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Cositas de la vida; qué absurdas y sin embargo qué gratas parecían éstas a quien había estado a punto de ser empujado bajo las ruedas del metro, se dijo Bernal.

Más tarde tuvieron la habitual velada aburrida ante el televisor y tortilla para cenar.

– Me voy a ir pronto a la cama, Geñita. He tenido un día agotador.

Se dio cuenta de que estaba rendido tras la reacción nerviosa ante lo ocurrido en la estación de Sol. Primero la agresión del chulo el día anterior y luego el empujón por la espalda. ¿Pensaba «alguien» que sabía demasiado o es que se estaba acercando más de la cuenta a un punto que dicho «alguien» consideraba peligroso para su tranquilidad? Le exasperaba la falta de motivos evidentes en aquel caso y estaba convencido de que había habido dos grupos de intrusos, primero los asesinos y después los asaltantes. Aparte de no saber por qué habían matado los primeros, tampoco sabía por qué habían entrado los segundos.

Al terminar de cepillarse los dientes, sonó el teléfono del pasillo y descolgó.

– Diga. Ah, Diego, ¿lo estás pasando bien? -llamó a Eugenia para decirle que era su hijo menor el que llamaba-. ¿Qué tiempo hace en el norte de Aragón? ¿Hay nieve suficiente para esquiar en Candanchú? -oyó el relato entusiasta que el hijo le hacía de aquellas vacaciones-. ¿Estás bien de dinero? Te puedo enviar más si te hace falta -escuchó la respuesta-. De acuerdo. Llámame más adelante en todo caso. Ya se pone tu madre -tendió el auricular a Eugenia, cuya principal preocupación fue saber si Diego iba a misa con regularidad.

El entusiasmo y la alegría de vivir del hijo elevó el ánimo de Bernal, que se dispuso a ver en televisión Esta noche… fiesta, un programa de variedades que televisaban desde el Florida Park. Las entrevistas con las actrices sentadas entre el público, por lo menos, serían entretenidas, aunque los cantantes pop no valieran gran cosa.

MIÉRCOLES, 6 DE ABRIL

Siete y media de la mañana

Bernal despertó de un sueño intranquilo al oír el trasteo de Eugenia en la cocina. Se afeitó a toda prisa para anticiparse aquella mañana al agente de seguros del piso de abajo, pero el segundo se las ingenió para enviarle un pujo de aire fétido en el momento en que Bernal se peinaba. Se vistió con esmero y miró por el balcón la mañana gris. Sin duda llovería más tarde, pensó.

Eugenia le avisó de que ya estaba listo el desayuno, consistente en el habitual recuelo y la indigerible fritanza de pan duro. Sumergió una tostadilla en el café y, como tenía a su mujer delante, se esforzó por ingerir el bodrio hasta donde pudo.

– Tengo que irme, Geñita, estoy esperando los informes técnicos relativos al asesinato de Santos y la Molina.

– Llévate un paraguas, parece que va a llover.

– Sabes que puedo perderlo en el metro.

Se puso el abrigo y comprobó el estado de la pistola con más atención que de costumbre.

– Te espero a eso de las dos y media- le gritó Eugenia.

– Sí, tal vez, pero no estoy seguro. Hasta luego.

Compró El País en Alcalá, que leyó muy despacio mientras se desayunaba por segunda vez en el bar de Félix Pérez. Los titulares hablaban de las grabaciones que había hecho el presidente anterior, Arias Navarro, de las conversaciones telefónicas con sus ministros. El artículo se había tomado del Economist londinense del día anterior y afirmaba que Arias Navarro solía escuchar con el mayor interés las cintas grabadas todas las mañanas. Se sugería incluso que el régimen franquista había intervenido, desde 1970 en adelante, el teléfono del Rey, cuando todavía era el Príncipe Juan Carlos, claro. Bernal saboreó en particular la observación del periodista inglés que, traducida, venía a decir que «en el infierno, según se ha comprobado, los cocineros son ingleses, los periodistas rusos y los policías españoles». Se hablaba también de la aplicación de los adelantos de Informática a los ficheros políticos de la DGS. La revelación más interesante era que, bajo la vicepresidencia de Carrero Blanco, un grupo especial antisubversivo había situado a algunos de sus miembros en los ministerios clave para evitar un golpe militar. Bernal esperaba que, de ser cierto, operasen a favor del presidente actual.

