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Seis de la tarde

Despertó al oír la ducha y tanteó en busca del interruptor de la luz que había junto a la cama, de la cajetilla de Kaiser y del mechero de oro marca Flaminaire que Consuelo le había regalado en Navidad. Reflexionó con cierto humorismo sobre la observación de Cela que había leído en una revista semanal a propósito de que la siesta de los españoles era el momento del cachondeo. Por lo menos sí lo era para él, ya que por la tarde iba mejor con su horario de trabajo. Los domingos, claro, había más radio de acción, así como en los días festivos, que el año anterior había pasado siempre con Consuelo, mientras su mujer se iba a su casa de campo o a los ejercicios espirituales organizados por el cura de la parroquia en algún convento lejano.

Nunca iba ni al teatro ni al cine con Consuelo por si le veía alguien conocido; raras veces comían juntos en Madrid y entonces sólo en los restaurantes modestos de cualquiera de los barrios que no estaban de moda. Habían salido juntos al extranjero un par de veces, en una ocasión a París, en Pascua del año anterior, y en la otra a Venecia, en verano, pero en ambos casos habían comprado los pasajes de avión por separado y no habían dado muestras de conocerse hasta llegar al punto de destino, donde se habían dirigido a un hotel inmediatamente. A fin de cuentas, el adulterio seguía siendo un delito en España, donde todavía no existía el divorcio, y se castigaba, por lo que tocaba a la mujer, hasta con seis meses de prisión.

Cuando salió Consuelo envuelta en una bata de seda verde y oliendo a colonia Je Reviens de Worth, Bernal se animó a tomar una ducha mientras ella hacía el café de la merienda.

– Te he traído esos pastelitos de chocolate y crema que tanto te gustan, Luis.

– Me vas a hacer engordar aún más, Consuelito. Sabes que no puedo resistirme.

Bernal se había dado cuenta de que ella le llamaba Luchi antes de hacer el amor y Luis a continuación. No estaba seguro de si ella pensaba que el primer nombre le hacía más viril, más macho, pero a él le gustaba, ya que nadie más se lo decía. Eugenia solía llamarle «Luisito», mucho más infantil.

Mientras se concedía otro pastelito, Bernal le hizo a Consuelo un rápido resumen del caso Santos.

– ¿Has comprobado su cuenta bancaria -preguntó ella con su habitual perspicacia- para ver si pagaba el alquiler del piso de su amiga por medio del banco?

– Paco tendría que estar haciéndolo ahora.

– ¿No tenía ninguna foto de ella? ¿Había alguna en la cartera? -dijo Consuelo.

– Prieto tiene todos los enseres personales mientras busca huellas. Lo sabremos esta noche.

– ¿Y la expresión «Sábado de Gloria»? ¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez fuera una especie de contraseña o el nombre de una operación de cualquier clase?

– Sí se me ocurrió, sí -dijo Bernal-. Recuerda que Franco y los generales que se rebelaron contra la Segunda República se sirvieron de la contraseña «Sin novedad» para que pasara inadvertida en los telegramas y demás. Supongo que la antigua forma de decir Sábado Santo llamaría poco la atención en Semana Santa.

– Pero eso quiere decir que, sea lo que sea, la cosa está planeada para Pascua -dijo Consuelo-, de lo contrario, esa misma expresión, en otra fecha, habría chocado. El día tiene, pues, que estar ya convenido.

– ¿Y tú crees que Santos lo descubrió y fue muerto para que no hablara? -preguntó Bernal.

– Bueno, todo esto suena a algo descabellado, pero es posible.

– No tan descabellado. Hace muy poco, sin ir más lejos, un tipo de la Segunda Brigada me dijo que habían desorganizado un complot fascista para matar al ministro del Interior y que sólo pudieron detener a los conspiradores y descubrir el depósito de armas tres días antes del señalado.

– ¿Por qué tan tarde? Seguramente se enteraron mucho antes -dijo Consuelo.

– Claro. Pero no se puede investigar muy a fondo en los asuntos de la Brigada Política. Hay demasiados nidos de intriga en medio de tantos sujetos que se pelean por lo puestos más altos.

