Выбрать главу

– ¿Definitivamente antes de que Santos se defenestrara en Alfonso XII el domingo por la tarde? -preguntó Bernal.

– Ah, ahí está el nexo ¿verdad? Sí, estoy seguro de que ella murió antes. ¿Sabes si iban a casarse? La chica está vestida con una versión resumida de un traje de novia blanco.

– No tengo la menor idea -dijo Bernal-. Ya lo averiguaremos.

– Bien, vamos a llamar a una ambulancia y trasladaremos el cadáver a Santa Isabel. Acuérdate de recoger todas las píldoras y medicamentos que encuentres.

Y toda la comida, la bebida, así como las sobras. Me temo que habrá que sacrificar al perro. A fin de cuentas, ha comido carne humana mientras ha permanecido encerrado, casi tres días. Por desgracia, la puerta de la cocina estaba cerrada; de otro modo, habría podido hacerse con la comida que la chica había dejado fuera y con el agua sucia del fregadero. Habría podido sobrevivir así sin tener que comerse a su dueña. De todos modos, tendré que mirarle el duodeno al animal, para ver qué es lo que ha ingerido. Te recomiendo que eches un poco de desodorante ahí dentro una vez que se hayan llevado el cadáver y recogido las muestras.

– Gracias por todo, Peláez. Es un asunto demasiado siniestro.

– De ningún modo. Ya te dije que deseaba encontrarme con algo bien difícil. La causa de la muerte puede haber sido el Seconal, si no otra cosa.

– ¿Otra cosa?

– Ah, sí, he olvidado decírtelo. Era drogadicta. Tal vez heroína que se introducía con una jeringuilla de cristal en la sangría del brazo izquierdo. Y desde hace mucho tiempo, me atrevería a decir. Harías bien en buscar la droga y la jeringuilla. Las tendrá escondidas en alguna parte.

En el momento en que Peláez se alejaba, llegó un coche patrulla blanco con chillidos de sirena y dos inspectores y tres grises del barrio salieron de un salto. Bernal fue a saludar el inspector Arévalo y a explicarle cómo habían descubierto a la chica muerta. Arévalo pareció confundido por aquella intromisión en su territorio, pero dijo que, naturalmente, él habría llamado a la DGS en el acto. Bernal se dijo que no se lo creía y que el análisis médico lo hubiera hecho probablemente a tontas y a locas el cirujano de la policía local, en caso de haberse enfocado el suceso de manera aislada.

– Arévalo, yo ni siquiera he entrado aún, ya que estimé más oportuno dejar que los expertos médicos y técnicos hicieran la prospección preliminar. ¿Querría acompañarme ahora?

Arévalo parecía considerar aquello como algo suyo por derecho propio y Bernal pensó que cambiaría de opinión en cuanto entrase en el piso de la muerta. Ya en el umbral, Arévalo aceptó de mala gana ponerse la mascarilla que le dio uno de los ayudantes de Varga, Bernal se encasquetó la suya y los dos entraron ayudándose de una potente linterna.

– Por favor, Arévalo, no toque nada todavía. Esperamos que venga Prieto con el polvo para las huellas. Al parecer se forzó la entrada por la ventana de la cocina.

– ¿Se forzó la entrada? -preguntó Arévalo-. ¿No es un caso de suicidio por sobredosis?

– No estaremos seguros mientras Peláez no nos diga más. Lleva muerta desde el sábado o primeras horas del domingo, según él, cosa que explica el hedor.

Bernal procuró dominar las náuseas cuando entraron en la estancia principal, que en realidad hacía de salita y de dormitorio. Marisol tenía un aspecto grotesco con la cara ennegrecida, rígidas las aletas de la nariz, los ojos abiertos como platos y la mirada fija; y Bernal se preguntó si en aquel estado, las pupilas podrían revelar todavía signos característicos de la toma de heroína. Comprobó que no había rastro alguno de jeringuilla, cucharilla o recipiente con drogas ni junto a la cama ni debajo de ella. Varga no había comunicado el hallazgo de nada parecido, de modo que tendrían que esperar a la minuciosa búsqueda que seguiría al levantamiento del cadáver. El perro había desgarrado salvajemente el hombro y el brazo derechos, y las moscas estaban muy ocupadas en aquellos puntos. El vestido blanco parecía demasiado sencillo para ser de novia, ya que estaba cortado en forma de V hasta los muslos, aunque el velo de tul era bastante convincente.

