– Pase, pase, don Luis. ¿Prefiere una copita de Montilla o algo más fuerte? Puedo ofrecerle también un habano auténtico, importado especialmente.
– Gracias, señor director, pero es un poco pronto para tomar alcohol. Y me conformaré con un cigarrillo, si a usted no le importa.
El director corrió a su mesa para abrir una gran caja dorada de cigarrillos que contenía cuatro marcas diferentes de tabaco.
– Tenga uno de éstos. Los de la izquierda son egipcios. ¿Verdad que quiere café? -e hizo una seña a su alta y rubia secretaria para que les acercase una bandeja ya preparada.
El despacho era impresionante, con un escritorio isabelino muy grande en el que sólo se veían la caja de cigarrillos, una cartera de cuero con relieves, para documentos, un portaplumas de oro, un cenicero de cristal y, en lugar destacado, una fotografía grande y en colores de su rubia esposa con la dedicatoria: «Con todo mi amor, Loli», frase muy en su justa medida, pensó Bernal, puesto que era ella quien le había conseguido el empleo. En el techo había una enorme araña de cristal de Bohemia y tras el escritorio una reproducción al óleo de un reciente retrato de Juan Carlos I que no favorecía mucho al monarca; el pintor se las había ingeniado para dar a Su Majestad un aire rígido que recordaba, pensó Bernal, los célebres retratos que hizo Goya de la familia real de su época. Se diferenciaba, con todo, de las fotografías en sepia del joven Franco que todavía colgaban cerca de las celdas del sótano, donde los detenidos no podían haber advertido ningún cambio en el trato que recibían.
– A propósito de ese sujeto, Santos, ¿ha averiguado usted ya por qué se lanzó al vacío? ¿Estaba quizá bajo los efectos de una depresión?
– No hemos descubierto nada que permita suponer trastornos mentales, aunque seguimos interrogando a sus amigos y patronos eventuales, e investigando sus papeles.
– El ministro está deseoso de que el caso se resuelva sin ningún tipo de publicidad desagradable. Creemos que basta con una simple encuesta.
– Si me permite la pregunta, ¿qué interés tiene el ministro en el caso? ¿Estaba implicado Santos en algún asunto político?
– No, no, no por lo que sabemos. Pero tal como está ahora la prensa, hay que ser prudentes, no hace falta que se lo diga. El ministro sigue disgustado con esos artículos de Diario 16 sobre el jefe de la brigada política y su carrera de «superagente».
– ¿Estaba metido Santos en ello o en un escándalo parecido?
Al oír la última frase, el director general parpadeó.
– No, creemos que no. Pero como habrá elecciones generales en junio, hay que estar en las mejores relaciones con las agencias y los periódicos. Por eso, por el bien de todos, nos gustaría que llevase usted el caso un poco a la chita callando.
– Haré cuanto esté en mi mano -dijo Bernal-, pero hay una complicación. Tenemos motivos para pensar que Santos fue asesinado.
El director se puso pálido.
– ¿Asesinado? ¿Está seguro? ¿No es difícil juzgar una cosa así en un caso de lanzamiento al vacío?
– Fue el allanamiento de morada y, claro, las manchas de sangre de las tejas del tejado lo que nos puso en la pista.
– ¿Allanamiento de morada?
– Sí, por la noche -Bernal gozaba lo indecible ante el espectáculo del secretario desconcertado-. Entró alguien en el piso de Santos una vez que lo sellamos ayer por la noche. Los técnicos buscan en este momento algún rastro. Encontramos unos rasguños de palanqueta que nos serán de alguna ayuda.
– Podría ser una desdichada coincidencia, ¿no cree? Que los intrusos eligieran casualmente el piso de Santos para entrar anoche.
– Podría ser. Sin embargo, no se llevaron nada de valor, por lo que sabemos. Añada a esto las manchas de sangre y los zapatos…
– ¿Los zapatos?
– Sí. Parece que cayeron después que el cuerpo.
– Bueno, bueno. Me enviará usted un informe completo, claro. Pero procure mantener esto alejado de la prensa, se lo pido por favor.
