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Consultó la hora y decidió unirse a la marea de pasajeros de la Línea 2, que transportaba a oficinistas y empleados desde Ventas hasta Sol. Tenía que hacer lo posible por estar en el despacho a las ocho y media para dar ejemplo a su grupo, que seguía siendo el que de mejor reputación gozaba en toda la Brigada Criminal. También, naturalmente, porque esperaba a un nuevo inspector subalterno aquella misma mañana; recordaba el oficio que le había llegado de Personaclass="underline" «Fernández Ruiz, E., 28, Inspector de segunda.» Habría preferido reclutar a sus propios hombres, como antaño, pero en aquellos días los de Personal solían enviarle cualquier recién salido de la Escuela General de Policía, sin más norma de selección que el capricho. Pese a todo, si Fernández resultaba incompetente o incompatible, se las arreglaría para que lo traspasaran a otro grupo.

Ocho y media de la mañana

Cuando salió jadeando de la boca de la estación de la Puerta del Sol y se internó en la estrecha calle Carretas, a lo largo del antiguo edificio de Gobernación, que aún albergaba el Ministerio del Interior y buena parte de la Dirección General de Seguridad -impopularmente conocida como la DGS-, Bernal vio al doctor Peláez, el patólogo de la policía, que cruzaba el umbral, sin duda para llevarle el informe relativo al muerto de Alfonso XII. Peláez llevaba gafas de vidrio grueso, era bajo de estatura, gordo y calvo como un huevo. Era célebre su tremenda energía física: Bernal le había visto hacer seis y siete autopsias en un solo día y sospechaba que habría estado en pie hasta la una o las dos de la madrugada en aquel caso, y que luego habría mecanografiado el informe personalmente en su casa. Años atrás, Peláez había intentado curar a Bernal de su aprensión a los cadáveres, instándole a que pensara en el cuerpo humano como los ingenieros en las máquinas, con la única diferencia de que el aceite empleado era rojo. Tal enfoque no había hecho que Bernal abandonara su sensación de malestar ante la sangre derramada y la putrefacción, pero lo recordaba siempre en tan escabrosas ocasiones.

– Hola, Peláez, ¿qué hay?

– Me dijeron que se trataba de un simple suicidio, ¿sabes? Incluso, probablemente, de una caída accidental. Pero me parece que no es tan sencillo. Ya leerás el informe. Llámame al laboratorio si necesitas ayuda -le tendió un sobre grande, de color crema, y se alejó en dirección a la Puerta del Sol, sin duda a tonificarse con un café y un sol y sombra.

Al entrar en la sala de espera exterior advirtió la presencia de una joven de piernas largas, buena figura y atractivos ojos castaños, sentada con cierto nerviosismo en el borde de un sillón. La saludó con indiferencia, suponiendo sería una amiga o pariente del difunto que esperaba información y permiso para preparar el entierro. No se sentiría con fuerzas para tratar con ella mientras no leyese el informe de Peláez. En el despacho exterior saludó con un apretón de manos a Paco Navarro, un inspector que había trabajado más de veinte años con él; imperturbable, taciturno y hombre de fiar, llevaría allí sin duda desde las ocho en punto revisando los informes a él dirigidos.

Bernal colgó el abrigo en su pequeño despacho limitado por paredes de vidrio y abrió el sobre de Peláez. Mientras repasaba superficialmente la abundante jerga técnica, fue deteniéndose en los puntos importantes:

Santos López, Raúl. Treinta y cuatro años. Hijo de Esteban Santos Alonso y Pilar López Montero. Periodista. Sin antecedentes policiales, ni político-sociales, ni criminales.

Bernal supuso que el ayudante de Peláez había sacado gran parte de aquella información del documento nacional de identidad del interfecto y que el inspector local había comprobado la foto en color y las huellas del índice y del pulgar derechos, acto seguido, con las fichas del Centro de Identificación Nacional. A menudo se preguntaba cómo trabajaría la policía de aquellos países que no contasen con el sistema de documentos de identidad; por supuesto, los delincuentes españoles sabían apañárselas para obtener carnets falsificados o robados, y los residentes extranjeros y los turistas podían ser un inconveniente, pero a la hora de identificar un cadáver el sistema español daba a entender que los mayores de dieciséis años de una población de treinta y cinco millones de habitantes podían ser investigados, en el caso, naturalmente, de que el cadáver en cuestión tuviese un dedo índice en la mano derecha.

