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– A comer. Como que Diego está fuera, hay mucha comida para los dos solos. Espero que no te hayas estropeado el hambre tomando tapas -dijo la mujer, mirándole con fijeza.

– No, no, tenemos mucho trabajo con el caso de Alfonso XII. Hace un rato he tenido que hablar con los padres.

– ¿Qué era el hijo? ¿Un bala perdida? Seguro que ha tenido un mal fin.

– Pues parece que vivía de manera muy normal -dijo Bernal-. De todos modos, creemos que fue asesinado.

– Ahí lo tienes. La gente decente no muere asesinada.

Tal vez no, pero a veces se esforzaba bastante por conseguirlo, pensó Luis, de manera sombría.

– ¿Qué entiendes tú por «Sábado de Gloria», Geñita?

– El Sábado Santo, claro. Hace años, allá en casa solíamos hacer tortas de especias y salir en procesión antes de la misa de la Vigilia Pascual. Era el mejor día festivo del año hasta que los cardenales de Roma lo rebajaron de categoría. ¿Por qué lo preguntas?

– Bueno, mira, el periodista muerto escribió esa expresión en un papel y me pregunto con qué objeto lo haría.

– Vamos, Luis, la escribió porque se acordó de Dios y de los padecimientos de Cristo en el Calvario en el último instante. No tiene por qué haber sido del todo malo.

– Sí, es posible que sea esa la explicación.

A Bernal le estaba sentando como un tiro el estofado y quería evitar una segunda ración por todos los medios a su alcance, aunque la atención de Eugenia estaba repartida aquel día entre la actriz que entrevistaban en el programa Aquí y ahora y el lamentable estado del canario, que yacía de costado en el suelo de la jaula emitiendo débiles quejidos.

Tras rehusar un pedazo del queso manchego y agrietado que la mujer le había ofrecido, cogió una naranja que comió con rapidez. Entonces dijo que tenía que marcharse en seguida para continuar la investigación.

– Te haré una tortilla para esta noche, cuando vuelvas a las diez -dijo la mujer.

Bernal no dejaba de asombrarse ante la incapacidad de su mujer para pensar en platos distintos de la socorrida y un tanto socarrada tortilla, en la que metía todas las sobras; y de éstas, lógicamente, había siempre notables cantidades.

Tres de la tarde

Tras detenerse a escuchar los titulares del telediario, referentes sobre todo a la desarticulación del Movimiento y a especulaciones varias sobre cuándo se quitarían el yugo y las flechas de gran tamaño y color rojo que ostentaba el balcón central de Alcalá 44, Bernal bajó en el ruidoso ascensor y salió al frío de la calle una vez más. Entró en el bar de Félix Pérez a tomarse un cortado y una copa de Carlos III.

Fue en taxi hasta la calle Barceló y, como de costumbre, bajó ante la cafetería Pablos, a unos metros del zaguán donde tenía su apartamento privado; anduvo luego calle abajo, hacia el Teatro Barceló, y se detuvo a mirar los anuncios. Seguro de que nadie le había seguido, abrió la puerta de la calle, subió en ascensor hasta el quinto y entró en el estudio.

Una vez rodeado de calor y comodidad, sus preocupaciones fueron desvaneciéndose. Se quitó la ropa de calle, se puso un albornoz e hizo sonar una «cassette» de Manon de Massenet en un magnetófono Hitachi. Ya tendido en la cama turca, comenzó a dar vueltas al caso Santos y a obsesionarse con la expresión «Sábado de Gloria». ¿Qué significaría? Santos no parecía hombre religioso ni había rastros de que hubiera trabajado en temas religiosos para la agencia; sólo podía tratarse de un asunto político o de índole privada. Poco a poco fue sumiéndose en una especie de sueño intranquilo.

Cinco de la tarde

Despertó con un sobresalto en la habitación a oscuras y buscó la pistola reglamentaria bajo la almohada.

Había intuido más que oído el chasquido leve de la cerradura y unos pasos suaves en el recibidor. La «cassette» de la ópera se había detenido hacía rato, aunque se oía un apagado zumbido en los altavoces.