Pagó el café y el croasán y resolvió esperar en la parada del autobús lo que llegase antes, el autobús o un taxi. Ganó la apuesta el autobús, y Bernal se metió entre la gente que se apretaba en la plataforma trasera. Era más lento que el metro, pero quizá más seguro.

Ocho y media de la mañana

En el despacho exterior encontró a Paco Navarro ocupado en abrir los informes que acababan de llegar.

– Buenos días, Paco.

– ¿Ha mandado Prieto el informe?

– Dos. El último sobre los dos pisos de Alfonso XII y el primero sobre la casa de Ave María. Aún no he tenido tiempo de leerlos.

– ¿Hay algo de Varga?

– Todavía no.

Llegó Elena mientras Bernal comenzaba a leer el primero y largo informe de Prieto. La inspectora le saludó cordialmente.

– Elena, por favor, pregunta a ver si se sabe algo de la policía de Montijo, a propósito de los padres de Marisol.

– Corro al teléfono, jefe.

Bernal se ocupó del segundo informe con mayor detenimiento, puesto que no había nada en el primero que no supiera ya. Prieto proseguía diciendo sólo que algunas de las huellas de guantes del piso de Marisol se parecían a algunas de las encontradas en Alfonso XII; y que no estaba en situación de afirmar que fueran las mismas porque eran parciales y borrosas. Sin embargo, volvería a hacer nuevas comprobaciones.

Bernal llamó a Paco.

– ¿Ha llegado algún informe de Identificación Criminal, a propósito de la huella de la jeringuilla?

– No, jefe, aún no.

Ángel llegó corriendo, tan simpático como siempre, a pesar de que habría pasado, sin duda, la noche por ahí.

– Fui al Sunrise un poco después de medianoche. Es el típico antro de semidespelote, lleno de gente de mediana edad y bien vestida. No había síntomas de que se vendiera droga. Quizá sólo se dé esto entre las «niñas» que trabajan allí. Muchas de ellas se vuelven adictas en esta clase de empleos. Me senté en la barra y estuve charlando con el camarero acerca de algunas de las chicas. Me habló por iniciativa propia de Marisol, de que me había perdido a la verdadera estrella de la función, que se había largado la semana pasada y no había vuelto. Dijo que ella era demasiado buena para aquel tipo de trabajo y esperaba que lo dejase pronto. No dijo nada, claro está, de la adicción de la chica. El encargado parece un tío duro. Estoy seguro de que le he visto la jeta en alguna ficha. Ya lo comprobaré luego, si hace falta.

– Sí, hazlo, es posible que lo hagamos venir para interrogarle, aunque Paco podría descolgarse por allí oficialmente para tener una breve conversación con él.

Elena volvió del teléfono.

– En la central dicen que los padres de Marisol estarán a punto de llegar en el tren de la noche. Se les dijo que tomaran un taxi y vinieran directamente aquí.

Nueve de la mañana

Los Molina parecían haber salido del pasado. Él, vestido con un traje negro de campesino y tocado con una boina negra muy usada; ante Bernal se descubrió y se puso a darle vueltas a la boina entre sus manos. Parecía ser lo bastante viejo para haber sido el abuelo de Marisoclass="underline" tan seca y curtida tenía la cara por el sol y la intemperie. Su mujer parecía mucho más joven, aunque había engordado sobremanera, como la mayoría de las obreras españolas después del matrimonio, y tenía un aire pálido y enfermizo, sin duda, por el continuo trabajo doméstico. Se le veía en la cara que había llorado sin cesar y estuvo a punto de hacerlo otra vez cuando Bernal les ofreció asiento y pidió a Elena que sirviera café.