Entonces entró Ángel.
– Jefe, ¿le ha dicho que le ofrecieron sustituir a Marisol?
– Vamos, Ángel -dijo Elena, totalmente ruborizada-, me prometiste que no le dirías nada al comisario.
– Supiste utilizar el maquillaje -dijo Bernal.
– Gracias, es el único cumplido que me han dicho hoy.
En aquel momento llegó el doctor Peláez con cara de estar muy satisfecho de sí mismo.
– Bernal, se trata de un caso típico. He abierto el cadáver y traigo aquí mi informe provisional. Como sabes, no hay señales exteriores de violencia, salvo las huellas de inyección del brazo izquierdo y las heridas infligidas por el perro. Mi conclusión provisional es que la muerte sobrevino por una dosis masiva de heroína, más de quince decigramos, me atrevería a decir, aunque la cantidad exacta nos la proporcionará el toxicólogo. Le he enviado parte del tejido cerebral, un pulmón, un riñón y una muestra de tejido muscular.
Elena palideció ante aquellos detalles.
– No he encontrado rastros -añadió Peláez- de intoxicación por barbitúricos. No creo que tomara ninguno aquel día. Ah, la hora de la muerte. El estómago está prácticamente vacío, lo que indica que murió entre dos y seis horas después de la última comida. Los restos de la cocina y lo que averiguasteis por los vecinos sugieren que solía comer entre la una y las tres de la tarde, más o menos, lo que situaría la hora de la muerte entre las cuatro de la tarde y las diez de la noche del sábado. La descomposición, acelerada por la estufa eléctrica, encaja con estos cálculos. Me temo que no puedo ser más preciso. Sus condiciones físicas eran medianas, habida cuenta de su drogadicción, y la repentina sobredosis, muy por encima de lo que estaba acostumbrada a inyectarse, tuvo que dejarla inconsciente y provocarle luego, una hora después de la inyección aproximadamente, un paro cardíaco. Ya sabéis que casi toda la heroína que se vende por ahí suele contener entre un cinco y un ocho por ciento de droga pura, que por lo general se mezcla con lactosa o leche en polvo. Alguien debió de darle una heroína casi pura, o por error o con ánimo de matarla. Es difícil saber de dónde pudieron sacarla, a no ser que procediera de un «camello» importante, porque los detallistas la reciben ya mezclada. Éste es el único lado intrigante.
– ¿Se inyectó ella? -dijo Bernal.
– Bueno, ni encontramos jeringuilla, ni cucharilla, ni cerillas junto a la cama. Pero, en teoría, pudo tener fuerzas suficientes para esconder los aparejos antes de caer inconsciente. Si no fuera por algo más.
– ¿Y qué es? -preguntó Bernal.
– Bueno, ése es el otro aspecto misterioso. Como he dicho, he enviado un pulmón al toxicólogo, por si se hubiera empleado un veneno gaseoso. Abrí el otro por mi cuenta y advertí un suave olor a éter. Ahora bien: yo no guardo ningún frasco de éter en la sala de disección y en el piso de la chica no había ninguno. Lo que me sugiere que un agresor la dejó inconsciente y que luego le inyectó la dosis mortal de heroína. Tendremos que esperar a ver qué dice el toxicólogo.
– ¿Y qué hay del perro? -preguntó Bernal-. No habría permitido que anestesiaran a su dueña.
– Lo mismo pienso yo y con la colaboración de mi ayudante lo he enviado al otro mundo de la forma más humana posible. Lo abrí y observé uno de los pulmones, pero no había nada, claro, porque había seguido viviendo durante tres días y, por lo que tenemos que reconocer, no recibió inyección alguna. He enviado también el otro pulmón al toxicólogo por si puede encontrar rastros de éter. El estómago del perro contiene tejidos humanos, por supuesto. Es posible que el pobre animal sólo se atreviera a tocar el cadáver en el último día de cautiverio. De cualquier modo, los perros prefieren la carne corrompida.
Los tres oyentes se estremecieron al oír aquella observación, aunque Peláez parecía más bien indiferente.