– Arévalo -dijo-, ¿le parece a usted un traje de novia?

– No del todo, comisario. Parece más bien el indumento que las individuas que hacen estriptis se ponen en el número final. ¿No bailaba en un club nocturno?

– Sí, creo que tiene usted razón. Pero ¿por qué se metería en la cama con eso puesto?

– Tal vez se lo estuviera probando. Mire, hay un pedazo de raso blanco junto a la máquina de coser, en aquel rincón -Arévalo señalaba con la linterna.

– Pero lo lógico es que se lo quitara para meterse en la cama -objetó Bernal.

– Es posible que estuviera cansada, que se echara sólo un rato y que fuera entonces cuando se tomara los somníferos.

A Bernal no le convenció aquello, pues encontraba inverosímil que una mujer se metiera en la cama con un vestido que se estaba haciendo, sin que importase mucho el lugar donde hubiera de lucirlo.

– Vámonos fuera a que nos dé un poco el aire, Arévalo. Ya hemos cumplido en lo tocante a la inspección del cadáver.

Resolvieron fumarse un cigarrillo en la puerta de la calle, mientras uno de los grises se las ingeniaba para impedir que bajasen las curiosas vecinas de arriba y los dos restantes vigilaban la puerta del piso y la principal.

Llegó una ambulancia y, al mismo tiempo, el coche que transportaba a Prieto y a su ayudante, aunque Bernal les dijo que esperasen a que se levantase el cadáver. Insistió a los enfermeros de la ambulancia en que no tocaran nada de dentro. Varga se ofreció voluntario para inspeccionar el levantamiento, puesto que Peláez ya se había marchado. El clima de expectación que dominaba a las vecinas cesó al mismo tiempo que los murmullos. Hubo exclamaciones de desilusión cuando los enfermeros sacaron el cadáver encerrado en un cilindro de fibra de vidrio violeta, de manera que los cuellos estirados no pudieron ver nada. Sólo un sollozo, seguido por la risa nerviosa y natural en aquellas ocasiones, interrumpió el profundo silencio. La ambulancia se fue y decreció la tensión.

Los enfermeros habían rociado el colchón de la cama con un desinfectante fuerte y habían dejado algunos atomizadores llenos junto a la puerta de entrada. Prieto y su auxiliar entraron en aquel momento para espolvorear en busca de huellas y comenzaron a encender las luces en cuanto hubieron terminado el espolvoreo y la toma fotográfica de los interruptores.

Bernal llamó a Varga.

– Quiero que entres ahora y busques una jeringuilla y cualquier cosa que pudiera contener heroína. Que Prieto busque huellas en ambos.

– De acuerdo. Ya se me ha pasado el mareo y el olor se irá en cuanto abramos las ventanas. Por cierto, he mirado las señales de la palanqueta por fuera y parecen iguales a las de Alfonso XII, aunque menos marcadas. Es posible que se haya empleado la misma herramienta, pero empuñada por manos distintas. Aunque se dejó un trozo de pantalón en un clavo cuando se encaramaba.

Enseñó a Bernal el trozo que había puesto con cuidado en una caja de cartón de las que se usan para guardar muestras. La tela se le antojó curiosamente conocida y de pronto se le ocurrió que podía tratarse muy bien del pantalón reglamentario de un policía de uniforme.

Doce y media de la tarde

Bernal explicó a Arévalo sus sospechas relativas a la muerte de María Soledad Molina y su vinculación con la de Raúl Santos, ocurrida el domingo por la tarde.

– No hay duda de que eran amantes y de que los dos han muerto en circunstancias sospechosas. Espero que me permita encargarme del caso en conjunto mientras que usted, por supuesto, se ocupa de los detalles de la muerte de la joven, que se ha dado en su zona -Bernal tuvo cuidado de no mencionar los aspectos políticos.