me levanto, voy a la Sección y acaricio los lomos.
– Ellos veían y escribían. Yo también veré y escribiré. -Agito un dedo ante su cara-. Y vete con cuidado, muñeca, porque ya estoy escribiendo sobre todo lo que tengo ante mis ojos. ¡Todo! Incluida tú. Espero que actúes como el personaje que te reservo.
No entiende nada, claro. Por suerte para ella, puede agarrarse a algo.
– ¿A qué ha venido eso de «muñeca»?
– ¿Te extraña? Ellos lo emplean, como bien sabes. Te acostumbrarás. Escúchame con atención.
Y le cuento con detalle la intensidad de lo ocurrido en la playa. A medida que avanzo en la vieja historia de los gemelos, es como si las palabras se fueran poniendo de mi parte. Termino el relato con la sensación de haber conseguido un acorde.
– Los gemelos Altube… -murmura Koldobike con escaso interés-. Yo tendría catorce años, apenas recuerdo nada.
– Es una buena historia.
– ¿A quién le importa ya?
– Pero sigue siendo una buena historia, no lo puedes negar. -Mi estabilidad se tambalea y me sube una queja del estómago-. ¡Una buena historia sigue siendo buena aunque alguien la cuente mal! -protesto.
– ¿Quieres escribir sobre un asunto que no acaba?
– Así es, no acaba, sólo empieza.
– ¿Y tú quieres…?
– Mi Underwood tiene un bonito punto final en una tecla.
– ¿Y vas a inventarte la segunda parte de una historia que empieza siendo real y terminará desmoronada? Tú no sabes inventar.
No, no se atreve a pisar la nueva ruta. La tomo del brazo, la conduzco a mi mesita y la obligo a sentarse en la silla. Está perpleja y me dispongo a detallarle el propósito que a cada minuto que transcurre encuentro más apasionante.
– Escucha… -empiezo, intentando calmar mi exaltación paseando por la librería-. Será algo más completo que lo que hacen ellos…
Pero sólo puedo dar dos pasos.
– Sé lo que tienes en la mollera -me corta Koldobike-, y es imposible que te lo tomes en serio. Antes, al menos, querías imitar a Chandler y a Hammett…, ¡pero ahora quieres ser nada menos que sus Marlowe y Spade! ¡Quieres salir a la calle como la mismísima encarnación de Samuel Esparta! ¿Pues sabes lo que te digo? Que no te veo.
La muy bruja ha expuesto mi futuro mejor que yo mismo. Su pasmo no había sido temerosa confusión. Cuando retrocedo hasta la mesita me enfrento a la Koldobike de siempre.
– Serás como un policía escribiendo malamente sus memorias -sentencia-. ¿Es que no tenemos aquí policías hasta en la sopa? ¿Por qué habría de salirte una buena novela?
– Siento otra música mordiendo mis huesos… ¿No suena ya esto distinto?
– No oigo nada.
– No quieres oír. Hasta yo mismo me asombro… ¡Estoy escribiendo en otro lenguaje!
– Enséñamelo, quiero leerlo.
– ¡Lo tengo aquí, está escrito aquí! -Y un dedo presiona mi frente, como si la quisiera perforar-. Sólo otro escritor me entendería, muñeca… Tengo ya varios folios escritos y te aseguro que me he dejado llevar, que ellos se han escrito solos… Intentaré adecuarte, nena. Samuel Esparta necesita una secretaria, no una empleada. Y rubia. Es básico.