– Si usted piensa que es un crimen político, señor director, con mucho gusto pasaré el caso a la Segunda Brigada.
– Oh, no, el ministro quiere que llegue usted hasta el fondo de los hechos, Bernal. Pero con discreción.
– Habrá que dar alguna información hoy a la prensa. El jefe de Santos ya sabe lo de la caída, aunque se le insinuó que era un accidente o un suicidio.
– Pida entonces su colaboración para que las declaraciones sean sencillas, que no afecten a la familia o algo así. Los perros no se comen a los perros, aunque sean periodistas.
– Haré lo que pueda. ¿Cuento con su permiso para proseguir las investigaciones?
– Por supuesto, por supuesto. El ministro confía en usted.
– ¿Me lleven a donde me lleven?
– Sí, claro, pero usted nos permitirá ver los informes a medida que le vayan llegando, ¿verdad que sí? Sobre todo el que ha de mandar usted al juez de instrucción.
– Naturalmente. Pero el del Juzgado 25 ya sabe lo de la muerte, porque estaba de guardia, y sin duda espera que le siga informando.
– Bueno, quizá no sea prudente revelarle sus sospechas todavía. Espere a que sepamos todos los hechos.
– ¡Todos los hechos! ¡Ojalá! Se nota que no ha sido usted detective, señor director. Tendré que dar al juez algunos detalles o se preguntará por qué continuamos con una investigación tras pedirle permiso para el entierro, porque habrá que dejar que los padres dispongan el funeral, digo yo. Claro que podemos decir que no sabemos muy bien si la muerte fue accidental o no.
– Sí, eso bastará. Puede decirles lo mismo a los padres.
– Muy bien, señor director, me vuelvo a mi trabajo y no le hago perder más tiempo -Bernal miró intencionadamente al gran escritorio, en que no había ningún papel a la vista.
El director se rió a carcajadas, pero las últimas sonaron un tanto forzadas.
– No me hace perder ningún tiempo; es usted el mejor hombre que tenemos en la Brigada Criminal. Siga con su caso, le lleve a donde le lleve.
Bernal sabía que le estaba mintiendo en sus barbas y que tan pronto como tocara la investigación algún nervio al vivo del nuevo o el antiguo régimen le llovería una tonelada de órdenes para que dejase el caso. Tendría que obrar con astucia y dar la impresión de que seguía una pista de delito común mientras analizaba a fondo los pormenores políticos, a propósito de los cuales la entrevista recién sostenida le había reavivado el interés.
Una y media de la tarde
Finalizada la aparatosa despedida, Bernal volvió al rincón sombrío y mugriento del edificio en que se hacía el verdadero trabajo y se encontró en el pasillo con Paco Navarro, que le notificó que los padres de Santos habían llegado ya.
– Telefonea al juez del 25 y pídele un permiso de entierro. Dile que seguimos investigando para saber si la muerte fue accidente o no. Localiza antes a Peláez y entérate de si ha cosido ya el cadáver y lo tiene presentable; luego lleva a los padres al laboratorio forense para que hagan la identificación oficial. Yo estaré con ellos unos quince minutos más o menos.
– Vale, jefe. Aún no hemos dado con el apellido ni con la dirección de la amiga de Santos, pero Prieto no ha terminado todavía con los papeles privados.
En el gran despacho exterior, Bernal vio a Ángel que hablaba con animación con el señor Santos, mientras Elena permanecía sentada en silencio con la mujer, que sollozaba sin decir nada.
Bernal invitó a los desconsolados padres a que pasaran a su despacho y les dio el pésame.
– Señores, tal vez les interese saber que aún no estamos convencidos de que su hijo haya querido quitarse la vida… -esta expresión pareció a Bernal más bien retórica, pero menos violenta que decir «se suicidara». El señor Santos, que parecía hombre inteligente y de una perspicacia no disminuida por la edad, fue a preguntar algo, pero Bernal se le anticipó-: Seguimos investigando las otras posibilidades y les doy mi palabra de que estoy resuelto a saber la verdad. Intuyo que no hay motivos para pensar que Raúl estuviera deprimido, ¿verdad?