Bernal subió el tramo de escaleras que le separaba de la puerta de Marisol. El hedor era intenso y no le resultaba desconocido; en modo alguno se parecía al excremento canino.
Volvió a bajar y llamó a Ángel.
– Ve al patio y mira si hay alguna forma de entrar por detrás. Sí ves alguna ventana abierta, no entres.
– Vale. ¿Cree que ha pasado algo dentro?
– Estoy seguro, a juzgar por el olor. Haré que Elena se vaya y que venga Paco.
Pidió al portero que le dejara utilizar el teléfono y llamó al despacho.
– Paco, escucha. Creo que nos ha caído encima otro muerto, pero no podemos entrar en el piso. El portero dice que Santos tenía una llave, así que tráete el llavero que había entre sus efectos personales. Dile a Varga que se traiga herramientas y el equipo habitual, así como media docena de mascarillas de quirófano. El olor tira de espaldas. Ven tú con Varga. Voy a llamar a Peláez, al laboratorio anatómico. Ahora mismo envío a Elena en un taxi. Ella nos sustituirá en el despacho.
– De acuerdo, jefe, yo me encargo de todo.
Bernal marcó el número del Instituto Anatómico Forense.
– Doctor Peláez, por favor -hubo una pausa-. ¿Peláez? Soy Bernal. Creo que tengo otro para ti, en estado de descomposición avanzada. Aún no hemos entrado, pero lo sé por el olor. Creo que preferirás verlo tú el primero, antes de que nada se toque y antes de que entre aire fresco en el lugar para que pueda determinarse la temperatura del cadáver. Tiene que haber algo horrible ahí dentro. Necesitarás una máscara -y Bernal le dio la dirección.
– No entres -dijo Peláez-, ya sabes que no puedes aguantar estas cosas. ¿Has llamado a Varga?
– Sí, ya está en camino.
– Bien, él y yo entraremos los primeros y lo haremos solos. De ese modo los tuyos no trastearán nada ni borrarán rastros. Él y yo estamos acostumbrados a trabajar juntos.
Bernal suspiró con alivio y agradecimiento.
– Está bien, lo tendrás todo limpio y despejado -frase, por cierto, que según se comprobó luego, resultaría de lo más inapropiada.
Bernal vio a Elena esperando en el zaguán y dijo:
– Me gustaría que volvieras y ocuparas mi puesto en el despacho. Paco viene para acá.
– ¿Por qué no me quedo y tomo notas? -dijo ella con avidez.
– Ya vienen Peláez y Varga con un dictáfono de bolsillo; además será muy desagradable.
– ¿El olor…?
– Sí. Y ojalá no sea nada a lo que tengas que acostumbrarte.
La muchacha se puso pálida.
– Está bien. Buscaré un taxi.
– Buena chica. Yo volveré de aquí a un par de horas, espero. Mientras, ve al Gabinete Central de Identificación y diles que localicen a María Soledad Molina. Aún no sabemos el segundo apellido. Y llama al inspector Ibáñez, de los Archivos Generales de la Criminal. Dile que es de mi parte y que mire si la mujer tiene ficha.
– Lo haré, jefe. Hasta luego.
Once de la mañana
Ángel volvía ya del reconocimiento de la parte trasera de la casa.
– Hay una ventana que da al techo de la cocina de la portería. Está cerrada, pero he visto unos pequeños arañazos cerca del pestillo. Quizá podamos entrar por ahí.
– Eso destruiría una prueba importante. Esperaremos a Varga y a Paco. Tal vez traiga éste la llave de Santos.
– ¿Cuánto cree que lleva muerta?
– Bueno, aún no sabemos si la muerta es ella, pero juraría que se trata de un cadáver humano descompuesto. ¿Pudiste ver u oír al perro desde la ventana?
– No. Pero ¿cuántos días pueden haber transcurrido? Sin agua, el animal habrá muerto.
– Habrá que tener cuidado al abrir la puerta. Es posible que el perro esté ya rabioso -dijo Bernal.
– ¿No tendríamos que llamar al inspector encargado de la zona de la comisaría de Centro? Al fin y al cabo, es su territorio.
