La comida se inició con una sopa de ajo hecha deprisa y corriendo, con mucho aceite de oliva, pan duro y ajo, en la que en el último momento puso un huevo crudo, el cual se había cuajado en hilachas. Comió lo que pudo, en silencio, y luego la mujer le sirvió un plato de huevos escalfados con vino, presentados en pequeños montículos rodeados de lonchas de jamón serrano de su pueblo y recubiertos de salsa de tomate natural. Era uno de sus mejores platos, aunque lo servía casi frío, y Bernal aprovechó aquel raro acierto gastronómico.
– ¿En qué caso andas hoy? -preguntó la mujer.
Bernal le contó por encima lo de la chica muerta y el grotesco descubrimiento del cadáver.
– Es espantoso. ¿Supongo bien si digo que llevaba mala vida?
– Sí, más o menos.
Casos como aquél servían sencillamente para confirmarle la impresión general que tenía de la sociedad humana y el precio que se pagaba por apartar los ojos de Dios. Bernal seguía deseando el día en que pudiera investigar un caso de estupro con curas implicados, a ver si le quitaba a Eugenia algunas de sus obsesiones.
Tras alegar que tenía mucho trabajo en el despacho, Bernal se cambió de traje y se puso una corbata nueva de seda. Se despidió de Eugenia y bajó a la calle, que a duras penas procuraba calentar un sol pálido. Se detuvo en el bar de Félix Pérez, según solía, para tomarse el cortado y la copa de Carlos III. Luego llamó a un taxi y se dirigió al piso de la calle Barceló.
Consuelo había llegado ya y se preparaba un poco de comida en la cocina.
– Hola, Luchi, llegas pronto.
– Tú también, cariño -dijo el hombre, abrazándola por detrás e inclinándose para besarla.
– Cuidado, que se me derrama la sopa -dijo ella-. ¿Cómo te va el caso Santos?
Adoptó una expresión preocupada cuando él le contó lo del hallazgo del cadáver de Marisol y le daba algunos, no todos, de los macabros detalles.
– Es horrible, Luchi. ¿Crees que también a ella la mataron?
– Peláez nos lo dirá esta tarde, espero. Tendré que volver a eso de las cinco para encontrarme con él.
– Bueno, no tenemos mucho tiempo. Pero déjame tomar un poco de sopa. Hemos tenido una mañana de negros en el banco, entrando y saliendo gente con ganas de arreglar sus cuentas antes del puente de Pascua. Ya tuvimos jaleo el sábado y ayer, todos querían dinero en metálico para costearse sus cinco días en Benidorm o en Palma. ¿Qué te ha pasado en la mano? -tanteó el parche adhesivo con que Bernal había reemplazado la venda del farmacéutico.
– Me corté al coger uno de los cacharros de Eugenia, que se me rompió en las manos. Me lo curó un farmacéutico.
– Ten cuidado, no vayas a coger el tétanos.
Bernal había estimado más prudente no decirle nada de la agresión del chulo en el callejón y la desaparición de la navaja automática.
Cuatro y media
Mientras se vestían, le preguntó Consuelo:
– ¿Has sabido algo más sobre lo que significa «Sábado de Gloria»?
– No, salvo la posibilidad de que algo que se planea ocurra el sábado que viene.
– ¿Se te ha ocurrido pensar en las iniciales, SDG? Me esforcé en vano pensando que pudiera tratarse de una variante de DGS, la Dirección General de Seguridad -Bernal recordó que la joven tenía una cabeza crucigramática que a menudo enfocaba las cosas como si fueran acrósticos o anagramas.
– Es un poco descabellado, aunque Varga encontró un pedazo de tela fuera del piso de la muerta que parecía pertenecer al pantalón de un policía de uniforme.
– Ahí lo tienes -exclamó la mujer en son de triunfo-. Se trata de un complot fascista que traman algunos de tus colegas extremistas. No me sorprendería que fuese difícil solucionarlo, con todos encima de ti y escamoteándote las pruebas. ¿En quiénes puedes confiar?
– Bueno, en los de mi grupo, salvo la nueva chica, Elena. Es una franquista de pura cepa. ¿Crees que me la han enviado a propósito?
