Bernal alzó la tapa de la caja y se quedó mirando la pequeña chapa metálica que ostentaba las iniciales DGS en forma de monograma rojo sobre fondo negro. Recordó la observación que le había hecho Consuelo aquella misma tarde y se dio cuenta de que allí podía leerse SDG, ya que las letras estaban superpuestas: «Sábado de Gloria».
– ¿Ha visto cosa igual, jefe?
– Nunca -dijo Bernal-. No es el emblema oficial de la Dirección General de Seguridad y, con este tamaño, podría ponerse en el ojal de la solapa.
– Por eso se cayó, probablemente, mientras la torturaban o la chutaban. Está claro que pertenecía a uno de los agresores.
– ¿Cómo podríamos ver si tiene huellas?
– Tal vez sea ya demasiado tarde y se hayan borrado. Pero lo intentaré luego, cuando mis hombres se hayan ido a casa. Tengo un viejo aparato en el laboratorio que Prieto ni siquiera sabe que existe.
– Sería muy interesante, vale la pena intentarlo. ¿Me conseguirás una foto de la insignia?
– Más que eso: se la entregaré por la mañana.-De acuerdo, pero no delante de mis hombres, excepción hecha de Paco.
– Entiendo. Creo que cuando no se puede trabajar como Dios manda porque no se confía en los propios compañeros, todo es un asco.
Bernal estuvo a punto de contarle lo del «Sábado de Gloria», pero lo pensó dos veces. Habría tiempo después, si había necesidad de ello, para poner a Varga al corriente.
– Volvamos, a ver qué se puede hacer hoy.
– De acuerdo, yo iré a ver qué hacen los técnicos del laboratorio con las pruebas.
De vuelta, Bernal compró el vespertino de centro-izquierda, Diario 16, que dobló con cuidado y se guardó en el bolsillo del abrigo.
– No me gustaría que los grises de la puerta lo viesen, pero es de lectura obligada desde que aparecieron hace dos semanas aquellos artículos sobre el comisario Conesa.
Varga se echó a reír y dijo:
– Tenga cuidado de no llevar ni siquiera El País, jefe. Hace unos días, los antidisturbios daban con la porra en Callao a todo el que lo llevaba bajo el brazo.
Siete de la tarde
Bernal vio que Paco Navarro había vuelto ya de la oficina del Documento Nacional de Identidad y que ayudaba a Elena y a Ángel en el registro de las pertenencias de Marisol.
– Hemos encontrado fotos de la familia de la chica -dijo Elena- y cartas de la madre. Está es su casa de Montijo.
Bernal observó la instantánea borrosa y melancólica de una pareja de mediana edad ataviada con traje ceremonial campesino, y tomada al parecer en el curso de una fiesta local.
– Paco, ¿te importaría telefonear a la policía local -preguntó- y decirles que comuniquen la noticia a los padres y dispongan lo necesario para venir a Madrid, a hacer la identificación formal? Vete luego a casa. Has tenido un día duro.
– Gracias, jefe. Llamo ahora mismo. ¿Qué hay del informe provisional para el juez de instrucción?
– En seguida lo redacto. ¿Has encontrado algo más, Elena?
– Hay un sobre vacío, parecido al que me dio la vieja del Sunrise. Habrá que enviarlo al toxicólogo, a ver si encuentra rastros de heroína. Aparte de esto, no hay más que una llave, que según Varga no es de ninguna cerradura de la casa.
Bernal observó la llave con interés. Era pequeña, pero de hechura compleja, sin duda una llave de seguridad, se dijo.
– Ahora estoy mirando los materiales de costura -dijo Elena.
– Bueno, cuando lo hayas hecho y hayas empaquetado todo, tú y Ángel podéis iros a casa mientras yo redacto el informe provisional.
La estenógrafa llegó en aquel momento, una matrona supereficaz, de unos cuarenta años o poco más, malhumorada por haber sido llamada tan tarde, pero a las claras una mártir del deber. El dictado no era una habilidad en que Bernal descollase y el terrible aspecto de la estenógrafa no contribuía a inspirarle. Hecho un manojo de nervios, se puso a balbucir una descripción del descubrimiento del cadáver de Marisol mientras la matrona escuchaba con claras muestras de desaprobar el ineficaz dictado.
