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Koldobike se toca el cabello con una mano, sin decir nada; cree que estoy bromeando. «Ah, se me olvidaba, he de envolver el Villoslada.» Se levanta, recorre la librería hacia la entrada y busca en las estanterías. Para ser de pueblo, no deja de tener estilo; con algún retoque no desmerecería de las sofisticadas secretarias de ellos. Localiza el libro y se dirige con él a su puesto -otra mesita en la entrada, roja, con el teléfono y una pequeña caja registradora-, toma un recorte de papel azul con lunares y enseguida sale de sus manos un vistoso paquetito con lazo dorado.

– A propósito: si suena el teléfono y es una mujer desesperada reclamando mis servicios, o un hombre que no quiere hablar más que con Samuel Esparta, les anuncias lánguidamente que tu jefe se halla metido en el caso más misterioso de su larga carrera.

Koldobike me lanza una mirada de reojo y mueve pacientemente la cabeza.

– ¿Me creerás si te aseguro que casi me da vergüenza utilizar ese gran tema que me ha venido a las manos? -Koldobike no levanta la vista de su paquetito-. Así es, me ha venido a las manos sin esfuerzo por mi parte… Allí estaba la herrumbrosa argolla de Félix Apraiz, en la peña que tan bien conocemos. Félix Apraiz la cementó en una hendidura natural, ni se sabe cuándo, y en ella fijaba su palangre nocturno. A veces, alguien se le adelantaba, alguien que no tenía ningún derecho sobre su argolla. Y se cabreaba, claro. Cortaba el palangre ajeno y ataba el suyo. ¿Te das cuenta? No lo soltaba, sino que lo cortaba. Y de entre los que le cabreaban, los gemelos Eladio y Leonardo se llevaban la palma… Pero ¿era razón para matarlos?

– Con matar a uno habría sido bastante -me sorprende Koldobike tomando parte en mi especulación-. El otro habría comprendido y emigrado.

– ¿Emigrado? ¡Quia! Habría corrido a denunciarlo. O le habría partido la cabeza. Los gemelos eran de armas tomar. Pero el superviviente no hizo nada de eso.

– A lo mejor a Félix Apraiz le habría convenido matar a los dos.

– Es que, quien fuera, quiso matar a los dos.

– ¿Y por qué no los mató?

– Te lo expliqué: porque Etxe apareció a tiempo y fue posible aserrar la cadena que rodeaba el cuello de Eladio cuando el agua ya rebasaba su nariz. Leonardo yacía ahogado junto a él.

Koldobike se halla ahora desatando los envíos de las editoriales recibidos hoy.

– ¿Sigue vivo Eladio?

– No sé que haya muerto.

Koldobike interrumpe su quehacer y se me encara.

– Si Félix Apraiz ha tenido diez años para redondear su trabajo y no lo ha acabado… la respuesta es clara. Busca por otro lado… Si agarraste este caso por verlo fácil, olvídalo y vende libros en lugar de escribirlos.

– No me importa la naturaleza del caso…, ¡lo elijo porque es real! ¿Aún no lo entiendes?

Sí lo entiende: ha sido prometedor el intercambio de disparos entre ella y yo.

– Y el peligro -dice, atacando uno de los paquetes con las tijeras.

– ¿Qué peligro?

– En adelante, no será tu pluma la que mueva al asesino, él se moverá solo. Anda suelto por ahí y no le hará ni pizca de gracia que alguien rompa su siesta de diez años. Irá por ti. ¿Me has oído? Irá por ti.

– Gracias por el aviso, muñeca. Me zafaré para que no te suicides.

Callo, por ver si me pregunta algo así como: «¿También has escrito eso?», pero no ocurre. Por el contrario, repite:

– Sí, peligro, auténtico peligro fuera de la novela.

– ¡Es el realismo que ando buscando!

– ¿Qué harás si te apunta con su escopeta de dos cañones?

– En Getxo han desaparecido todas las escopetas, todas están enterradas envueltas en hules engrasados. Además, he leído todas las novelas y visto todas las películas de cine negro. Me sé todos los trucos.

La réplica de Koldobike resume su pensamiento y la mirada envolvente que me dirige:

– Que el zapatero Suelas te ponga más tacón para que rebases el metro sesenta y cinco… ¿Y si está en las Américas? ¡Ojalá! Tu novela no tendría final, no habría novela.