– Aún no. No quiero que Arévalo y sus huestes nos estropeen el escenario del crimen. Todavía no tenemos ningún cuerpo del delito, ¿verdad? Así que esperaremos a que entren Peláez y Varga, y entonces lo llamaremos. Por eso utilicé el teléfono de la portería y no la radio del coche. Estarán a la escucha, pero no sabrán que estamos aquí aún.
Paco Navarro llegó en aquel momento con Varga y sus hombres en el furgón de los técnicos.
– Traigo las llaves de Santos, jefe. ¿Abrimos la puerta?
– Hay que esperar antes a Peláez. Se enfadaría con nosotros si dejamos que baje la temperatura de dentro. Y con esto le sería difícil determinar el momento de la muerte. Pregunta al portero cómo va la calefacción aquí. Parece que se trata de una forma primitiva de calefacción central. He visto la caldera y el montón de carbón en el patio. Peláez querrá saber si se apaga por la noche y a qué hora se enciende por la mañana. El portero está como una tapia, de manera que tendrás que ser paciente y hacer bien las preguntas. Yo iré a hablar con los vecinos que viven enfrente de la casa de Marisol. Son los que más tienen que haberla visto. Ángel, tú vuelves al despacho o se te echará a perder el camuflaje. En este barrio se recuerda muy bien la cara de un policía. Ayuda a Elena con lo que queda de los papeles de Santos. Habrá más con lo que saquemos de aquí luego, me temo. Tal vez no resulte Marisol una lectora tan voraz ni tan redactora de cartas como su amigo.
– De acuerdo, jefe. Le esperamos en el despacho.
Bernal subió y llamó al timbre del primero derecha. La puerta se abrió con mucha cautela, hasta donde dio de sí la cadena de seguridad, y una mujer madura le miró con suspicacia.
– ¿Qué quiere? -preguntó.
– Policía -dijo él, enseñándole la chapa.
– ¿Y qué pasa? Será la fulana de ahí enfrente. Ya sabía yo que ésa andaba en algo malo, con tanto tío que entra y sale a todas horas.
El alboroto había hecho que otras vecinas de los pisos superiores se asomaran a la barandilla con curiosidad y Bernal le preguntó si podía entrar.
– Bueno, pero estoy fregando el suelo.
Cerró para quitar la cadena y acto seguido abrió de par en par.
– Pase, pase.
Lo condujo hasta una silla del vestíbulo. El piso estaba pobremente amueblado, pero limpio, gracias al estropajo, testimonio de lo cual eran las manos de la mujer.
– ¿Hace mucho que vive aquí María Soledad Molina? -preguntó Bernal.
– Hace menos de un año. No la veo mucho porque se pasa el día durmiendo. Y cuando vuelve de lo que podríamos llamar su trabajo pone el tocadiscos muy alto hasta las tantas.
– Entonces, ¿la frecuentaban muchos hombres por la noche?
– Yo sólo he visto a uno -admitió la mujer- y me parece demasiado elegante para ella. Un señorito es lo que parece, de buena familia, usted ya me entiende. Y no me explico cómo puede aguantar a esa guarra. Y con el perro que tiene. Siempre está ladra que te ladra y no para desde el sábado. Pero, claro, el portero no oye ni torta Ya le he dicho cien veces que haga algo, pero al tío imbécil no le importa lo que pase ahí dentro. Como él le da dinero… Esto era antes una casa decente, pero quién se acuerda ya.
– ¿Es éste el hombre que veía usted? -Bernal le enseñó la foto de Santos.
– Sí, es ése. El mismito, Pero ha salido un poco asustado, ¿no?
La mujer no se había dado cuenta de que el fotografiado era un cadáver, pero el instinto la hizo temblar.
– ¿Y qué ha hecho? -añadió la mujer.
– Nada delictivo, que sepamos. Es a la chica a quien queremos encontrar.
– O sea que no está en casa, ¿no? Bueno, yo no la veo desde el sábado a la hora de comer, que es cuando ella fue a la panadería y, de paso, sacó a mear al perro.