Cuando se abrió la puerta y Bernal vio el perfil de la persona que entraba, mitigó la energía con que empuñaba el arma y volvió a acomodarse entre las sábanas. La persona en cuestión se desnudó en silencio, se dirigió de puntillas al cuarto de baño y cerró la puerta. Se oyó el rumor que suele producir quien se cepilla los dientes y luego el delicado silbido de un atomizador de perfume. Momentos después, la mujer se tendía en la cama, junto al hombre, y éste salía de su sueño fingido.

– ¿Qué hora es, Consuelo?

La mujer le acarició con la nariz y murmuró:

– Las cinco, Luchi.

– ¿Por qué has tardado tanto?

– Hubo problemas a la hora de cerrar la caja. Pero ya está arreglado.

– ¿Has comido?

– He tomado un bocadillo en Pablos antes de subir.

Se besaron, al principio con delicadeza, casi con timidez, y acto seguido con fruición. La mujer se apretó contra él, adaptándose a la corpulencia masculina y poco a poco se pusieron a hacer el amor.

Había conocido a Consuelo Lozano dos años atrás, mientras investigaba un atraco cometido en la sucursal bancaria en que trabajaba ella. Se habían sentido atraídos mutuamente desde el comienzo, aunque Consuelo tenía casi treinta años menos. Una chica tímida y torpe, había pensado él, con el verdadero y ticianesco cabello de la rubia natural española. Las rubias a la nórdica apenas si se veían en la península, aunque había muchas chicas que se las arreglaban para fingirlo con ayuda del agua oxigenada. Pero el color de los ojos y lo relativo de la estatura acababa siempre por dar al traste con la añagaza, por no hablar ya de las raíces negras del pelo cuando no se teñían habitualmente. Consuelo tenía ojos azul claro y la piel blanca. No se bronceaba bien al sol, pero era propensa a las pecas, que ella detestaba, por lo que no iba nunca ni a la piscina ni a la playa.

Cuando habló con ella, Bernal había descubierto que era la menor de cuatro hermanos, la única que había quedado en casa para cuidar de su madre impedida, que vivía cerca de la Glorieta de Quevedo. Tras solucionar el caso, Bernal la había invitado a tomar un café en el bar Dólar, en la esquina de Alcalá con la Gran Vía. Ella había aceptado tras muchas excusas, sin duda porque quería terminar cuanto antes la conversación que habían sostenido dentro del banco, ya que, a su juicio, los compañeros la estaban mirando con curiosidad. Tímida y balbuciente con los de su edad e incluso más jóvenes, se entendía mejor con los hombres maduros. Bernal pensó que ella buscaba una relación paternal, ya que la chica había perdido a su padre a los once años de edad, y poco a poco, después de muchas semanas, había terminado ella, por aceptarle en aquel papel. Le había costado seis meses convencerla de que fuese al estudio de Barceló y en aquella ocasión la había besado por primera vez. Le había hecho muchos regalos, que la confundieron, pero con el tiempo fueron compenetrándose más y más. Él le dio la confianza que a ella le faltaba y ella era una auditora simpática e inteligente de los problemas profesionales y familiares del hombre.

Hacía un año que ella había aceptado acostarse con él y aun así había tenido que ser a oscuras; el hombre había descubierto con asombro que a los veintisiete años ella era virgen aún. Bernal había sido muy cariñoso, pero despertó un volcán escondido de tal modo que un año después ella era la que llevaba la batuta en cuestiones de refinamiento sexual, alcanzando así Bernal unos estadios que nunca había obtenido con Eugenia, que consideraba el acto sexual, más o menos, la forma más indecente de procrear que a Dios se le había podido ocurrir. «Una ocurrencia propia de hombres», solía murmurar ella, cayendo casi en la blasfemia, según Bernal. Tampoco había alcanzado aquel gozo con ninguna de las mujeres de la calle con quienes había estado a lo largo de su vida matrimonial. Con Consuelo era como si la carne de ambos se fundiera en una sola, hasta el punto de no saber decir qué miembro era de uno y cuál de otro. Había una especie de reacción química entre ellos. Vale decir que nada de aquel cuerpo femenino le desagradaba. Parecía inodoro, siempre a la misma temperatura, un tanto más fresco que el suyo, como de suave terciopelo. El hombre volvió a caer en un tranquilo sueño.