– Ya. Los puntos están en la parte exterior -dijo-, lo que demuestra que cayeron con cierta velocidad de un cuerpo u objeto que se movía en ese sentido. Pero, como usted sabe, comisario, no indican necesariamente la dirección en que la persona herida se movía, ya que ésta puede haber sacudido los brazos o las piernas en sentido contrario al inicial. Lo indudable es que nuestro hombre sangraba mientras cruzaba la ventana a toda velocidad.
Bernal se estrujó la memoria en busca del capítulo sobre manchas de sangre del manual oficial.
– Las salpicaduras vienen a señalar que la sangre cayó desde una distancia de un metro o más, ¿no?
– O un movimiento muy rápido -dijo Varga-. Si procedieran del cuello o la cabeza, por ejemplo, de una persona herida e inmóvil, serían gotas redondas y los dientes e irregularidades del perfil indicarían la distancia, a menos que ésta fuera de dos y medio o tres metros, en cuyo caso caerían como una rociadura. Estos signos de admiración largos y estrechos revelan un movimiento rápido, aunque es difícil precisar la distancia de la caída. Tendría que haber más manchas en las tejas, pero la llovizna de anoche las limpió sin duda. Si mi brillante amigo ha descubierto esas dos es porque las protegió la proyección del antepecho. Es lógico que no se vieran ayer por la tarde, cuando ya empezaba a oscurecer.
Aquel descubrimiento alteró los planes de Bernal.
– Quiero que toméis fotos y os llevéis muestras para comparar el grupo sanguíneo con el del muerto. Quiero hablar otra vez con Peláez. Necesitamos que un patólogo nos dé una imagen de conjunto.
Mediodía
De vuelta en el despacho, Bernal escuchó lo que Navarro había averiguado en la agencia de prensa donde Santos trabajaba y comprobó lo que había sacado Ángel en claro. Le había dicho a Elena que fuera en taxi mientras él dejaba a Martín en la comisaría del barrio. Habían dejado a un número en ambos áticos; no querían más intrusos inesperados: ya se habían complicado bastante las cosas. Martín dirigiría por la tarde una inspección en regla del piso, una vez que el equipo de Varga hubiera terminado el trabajo técnico. Llamó a Elena y le pidió que encargara seis cafés, ya que esperaba a Peláez, que sin duda se pondría a refunfuñar por separarle de su último cadáver.
Bernal vio en su escritorio un sobre oficial que parecía proceder de la Secretaría del Ministerio. Lo abrió y vio una nota escrita por uno de los directores generales: ¿Sería usted tan amable de llamar antes de la una treinta e informarnos del estado de sus investigaciones sobre la muerte del periodista Raúl Santos? Por supuesto que lo haría, aunque se preguntó a quién se refería aquel «nos». ¿O se trataba de un plural mayestático? Era sorprendente hasta qué punto sucumbían aquellos políticos de poca talla a la folie de grandeur. ¿Y por qué aquel repentino interés en el caso de Santos? Por supuesto que comprobaban los informes cotidianos en los elegantes despachos que daban a la Puerta del Sol, tal vez notasen un posible tufillo político en aquel caso, precisamente en el momento en que el Gobierno estaba metido en la legalización de los partidos y en el desmantelamiento del Movimiento Nacional franquista, pero ¿sabrían ellos algo qué él ignoraba? Urgía una reunión con la plana mayor de su equipo.
Elena entró con andares elegantes.
– Ya viene el café, jefe. Es un caso fascinante. Dicen los manuales que cuando hay una caída desde cierta altura es siempre muy difícil distinguir entre el accidente, el suicidio y el asesinato, ¡Pero aquellas manchas de sangre! ¡Y la puerta forzada! ¿No sugieren que se trata de un asesinato?
– Por eso tenemos que hablar otra vez con Peláez, el patólogo, señorita -recordó inmediatamente que tenía que esforzarse por llamarla Elena-. Si alguien dio un tajo en la parte derecha del cuello de Santos en la ventana y luego lo tiró de un empujón, ¿no habría más manchas de sangre en el piso?
Elena meditó aquello con atención.