Miró por encima la parte descriptiva, advirtiendo que el muerto había gozado de buena salud, que no padecía enfermedades orgánicas, que era moreno de piel, con un físico de atleta (pese a ser un empedernido consumidor de cigarrillos Virginia), que había comido bien, una paella por lo que parecía (normal en domingo), y que en la sangre había muy pocos rastros de alcohol. Bernal ojeó las fotografías adjuntas: un buen ejemplar masculino en vida, sin duda atractivo para las mujeres (tal vez para la chica que esperaba fuera), aunque no se había casado; muerto, tendido en la losa mortuoria, tenía una expresión de horror, de pánico más bien, en los ojos abiertos todavía, el cuello rígido ya en la postura torcida en que el rigor mortis le sorprendiera y que ocultaba la profunda herida del lado derecho.

Causa de la muerte: ruptura de la carótida derecha por un borde metálico o un instrumento cortante no más ancho de 0,2 mm.; otras heridas importantes a consecuencia de una caída desde altura considerable: cuello roto, cráneo fracturado, lesiones en la cadera izquierda, en el fémur y en la tibia; circunstancias fatales todas ellas en cualquier caso, pero muerte al parecer producida a consecuencia de la antedicha ruptura arterial, ocurrida antes de tomar contacto con el suelo.

Comprendió entonces lo que Peláez había querido decir. ¿Podía tratarse de un asesinato en vez de un accidente o un suicidio? En cuanto el laboratorio enviase el informe sobre las huellas encontradas en la casa del muerto, tendría que ir al lugar para analizarlo todo concienzudamente.

Bernal encendió el segundo cigarrillo del día y miró a través del panel de vidrio; Ángel no había llegado aún. El más joven de los inspectores, Ángel Gallardo, había sido durante cinco años el más popular del despacho y, en realidad, de toda la Brigada Criminal. De poco más de treinta años, era un sujeto ágil, atlético, con vivacidad de pájaro y con cierto aire misterioso en sus correctas facciones, rebosante de ingenio, siempre dispuesto a contar los últimos chismes de la calle. Procedente de una familia obrera de Vallecas, era madrileño hasta los huesos: difícilmente se encontraría un bar de moda, una discoteca o un club nocturno en toda la ciudad en que no lo conocieran bien -no como policía, sino como bon vivant- y en que no lo acosaran hembras enamoradas de todas las edades, a muchas de las cuales explotaba haciendo que le plancharan la ropa, le limpiaran el pequeño estudio que tenía en la Gran Vía, le tuvieran a punto sus pertrechos futbolísticos y, según sabía Bernal, le ayudasen a matar el tiempo en la cama de matrimonio de que disponía. Respecto a sus ocupaciones, lo único que se sabía de él era que tenía un empleo bien pagado en Gobernación. Voluble, poco de fiar, era sin embargo un elemento básico en el grupo, una fuente de información acerca de las andanzas nocturnas de los ricos y los personajes célebres, la escena del vicio ciudadano que tan vertiginosamente cambiaba, y los jaleos diversos que estallaban en los sectores prostibularios. Bernal hacía frente a todas las peticiones para que lo cambiasen a los departamentos encargados del proxenetismo o a la Brigada de Estupefacientes, pero su magnífica tapadera saltaría por los aires en uno u otro campo en cuanto hiciera una detención. Era mil veces preferible tenerlo trotando por la ciudad, garabateando notas cada mañana con destino a los expedientes, a pesar de sus bruscas llegadas a destiempo, y sus no menos bruscas desapariciones, y las cifras exorbitantes de sus listas de gastos, más que suficientes para costear todas sus actividades sociales. Bueno, el caso era que le necesitaría más tarde para sondear en el círculo social de Santos y averiguar lo que pudiese sobre el periodista muerto.