Выбрать главу

– No, no, comisario -dijo la señora de Santos, que dejó de sollozar en aquel momento-, siempre estaba muy animado. Nunca le pareció deprimente vivir solo… al contrario, necesitaba estar solo por su trabajo y para dedicarse a su principal afición, la pintura al óleo. Tenía muchos amigos cuando le hacía falta alguno y a veces iba a Santander a vernos, y se traía algunas amistades para pasar el fin de semana. Solían tomar un pequeño yate de vela e iban hasta Somo, para comer allí -se puso a sollozar otra vez mientras recordaba tales momentos.

Bernal tuvo la impresión de que la madre probablemente conocía al hijo bastante bien.

– ¿Sabe si tenía alguna amiga especial?

– Mire, comisario, tenía toda una colección -replicó la mujer-. Al cabo de los años he llegado a conocer a tres nueras en potencia, pero últimamente no hablaba de ninguna en particular.

– Cuando vino a casa para Reyes estaba nervioso a causa de un trabajo importante que acababan de encargarle. Me dijo que era muy confidencial, pero que cuando tuviera todos los datos publicaría unos artículos que harían ruido. Le dije que confiaba en que no se metiera demasiado en asuntos políticos… era por entonces cuando los del GRAPO tenían secuestrado a Oriol, el industrial, y teníamos miedo de que se mezclara en aquellas cosas. Pero dijo que no había de qué preocuparse, que había tomado precauciones y que no había peligro. ¿Cree usted que su muerte puede ser consecuencia de aquel asunto?

Bernal procuró ocultar el inmenso interés que en él había despertado aquel trabajo de Santos.

– Bueno, investigamos más el lado personal. ¿Saben por casualidad cuánto ganaba?

– Unas treinta y cinco mil al mes de sueldo base, más las primas -dijo el señor Santos.

– ¿Y pudo arreglarse el ático con eso?-preguntó Bernal.

– No, no, nosotros le compramos el ático y dejamos que se llevara de casa lo que quisiera -dijo la señora de Santos-. Tenemos una casa grande, tipo chalet, que da a la playa del Sardinero, y ahora que estamos los dos solos se nos hace más grande -apenas si pudo contener el nuevo acceso de llanto-. Era nuestro único hijo, compréndalo.

Bernal volvió a expresarles su condolencia y dijo:

– Parece que en los dos últimos meses salió bastante con una joven, pero no sabemos aún de quién se trata. ¿Podrían sernos ustedes de alguna ayuda?

El señor Santos se volvió a su mujer, que, según advirtió Bernal, era una versión más envejecida de la dama que había visto en el óleo del piso filial. Fue ella quien dijo, sin el menor titubeo:

– Puedo darle el nombre de las tres chicas que en varias ocasiones trajo a casa, pero, como le digo, en el último año y medio no he conocido a ninguna amiga nueva.

– Les agradeceríamos que nos dieran los nombres y cualquier cosa que recuerden de ellas antes de irse. Lamento no poder dejarles entrar en el estudio de su hijo hasta que nuestro equipo técnico haya terminado su trabajo, pero les aseguro que tratamos sus pertenencias con el mayor cuidado. He dispuesto también que nos extiendan el permiso para el sepelio esta misma mañana. Como sabrán, la ley estipula que los entierros han de hacerse en las veinticuatro horas que siguen a la defunción, pero en los casos en que hace falta investigar hay que pedir permiso al juez. ¿Dónde se hospedan?

– En el Hotel de París -dijo el señor Santos-, al otro lado de Sol, esquina a Alcalá. Es un hotel antiguo, pero cómodo y muy céntrico. Solemos hospedarnos allí cuando venimos por Madrid, ya que el estudio de Raúl es muy pequeño.

Al decir aquello, la señora de Santos estuvo otra vez a punto de reanudar el llanto; Bernal se levantó apresuradamente y los condujo a la puerta.

– Ahí está el inspector Navarro con el permiso judicial. ¿Sería mucho pedirles que fueran con él a identificar a su hijo? Creo que es mejor hacerlo cuanto antes.

Los dos asintieron y el señor Santos se ocupó de conducir a su mujer hasta la puerta, donde Elena la tomó del brazo y los tres se despidieron del comisario.