– Esforcémonos -dijo Bernal- por reconstruir lo sucedido. Llaman a la puerta aquella tarde, mientras la chica se prueba el nuevo vestido de trabajo. Encierra al perro en la sala de estar para que no eche a correr. Abre la puerta sin echar una ojeada por la mirilla, tal vez pensando que es el novio que quiere hacer las paces. No hay teléfono en casa, de modo que él no puede llamar antes de subir. El agresor o, digamos, los dos agresores, la reducen entonces con un paño empapado en éter y la chica se desmaya. Oyen al perro que ladra dentro y uno de ellos coge el paño empapado, abre despacio la puerta de la salita, atrapa al perro con una mano enguantada y lo pone fuera de combate. Luego trasladan a la chica a la cama, buscan su jeringuilla, preparan una fuerte solución de heroína, o tal vez la llevaran ya preparada, y le inyectan… una dosis suficiente para matarla.
– ¿Por qué tuvo que haber más de un agresor? -preguntó Peláez.
– Porque en las baldosas del suelo no encontramos señal alguna de que la hubiesen arrastrado y, sin embargo, ella llevaba zapatillas de suela de goma. De modo que la pusieron fuera de combate sin ningún forcejeo.
– Pero -objetó Ángel-, ¿qué me dice del forzamiento de la ventana de la cocina? ¿No entrarían por ahí?
– Muy bien, oigamos tu versión de los hechos.
– El agresor o los agresores forzaron la ventana de la cocina con una palanqueta. El perro ladra y ella va a ver qué ocurre. En aquel momento se probaba el nuevo vestido para el espectáculo nocturno o quizá le estuviese dando los últimos retoques. Un asaltante la duerme mientras el otro se ocupa del perro. La llevan a la cama y luego se ponen a rebuscar por la casa -Elena le miraba con admiración-. Aunque, jefe, ¿qué buscaban?
– En seguida vamos a eso -dijo Bernal-. Primero estudiemos tu explicación con detenimiento. La ventana de la cocina es muy pequeña. Les habría costado un poco entrar por ella. Sin embargo, el perro los oye desde el primer momento. Marisol corre a ver qué pasa. Al ver al primer individuo que entra, habría tenido tiempo de correr a la puerta, bajar a la portería y pedir ayuda por teléfono. Además, el perro se les habría echado encima antes de que entraran del todo.
– Entonces es que la chica dormía -dijo Ángel-, o estaba en la cama ya drogada y encerrada con el perro.
– No se habría acostado con el vestido nuevo; el raso se le habría arrugado -repuso Bernal-. ¿Y qué necesidad habrían tenido de dormirla con éter si ya estaba drogada? ¿Cómo se vincula tu reconstrucción con lo ocurrido en la casa de Santos al día siguiente? Recuerda que hay completa seguridad de que hubo dos tandas de intrusos.
– Entonces, usted piensa que los primeros entraron por la puerta y la drogaron para matarla -dijo Ángel-, y que los segundos entraron después por la ventana y la encontraron ya muerta o agonizando.
– Esto parece lo más probable -dijo Bernal.
– ¿Y cuál fue el motivo en ambos casos? -preguntó Peláez, que se había interesado mucho en aquella reconstrucción teórica.
– De eso no estamos seguros -dijo Bernal-. Es probable que los primeros intrusos, los agresores, cogieran la llave del bolso de Marisol y la pusieran en la cerradura por dentro cuando se fueron, que uno la hiciera girar dos veces con unas pinzas y que el otro vigilase las escaleras. Se tomaron todas estas molestias para hacer creer que Marisol se había chutado sola. Además, cogieron del bolso de Marisol la llave del piso de Santos, que tenían que utilizar al día siguiente. Los segundos intrusos, los allanadores, no tenían ninguna llave de ninguno de los dos pisos. Por ello creo que Marisol abrió la puerta a los primeros, pensando que podía ser Raúl que quería hacer las paces tras la pelea.
Ángel parecía desconcertado.
– Si los primeros hicieron todo aquello para llevarse documentos u objetos de valor -dijo-, ¿quiénes eran los segundos y cómo sabían lo que había ocurrido?