Arévalo parecía inclinarse ante lo inevitable.
– En esta ocasión me sentiré muy honrado de pedir ayuda oficial a la DGS, a causa de su relación con el caso del barrio del Retiro, que usted investiga, y puede contar con mi colaboración para lo que sea.
– Gracias, Arévalo, eso simplificará mucho las cosas.
Bernal sabía que Arévalo era un policía cortado según el modelo reglamentario de la vieja escuela: nunca brillante, pero eficaz a la larga mientras obedecía la rutina. Bernal estimó que sin duda sería de derechas, aunque dentro de la ortodoxia.
– ¿Cree usted que el tal Santos mató a la chica y luego se quitó de en medio? -preguntó Arévalo.
– Esa teoría sería bastante sensata si no fuera por la hora probable en ambos casos y por el forzamiento de la ventana en el que aquí nos ocupa. ¿Por qué iba a forzar la entrada si tenía una llave en el bolsillo? No hay ningún cerrojo en la puerta que pudiera impedir a la chica que entrase. Es verdad que el perro no parece haber atacado al intruso, pero no sabemos aún cómo se trató al pobre animal. Peláez nos lo dirá en cuanto haya hecho la autopsia a la chica y al perro.
– ¿Al perro? -preguntó Arévalo.
– Sí, habrá que sacrificarlo y hacerle la autopsia. En cualquier caso, no se le puede dejar con vida después de haber comido carne humana.
Arévalo palideció al oír aquel detalle y dijo:
– Bueno, que los expertos cumplan con su deber. Dejaré un guardia en la casa. Seguramente volverá su ayudante esta tarde para supervisar la investigación de los detalles. Informaré oficialmente al juez de guardia.
– Si no le importa -dijo Bernal-, pregúntele si hay inconveniente en que el caso se traslade al juzgado 25, que es el que estaba de guardia el domingo, teniendo en cuenta la estrecha relación que hay entre los dos casos.
– Así lo haré, comisario. ¿Puedo llevarle a Gobernación en el coche?
– Gracias, pero ya tengo un coche esperando. Seguramente nos veremos después.
– Eso espero -murmuró Arévalo sin mucho entusiasmo.
Una de la tarde
Bernal encontró a Elena y Ángel terminando de mirar los efectos personales de Santos.
– Jefe -dijo Elena-, eche una ojeada a esta caja de cerillas que he encontrado.
Bernal tomó nota del nombre del club nocturno que aparecía en ella, el Sunrise, sito en la no bien afamada calle de la Ballesta, detrás de la Gran Vía.
– Tal vez sea el sitio en que trabajaba ella -dijo Bernal-. Elena, podrías dejarte caer por allí, tú sola, y preguntar por Marisol Molina, como si fueras una antigua amiga. Pero ponte un poco más de maquillaje para que sea más convincente.
– En seguida. ¿Cree que estará abierto?
– No, pero seguro que hay alguien limpiando o haciendo lo que sea. Llévate una foto de la chica en el bolso, por sí te hace falta. Procura imitar el acento extremeño. ¿Qué tal tu habilidad imitatoria?
– Se me dio muy bien en la escuela. A menudo me castigaban por ello.
– Ten cuidado y que no te ofrezcan el puesto de Marisol en el número del desnudo -metió cizaña Ángel.
Elena le sacó la lengua.
– Procura descubrir si trabajó el sábado -le dijo Bernal cuando la joven estaba a punto de salir-, y en caso negativo, si se inquirió a propósito de su ausencia. ¿Ha llamado el inspector Ibáñez del archivo general, por cierto?
– No, aún no. Dijo que haría lo que pudiese.
– Buena suerte, Elena, en tu primer trabajo en solitario. No utilices el carnet de identificación y la pistola más que en caso de auténtica necesidad.
– No pase cuidado, me acordaré. ¿Verdad que es emocionante?
Una vez que se hubo ido, Bernal le pidió a Ángel telefonease a la Brigada de Estupefacientes.
– Pregunta si saben algo de María Soledad Molina. ¿Aún no sabemos el segundo apellido?