– Habrá algunos a quienes no importe demasiado que un asesinato haga naufragar el barco de la democracia antes de zarpar siquiera.

– Me mantengo al margen de eso, Consuelo, aunque me temo que este caso va a ser conflictivo -le contó la entrevista con el director general.

– O sea que se han olido que hay trama política -dijo ella.

– Así parece. Será mejor que me vista y vuelva a ver lo que ha ocurrido.

– Y yo tengo que ir a comprar unas cuantas cosas para la cena de mi madre -dijo ella-. ¿Nos veremos mañana?

– Por supuesto que sí, cariño. Te tendré al tanto de este caso. Siempre me ayudas a aclarar las cosas.

– ¿Sólo soy eficaz en eso? -le espetó la mujer. Se abrazaron con pasión y el hombre hizo ademán de echarla otra vez al diván, pero ella se apartó y dijo-: Quieto, quieto, Luchi. Ya está bien por hoy. No puedes solucionar el caso Santos en la cama.

– Sí, será mejor que me vaya. Por cierto, desde hoy tenemos un inspector femenino.

Consuelo se esforzó en vano por ocultar el repentino brote de celos.

– ¿Es guapa? Ya sé que las prefieres jóvenes.

– Vamos, vamos, Consuelo, es un claro producto del régimen, recién salida de la academia y adiestrada en las más recientes técnicas de la defensa personal. No me atrevería.

– ¿Cómo se llama? ¿Y es guapa? -inquirió de nuevo Consuelo.

– Elena Fernández, hija de un rico contratista de obras, y sí, es bastante guapa y me considera un padre y un jefe de estado.

– Eso es porque te pareces al Caudillo, claro. No quiero ni imaginar lo que vería en ti.

Consuelo era mucho más izquierdista que Luis en cuanto a opiniones y doce años trabajando en un banco la habían vuelto fervientemente anticapitalista, sobre todo desde que trabajaba en el despacho del director y había presenciado algunos de los sombríos negocios concertados bajo la dictadura, así como la fuga de capitales con destino a los bancos suizos que había comenzado desde la última enfermedad de Franco y proseguido con mayor empeño después de morir éste.

– No te preocupes, Consuelito, no es mi tipo; bien sabes que sólo tú lo eres. De todos modos, es Ángel quien se encarga de llevarla por ahí, por orden mía.

– Dios proteja a esa pobre chica, en tal caso, a no ser que en la academia la hayan enseñado a tratar con animales salvajes -Consuelo sólo conocía a Ángel por lo que Bernal le contaba y, en punto a mujeres, se lo imaginaba tan voraz como una fiera.

– Por lo que ya he visto, creo que sabrá ponerlo en su sitio.

– Ya veremos. A lo mejor provocáis el gran escándalo con la primera inspectora embarazada.

– Vamos, vamos. Ella sabe bien lo que hace. Sus amigos le habrán dicho que los farmacéuticos venden la píldora bajo cuerda… -Bernal acabó de vestirse y se puso el abrigo-. Hasta mañana a las cuatro, entonces. No dejes que te pellizquen el pompis en el metro.

– Sabes que no me asustan esas cosas. De todos modos, iré andando hasta Fuencarral y haré la compra por el camino. Antes limpiaré esto un poco.

– Hasta mañana, cariño. Y cuidadito.

Siete de la tarde

En el despacho, Paco Navarro cavilaba sobre el informe de las huellas encontradas en el piso de Santos que Prieto había enviado. Las huellas femeninas, aparte de las de la mujer de la limpieza, eran demasiado borrosas y pardales para ser útiles; en realidad no había huellas de dedo índice o pulgar lo bastante buenas para cotejarlas en los archivos centrales del Documento Nacional de Identidad, trabajo que, en cualquier caso, habría ocupado días y hasta semanas. Había unas cuantas huellas útiles de un guante derecho, de textura algodonosa, encontradas en la cara interior de la puerta del balcón de Santos, así como en el piso contiguo. El guante se había manchado con aceite de alguna bisagra, explicaba el informe de Prieto, y se podrían comparar las huellas con el guante mismo o con otras dejadas en cualquier otro allanamiento de morada. Pero lo más probable era, según Navarro, que el asaltante hubiera destruí do o tirado los guantes después.