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– Siento mucho la trágica muerte de su hija. Aún investigamos para saber lo que ocurrió en realidad.

– Era como si ya no fuera nuestra hija -dijo el señor Molina con dureza-. Al principio de estar en Madrid nos mandaba un poco de dinero, pero desde hace ocho meses ni siquiera nos había escrito una línea.

– Inspector -dijo gimiendo la señora Molina- era una buena chica y el pueblo no tenía nada que ofrecerle. Ningún trabajo bien pagado. Así que ahorró para el viaje y se vino aquí, cosa que siempre había querido hacer. Se imaginaba que la recibirían con flores y que encontraría un buen marido que la cuidase.

Bernal alcanzaba a comprender qué el padre, como tantos otros campesinos, enfocaba el asunto en términos económicos -la pérdida de los ingresos que procuraba el salario de la chica-, al tiempo que ocultaba sus verdaderos sentimientos. La madre era más emotiva -la hija, sin duda, había heredado de ella este talante-, espíritu alimentado seguramente por la lectura de noveluchas.

– ¿Cuándo murió?

– Creemos que el sábado por la noche.

– ¿El sábado? ¿Y no la encontraron hasta ayer? -dijo la mujer con un estremecimiento de horror.

– Me temo que así están las cosas.

– ¿Y de qué murió?

– Lamento decirle que de una sobredosis de drogas.

– ¡No, no! -gimió la madre-. No se quitaría la vida, ¿verdad?

– Creemos que no. La droga era más fuerte de lo que ella pensaba.

– Entonces, ¿fue un accidente? -preguntó el padre.

– Es lo que andamos investigando -dijo Bernal con prudencia. Creyó conveniente que supiera algo más, antes de que tuvieran que enterarse en el juzgado-. Me temo que iba con malas compañías y tomaba drogas no permitidas, seguramente para calmar los nervios. Lo más probable es que se gastase en ellas mucho dinero y que por eso dejara de mandarles a ustedes todos los meses una parte de sus ingresos.

– ¿Y no pueden detener a los que iban con ella? -preguntó el señor Molina.

– Hacemos lo posible por saber quiénes eran -dijo Bernal-, pero el caso es que su novio también ha muerto.

– ¿Cómo murió? -preguntó el padre.

– Cayó por una ventana al día siguiente de morir Marisol.

– ¿Le afectó tanto la noticia que se quitó la vida? -preguntó la señora de Molina.

– Aún no estamos seguros de eso -dijo Bernal. Le pareció mejor que por el momento ignorasen parte de lo ocurrido-. Siento tener que pedírselo, pero ¿harían el favor de acompañarme para hacer la identificación oficial?

– Sí, claro que sí, es nuestra obligación y, naturalmente, queremos verla -dijo el señor Molina.

– Ángel -llamó Bernal-, ¿quieres pedir un coche? ¿Vienes con nosotros, Elena?

– Con mucho gusto, jefe.

– ¿Dónde se van a hospedar, señor Molina? -preguntó Bernal.

– No lo hemos pensado -respondió el hombre.

– Bueno -dijo Bernal-, tendrán que disponer el entierro y habrá que esperar la autorización del juez. La inspectora Fernández les ayudará a encontrar una pensión en condiciones no muy lejos de aquí.

– Gracias, sí que nos gustaría.

Nueve y media de la mañana

El chófer del Seat 124 les condujo por la Carrera de San Jerónimo y por el paseo del Prado hasta Atocha. Tras sortear las callejuelas de detrás del abandonado Hospital Provincial, dobló por Santa Isabel, donde había los habituales grupos de parientes que acudían para reclamar el cuerpo de sus difuntos al Laboratorio Anatómico Forense. En la entrada, Bernal enseñó su chapa de identificación y pidió ver a Peláez. Éste no tardó en aparecer enfundado en ropas de faena y condujo a Bernal a su despacho, mientras Elena llevaba a los Molina a la sala de espera.

– He traído a los padres de María Soledad Molina para la identificación -dijo Bernal-. No les he contado gran cosa de lo ocurrido, salvo que hubo una sobredosis.