– Espero que sí -dijo ella, con entusiasmo, contenta en secreto de que aquel escollo de posible competencia sexual quedara ensombrecido-. ¿Y los demás? ¿Confías en ellos?
– Totalmente en Navarro y en Ángel; los otros dos, Carlos Miranda y Juan Lista han librado esta semana. De todos modos, confío en ellos plenamente.
– ¿Y en los técnicos?
– Bueno, Varga y Peláez son viejos amigos y profesionales de los pies a la cabeza. Lo mismo Esteban Ibáñez, del archivo general. Prieto, el de la huellas, es el único dudoso, y es en su departamento donde se ha perdido una prueba y se han estropeado otras, aunque jura que no sabe cómo ocurrió.
– ¿Y en los de arriba?
– Es difícil decirlo. El ministro, claro, es uno de los más incondicionales del nuevo Gobierno y es posible que ni siquiera él esté seguro de saber en quién puede confiar en la Secretaría y en cuáles de los subdirectores. A muchos de éstos los nombraron antes de su ministerio. Si yo tuviera pruebas más sólidas de que se trata de un complot político, tendría que ir al director general de Seguridad y dejar el caso en manos de la rama sociopolítica, la Segunda Brigada, como se le llama ahora. Esto sería lo apropiado, según las normas. Pero el problema estriba en que puede haber ahí gente complicada que acaso entorpezca la investigación para que el complot se lleve a cabo.
– Estoy asustada -dijo la mujer-. ¿No me dijiste que hace un par de semanas hubo un plan para matar al ministro?
– Me lo dijo Esteban, pero la Segunda Brigada detuvo a los cuatro conspiradores alemanes tres días antes de la fecha señalada. Ahora ya están fuera del país, de manera que no se les podrá procesar. La cosa es que la Internacional Fascista ha tenido libertad absoluta de movimientos durante la dictadura y ponerse a controlar ahora a todos sus miembros representaría un trabajo considerable. El país está lleno de exiliados de Cuba, Santo Domingo, México y Argentina, así como inmigrantes de Italia y Francia; incluso de sujetos que salieron de Alemania al terminar la guerra. Un auténtico hervidero. Recuerda que nosotros y los portugueses fuimos el paraíso de los fascistas durante más de cuarenta años y ahora, por si esto fuera poco, tenemos además a los fascistas portugueses. Y mientras que los portugueses quisieron deshacer el nudo gordiano de la noche a la mañana, a nosotros nos va a costar años de paciente democratización el sanear esto un poco, si es que nos las arreglamos sin que venga otro general listo a «salvarnos».
– Ten cuidado, Luis. Ve directamente al ministro si es necesario.
– Pero es que, si lo hago, todos se me echarán encima como una manada de lobos: violación del protocolo, falta de respeto al «conducto reglamentario», etcétera, etc. Imagínate el revuelo que se armaría.
– Bueno, pero piénsatelo muy bien antes de ir a los directores generales. Es posible que sean todos unos franquistas acérrimos.
– Tendré cuidado, no te preocupes.
– Pues claro que me preocupo. Llámame y tenme al corriente de lo que pasa.
– Lo haré en cuanto sepa algo. Ahora tengo que volver para encontrarme con Peláez.
Cinco de la tarde
Ya en el despacho, Bernal se encontró con una Elena sin aliento, que le contó precipitadamente lo ocurrido en el club Sunrise y cómo Ángel había enviado al Instituto de Toxicología, para su análisis, el sobre de polvo blanco que le había dado la anciana. Estaba casi segura de que era heroína, ya que dejaba en la punta de la lengua el amargor característico de aquélla.
– ¿Pasamos la noticia a la Brigada de Estupefacientes para que hagan una redada? -preguntó la joven.
– Aún no -dijo Bernal-. Daría al traste con nuestras investigaciones. Paco puede ir más tarde y hablar con el director sobre el trabajo de Marisol y su ausencia del sábado. Lo más seguro es que Estupefacientes tenga ya fichado el local, que será de los que cambian de nombre y dirección cada seis meses, mientras que el propietario permanece en la trastienda. Saben de sobra lo que ocurre en esos sitios y andarán tras el camello más importante, no tras el detallista.