– La guerra ha mandado al exilio sólo a los mejores: ese hombre me está esperando.

– Quieres arreglar un descuido de Franco.

– El caso estaba ya cerrado cuando Patxi nos visitó. A Leonardo lo mataron en junio del 35, trece meses antes de la guerra. Nuestra policía dispuso de esos trece meses para investigar. La guerra le vino bien al asesino, la gente empezó a pensar en otra cosa. Luego, cuando «liberaron» Getxo, en junio del 37, Franco, con tanto muerto a sus espaldas, no iba a ocuparse de uno solo, y además ajeno… Pero, sí, hubo una investigación de trece meses.

– ¿Te das cuenta? Un montón de cazadores: policías, alguaciles, jueces, abogados, chivatos… ¡y tú quieres ganar donde todos se estrellaron!

No interrumpe un solo instante su ocupación, ahora registrando los albaranes. A mí, la explicación no me permite dejar de medir la librería con mis pasos.

– Sólo los casos heroicos merecen ser novelados -digo.

Koldobike levanta la cabeza, me mira, y me gusta pensar que se piensa a sí misma viviendo otra vida. ¿Por qué, si no, se sienta con más cuidado y se estira la blusa?

– El juego empezará con una gran ventaja del asesino sobre ti: él sabrá quién eres desde el principio y tú no sabrás quién es él.

– En cambio, ese hombre estará relajado y yo estaré a cien.

– ¿Hombre? ¿Por qué no mujer?

Hombre, hombre, y ella también lo sabe.

– Otro punto a mi favor: creerá que quien le persigue es un despistado librero y se confiará más.

– ¡Si al menos fuerais una docena de libreros!

– Mi verdadera baza es que él no ha leído a Raymond Chandler y a Dashiell Hammett y yo sí. -Recojo de Koldobike un paciente suspiro y me detengo bajo el rótulo Sección Especial-. ¿Se ha recibido hoy algún título? -Es la pregunta que le dirijo casi a diario.

– No. Y que no manden más porque no salen los otros y no hay sitio. ¿Y sabes lo que te digo? Si no se te quita esa idea de la cabeza, enciendo en la calle una fogata con todos esos librotes que te han comido el seso.

La tengo a mi espalda, me llega su perfume barato.

– Sal a la peluquería a que te pongan de rubia.

Dejo de oír su respiración. No me atrevo a volverme.

– ¿Es que las rubias venden más libros?

Sé que no piensa así. Me vuelvo con un entusiasmo repentino y la tomo de los hombros.

– Escucha: con un simple biombo convertiremos mi mesita del fondo en la oficina donde Samuel Esparta recibirá a sus clientes en apuros. Llegarán a la librería personas…, hombres o mujeres, no importa…, que no buscan libros sino al investigador privado Samuel Esparta, y tú simularás que te sacas un chicle de la boca, o te sacas uno de verdad, y lo pegas debajo de tu mesa y le preguntas: «¿A quién anuncio?», y te vienes al biombo, asomas la cabeza por una esquina y me anuncias: «El señor X o la señora X». Todo esto lo hace mejor una secretaria rubia.

Retrocede un paso, librándose de mis manos.

– ¿Cómo te atreves a mandar en mi pelo? Estás enfermo. Tendrás que buscarte a otra.

– No quiero a otra, te quiero a ti.

Se desinfla, aunque no del todo.

– Me gusta mi pelo, nunca me lo he teñido ni tengo intención de hacerlo.

Me encojo de hombros.

– Bueno… A fin de cuentas, era sólo una pieza… y no fundamental.

– ¿No? -Koldobike se ha puesto en guardia, la he herido sin querer, no ha sido un truco por mi parte.

– Empezaré con lo puesto y ya iremos viendo -le anuncio.

Se dirige a su mesita, pero al llegar a ella no se sienta.

– ¿Acaso ya sabes por dónde empezar tus investigaciones?

– Por la playa, naturalmente. Por Etxe descubriendo a los gemelos atados a la peña de Félix Apraiz. Mi estreno será Etxe, mi primer interrogatorio.

¿Qué está pensando Koldobike en este descanso que se toma?