– Sí, es Romanos. -Cogió una ficha y leyó en voz alta-: María Soledad, nacida el 3 de julio de 1957 en Montijo, Badajoz. Soltera. Hija tercera de José María Molina Barba, albañil, y de María Josefa Romanos Ponce, sirvienta. No se tiene la menor noticia relativa a sus antecedentes. Vino a Madrid hace unos dos años. Su trabajo oficial, según el carnet de identidad, era camarera.
– Bueno, la ascendieron un poco -dijo Bernal.
Sonó el teléfono y contestó Ángel.
– Es para usted. De la Dirección General.
Bernal hizo una mueca y tomó el auricular.
– Sí. Buenos días, señor director. Sí, hemos encontrado a la novia de Santos, muerta, en un piso de Lavapiés. Tal vez por sobredosis de drogas, aunque hubo allanamiento de morada.
Hubo un breve silencio mientras Bernal escuchaba lo que el director general le decía. Entonces añadió:
– Bueno, claro que sospechamos que los dos casos están relacionados. Es posible que estemos ante dos asesinatos. Peláez nos ayudará a saberlo -escuchó otra vez durante unos minutos. Luego prosiguió-: No, señor director, no creo que se pueda admitir como un caso de suicidio concertado; la prensa se olería algo raro, sin duda. Sí, ya sé que el informe provisional mencionaba una pelea entre él y ella hace unos diez días en un bar -era evidente que el director no había perdido el tiempo.
– No se preocupe por eso. No habrá declaraciones a la prensa, por ahora, en lo que toca a la joven -Bernal tuvo ganas de devolver el golpe-. ¿Sabe ya algo acerca de nuestra propia seguridad interior, señor director?
Nuevo silencio. Y Bernal continuó:
– Ya sabe, la intrusión de anoche en el departamento de huellas dactilares y la desaparición de ciertas pruebas relacionadas con el caso Santos. Sí, sí -escuchó durante un rato-. Bueno, espero que llegue usted al fondo. Si no podemos contar con seguridad en nuestro trabajo, lo que hagamos no servirá para nada -colgó con cierta satisfacción-. Esto los tendrá calladitos durante un par de días. Siempre se ponen nerviosos cuando se les echa en cara algún asunto interno.
Ángel sonrió con aprobación y Bernal añadió:
– Me gustaría que tú y Elena os quedaseis aquí esta tarde para embalar el material de Santos y dejar el despacho a disposición de los efectos encontrados en el piso de Marisol. No sé si habrá muchos en lo que afecta a papeles. Parece más la casa de una costurera o de una modista. Muchos rollos de tela y útiles de coser. Es una suerte que tengamos a Elena para que les eche un vistazo en nuestro lugar. Paco puede quedarse allí para preparar el material y enviárnoslo con los hombres de Varga.
– Muy bien. Llamaré a Paco por el teléfono de la portería.
– Así se hace. Me voy a comer mientras dura este respiro. Hasta luego.
Una y media de la tarde
Elena subió por Montera, hecha un manojo de nervios, y cruzó la Gran Vía por el paso subterráneo de la estación de metro de José Antonio, delante mismo de la Telefónica. Cuando hubo recorrido la Gran Vía hasta donde se hallan los almacenes Sepu, giró por la calle lateral de Gonzalo Jiménez de Quesada y se detuvo para realzar el maquillaje ante los escaparates de los almacenes antes mencionados. Con un aspecto ya del todo normal, según pensaba, tras haberse puesto una gruesa película de reluciente lápiz de labios y un denso sombreado de ojos, giró a la izquierda por la calle del Desengaño. Más de una vez se había preguntado por qué se llamaría así y un compañero de la Facultad le había contado la leyenda de un libertino del siglo XVII que había seguido cierta noche a una dama velada por aquella calle para descubrir que era una momia bien conservada, ataviada de terciopelo rojo.
Dada la actual reputación de la calle, pensaba Elena que podía aplicarse al destino de tantas chicas de la clase obrera procedentes de los barrios periféricos y de los pueblos que acudían a aquella zona con la esperanza de atesorar grandes cantidades de dinero gracias a la prostitución y que por regla general terminaban en la miseria, la drogadicción y el descalabro social.