– No, si le pincharon con la parte superior del cuerpo fuera de la ventana.
– ¡Magnífico, Elena! Bien razonado, pero ha hablado usted en plural. ¿Cabe pensar en más de un asaltante?
– No necesariamente, si el asaltante solitario le hizo una llave con la izquierda, pongamos por caso, y luego, con la derecha, se sirvió de un cuchillo o una navaja de afeitar. Pero el marco de la ventana es muy estrecho.
– Y cuando le hubo cortado la garganta a Santos, ¿cómo pudo empujarlo sin que se le cayera el arma o sin dejar manchas de sangre en dicho marco y en el suelo?
– Entiendo. Es posible que hubiera un segundo hombre sujetando a Santos de los pies, por ejemplo, y que fuera ése quien lo alzó y lo empujó cuando el otro hubo dado el tajo.
Bernal se admiró de la sangre fría de la mujer mientras analizaba aquellas siniestras posibilidades.
– Pero al menos uno de ellos, Elena, habría tenido que mancharse de sangre las manos, tal vez la cara y la ropa también, por no hablar del arma. ¿Cómo salió sin que nadie advirtiera nada o sin dejar ningún rastro? Pues ni en el baño ni en la pileta de la despensa había señales de que allí se hubiera limpiado sangre nadie. Y esto en el supuesto de que dicho asaltante saliera por la puerta y bajara por las escaleras e incluso en el ascensor.
– ¿Y si salió por la azotea y el piso de al lado? La lluvia habría borrado las señales.
– ¿Y pudo aherrojar por dentro la puerta de la azotea del piso de Santos al salir? Nos sería de mucha ayuda que telefonease usted al Observatorio Meteorológico del Retiro para ver si saben a qué hora llovió anoche.
– Volando, jefe -los ojos le brillaban de entusiasmo ante aquella primera misión concreta que se le encargaba en todo el caso.
Bernal consideró que por el momento no diría nada a sus hombres sobre la petición de la subsecretaría. Esperaría a ver hasta dónde querían conocer los hechos. Navarro llegó en aquel momento y dejó el abrigo en el despacho exterior.
– Traigo información, jefe. El patrón de Santos dice que era un tipo simpático. Se quedó asombrado al enterarse de la caída y jura que Raúl Santos sería la última persona en el mundo que se suicidaría. Trabajaba principalmente haciendo crónicas del mundo del espectáculo y gente del cine, y de vez en cuando algún que otro artículo sobre políticos y cosas por el estilo. La agencia vendía los trabajos a varios periódicos y revistas nacionales y locales. Dice que no cree que Santos estuviera investigando nada escandaloso, aunque era un lobo solitario y solía meter las narices en asuntos que no se le habían encargado. Me dio los últimos originales que Santos había entregado, eché una mirada a su mesa de trabajo y me traje la correspondencia y los pocos libros de consulta que había allí -llevaba, en efecto, un maletín y lo abrió sobre el escritorio de Bernal-. Ya verá que algunos de los libros de consulta tienen señalizadores en varias páginas. Sería conveniente mirar con atención el contenido de esas páginas. Le dije al jefe de la agencia que no mencionara a nadie la muerte de Santos por el momento, aunque va a ser difícil mantener el secreto durante mucho tiempo.
– Tanto como podamos, Paco. Cada vez parece más un asesinato -informó a Navarro de los rastros de sangre que había encontrado el ayudante de Varga, así como de los detalles del forzamiento-. Parece un asunto político, o un caso de venganza privada, o un chantaje, o algo parecido. ¿Crees que Santos puede haber sido un chantajista? Parece que vivía muy bien. ¿Cuánto cobraba?
– Treinta y cinco mil al mes, más los artículos extra.
– Vivía por encima de sus medios, en tal caso, si eso es todo lo que ganaba. Tendremos que mirar primero todas las pruebas documentales. Mientras tanto, dile al agente de guardia que en tanto no avancemos con este caso no nos pase ningún otro. Hay muchos de los demás grupos con el culo bien tranquilo u holgazaneando en el bar -Bernal miró por la ventana de mal humor.