Aturdido, Bernal se dirigió a la ventana para evitar la mirada de la mujer y fue mejorando el ritmo mientras miraba sin ver el trajín comercial de Carretas y el chorro de oficinistas que se dirigía a la estación de metro de Sol.
Cuando hubo terminado, le preguntó si podía mecanografiar el texto aquella misma tarde.
– Sí, comisario, dentro de media hora podrá echarle y un vistazo.
– Gracias. Esperaré para que el juez lo tenga por la mañana.
La mujer salió corriendo, sin reconocer la presencia de Elena y Ángel en el despacho exterior. Éstos habían terminado ya de embalar los efectos domésticos en las grandes cajas que Varga había llevado y estaban a punto de irse.
– Elena -dijo Ángel-, ¿te vienes a tomar unas tapas?
– Lo siento, pero hoy no puedo. Tengo una cita más tarde -respondió la joven, observando con cierta satisfacción la frustración del colega.
– ¿Mañana por la tarde, entonces? -dijo éste.
– Ya veremos -se despidió de Bernal con la mano.
– No hace falta que te quedes, Ángel -dijo Bernal-. No queda más que comprobar y firmar el informe.
– Está bien, jefe. Nos veremos por la mañana. Buenas tardes.
– Buenas tardes, Ángel. No trasnoches demasiado.
– Pensaba dejarme caer luego por el Sunrise, a ver qué ambiente hay.
– Haz como te parezca, pero sé discreto.
– Lo seré -se puso un elegante chaquetón de ante y se entretuvo un rato mirándose en el pequeño espejo que había junto al perchero. Vanidad juvenil, pensó Bernal, pasándose la mano por lo que le quedaba de pelo.
Mientras esperaba, encendió un Kaiser y leyó los titulares de Diario 16. El mayor era el que rezaba: USA necesitará las bases españolas basta 1990. Luego: Partidos políticos: se decidirá la semana próxima; todos confían en la legalización, salvo los republicanos. Peligro de guerra en Sudáfrica, y una foto de buen tamaño de la central periodística del franquismo, recientemente suprimida, acompañada de especulaciones sobre el porvenir de la prensa del Movimiento. En una página interior había una foto espeluznante de embalsamadores trabajando en Los Rodeos, aeropuerto de Tenerife, afanándose por unir los miembros de los cientos de víctimas del accidente, con varias filas de ataúdes a sus espaldas. El texto informativo alegaba que los funerarios de Madrid negaban que cobrasen doscientas mil pesetas por arreglar los cadáveres más difíciles, al tiempo que aseguraban que sólo cobrarían entre veinticinco y cincuenta mil, según el estado del difunto; aun así, a Bernal le pareció muy caro. Tenía que decirle a Peláez que había una profesión que le sentaría mejor.
Dos gacetillas al final de la página siete le llamaron la atención: aquella misma mañana del 5 de abril, el presidente había recibido en el Palacio de la Moncloa al ministro de Defensa, que era también el vicepresidente primero, así como a los ministros del Ejército y la Marina. Por la tarde había recibido al vicepresidente segundo y a los ministros de Justicia y del Interior. Se afirmaba además que el presidente se quedaría seguramente en la capital durante las vacaciones de Semana Santa. La segunda gacetilla, más breve aún, afirmaba que el Rey había recibido aquel mismo día al ministro del Interior en la Zarzuela.
Bernal se preguntó de qué habrían hablado. Tenían que haber enfocado asuntos de seguridad. Consultó la hora -eran casi las ocho menos cuarto- y estimó que la reunión del Consejo de Ministros estaría a punto de terminar. ¿Se habrían decidido por fin a legalizar el Partido Comunista y algún otro partido de izquierda? Supuso que los reaccionarios estarían librando una batalla de retaguardia, apelando a la leyenda de la Pasionaria, que había vuelto de Moscú hacía poco. Si habían tomado una decisión firme, esperaba que la anunciaran en un momento de tranquilidad.