– La he adecentado y la han embalsamado ya. No obstante, no deben verle más que la cara, de modo que sólo abriré el frigorífico un poco. La cara no ha quedado del todo mal. Ahora mismo los llevo. Tú y la inspectora podéis esperar aquí.

Bernal se fumó un Kaiser mientras esperaba en silencio con Elena. Al cabo de un rato, reaparecieron los padres con aire desolado. La madre estaba a punto de desmayarse. Elena se ocupó de ella mientras el señor Molina firmaba la diligencia de identificación. Elena dijo que les llevaría en taxi a buscar un sitio donde hospedarse, pero el señor Molina dijo que querían un lugar cerca de allí.

– Así estaremos cerca de la estación y de nuestra hija. Es un poco un barrio nuestro, con gente del campo que va y viene.

– Elena, pregunta en recepción si saben de alguna pensión limpia por los alrededores -dijo Bernal-. No despidas al coche oficial por si tienes que alejarte.

– Tranquilo, jefe, tomaré un taxi si hace falta, aunque lo más seguro es que haya una pensión cerca.

– Está bien, en tal caso que vayan contigo. Ayúdales con los formulismos del entierro. Están aturdidos.

Una vez se hubieron marchado, Bernal volvió con Peláez al despacho de éste.

– Tienes que ver una cosa, Bernal.

Sacó de un cajón el collar ensangrentado del perro de Marisol.

– Mientras escuchaba ayer tu teoría sobre el caso, me pregunté qué habrían estado buscando los intrusos, así que registré las pertenencias de la chica. Mira en la costura.

Bernal examinó por detrás aquel collar raído por el uso. La costura estaba un poco descosida en un extremo y en el borde se veía un pedazo de papel.

– Coge unas pinzas. Creía conveniente dejarlo donde estaba hasta que llegaras.

Bernal abrió un poco más la costura y sacó el papel con cuidado.

– ¿No tendrías unas pinzas pequeñas? Seguramente habrá huellas todavía.

Peláez sacó del bolsillo unas pinzas quirúrgicas y Bernal desplegó la larga tira de papel doblado sin tocarla con los dedos.

– Es el justificante de un depósito hecho en una caja de seguridad. Hay que investigar esto en seguida. ¿Tienes un sobre grande?

– Toma, siempre dispuesto a servirte. Tendría que haberme hecho detective.

– Ya lo eres, Peláez. El más importante que tenemos.

– ¿Quieres un coñac o un anís antes de irte?

– No, lo mejor es que siga con esto.

– Como quieras, espero que lo soluciones hoy mismo. Luego, a meternos en otra cosa.

– Esperemos que no sea como ésta.

– Te enviaré mi informe definitivo cuando sepa algo del toxicólogo. Te adjuntaré el suyo con el mío.

Diez de la mañana

Al recordar la llave de seguridad encontrada entre los efectos de Marisol, Bernal dijo al chófer que le condujese a la DGS y esperase. Se dirigió primero al laboratorio de Varga y lo encontró solo en su despacho.

– ¿Tienes a mano ese equipo de detectar huellas?

– Sí, jefe. No he encontrado nada en la insignia. Sería mejor que se la guardase usted.

– No parece del todo conveniente, ¿verdad? Quiero que analices esto -tendió a Varga el sobre que le había dado Peláez-. Contiene el justificante de un depósito en la caja de un banco; lo descubrió Peláez plegado dentro del collar del perro de Marisol. Es posible que estén ahí las huellas de Santos.

Varga fue por un cartón y los pertrechos, y extendió el papel con ayuda de unas pinzas especiales. Vertió una pequeña cantidad de polvo sobre el papel y pasó el cepillo con cuidado. Tras bajar la persiana de la ventana, encendió una lámpara de luz negra. Distinguieron unos cuantos borrones y parte de lo que parecía la huella de un pulgar.

– Voy por la cámara fija, jefe. Luego le daré la vuelta.

El reverso del papel fue incluso más prometedor, ya que allí se veía la huella parcial de un índice y un corazón. Varga lo fotografió todo y limpió el polvo del papel con un cepillo.