Bernal llamó entonces a Ángel.

– Creo que el aspecto político del caso promete, pero hay que andarse con pies de plomo. En primer lugar hay que encontrar a la chica, aunque sólo sea por si hubo su poco de venganza personal. Al fin y al cabo, ella es la que mayores probabilidades tiene de poseer una llave de la casa, aunque no creo que tuviera fuerza suficiente para atacarle con una navaja y tirarlo por la ventana. Claro que nunca se sabe; de la mujer aprendió el diablo, dicen, y es posible que la chica tuviera un cómplice. Tal vez quieras que Elena te acompañe antes de irse a comer para que vea cómo sacas información de tus conocidos sin que se den cuenta. Será útil para ella y te servirá de apoyo si le adviertes que no haga preguntas ingenuas.

– Será un placer, jefe. ¿Por dónde vamos a ir?

– Bueno, imagina que Raúl Santos preparaba una serie de trabajos de denuncia acerca de algunos políticos destacados y que encontró algo escandaloso en su vida privada, o relacionado con la Internacional Fascista, o con Moscú, o con alguna organización extremista como el FRAP y el GRAPO.

Bernal nunca había estado del todo convencido, en su fuero íntimo, de que el GRAPO fuera realmente un grupo de extrema izquierda. Recordaba de la larga historia del franquismo lo fácil que era para la policía política organizar una banda de provocadores que incitara a cualquier puñado de majaderos a llevar a cabo una serie de actos extremos capaces de crear tensión política en el momento deseado.

Llamó a Elena.

– Por favor, acompañe a Ángel a dar un pequeño paseo por los bares y observe su forma de sacar informes. A las cinco lo más tarde habréis terminado de comer y entonces ayudaréis a Navarro con lo de los papeles hasta las siete y media más o menos. Si os ajustáis al horario corriente de oficinas, esto os ayudará a mantener intacto el camuflaje de cara a los amigos.

– Gracias, jefe. Deduzco de sus palabras que no me ordena comer con el inspector Gallardo.

Bernal sonrió y dijo:

– No me atrevería a tanto, Elena. Ése es asunto que corre de su exclusiva cuenta. Pero, en serio, vale la pena ver cómo trabaja.

– Ya me he dado cuenta en parte, jefe. ¿Lo veré a usted por la tarde?

– Depende de cómo vaya todo. Si pudiéramos por lo menos localizar a la chica de Santos…

– Veremos lo que puede hacerse en ese particular -dijo ella, quizá con excesiva confianza, a juicio de Bernal. Bueno, ya trabajaría y aprendería como todos los demás.

Ángel se la llevó a la calle, tratándola, para diversión de la joven, como a una recién llegada a la ciudad en que había nacido.

– Primero cruzaremos hasta Tetuán y tomaremos algo en Casa Labra -dijo.

Elena estuvo de acuerdo, se abrieron paso por el gentío que llenaba las aceras de Puerta del Sol y esperaron a cruzar por entre el tráfico que circulaba alrededor de la fuente y el monumento del oso y el madroño, distintivo oficial de la capital, ironía que no había escapado a catalanes y de otras regiones, que veían a Madrid como al oso que robaba los frutos del resto de España; aunque los madrileños eran en realidad los que reían los últimos porque el fruto pequeño y rojo del madroño no servía para alimentar ni a hombres ni animales, salvo, tal vez, a los osos auténticos, a punto ya de extinguirse.

Dos de la tarde

Elena no había estado nunca en Casa Labra porque esta tasca era parte del Madrid tradicional, y no del Madrid de moda donde normalmente podía verse a la inspectora. Contempló fascinada la fachada marrón del viejo bar. Ángel la animó a probar los sabrosos pedazos de bacalao rebozado, por lo que el local era célebre, con una caña de cerveza. De allí subieron por Tetuán, cruzaron Preciados y Carmen, y entraron en La Malagueña, donde podía degustarse una magnífica selección de tapas: zarajo, albóndigas en salsa picante, riñones al jerez, calamares a la romana, ensaladilla rusa, boquerones en vinagre, gambas a la plancha, berberechos y mejillones al vapor, tapas de paella… Estas últimas tenían un aspecto excelente y Elena tomó una con otra caña de cerveza.