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– Creo que sería mejor ir al banco a abrir la caja, jefe.

– Vente conmigo. Yo iré antes a buscar la llave que encontraste, por si es de la caja de seguridad. Si no, tendrás que forzarla.

– Recojo algunas herramientas y le espero en el vestíbulo.

– Estupendo. Mientras, pon a buen recaudo el negativo de las huellas. Ya lo revelaremos después.

Bernal le contó a Paco Navarro el hallazgo de Peláez y le dio la dirección del banco.

– Varga vendrá conmigo por si hay que forzar la caja. Yo me llevo la llave que encontramos entre las cosas de Marisol.

Varga esperaba a Bernal en el vestíbulo y los dos partieron para el banco, sito en la Gran Vía, en el coche oficial. Al llegar, Bernal enseñó su documentación y pidió hablar con el director, que salió en seguida a recibir a ambos hombres.

– Señor director, este justificante se ha encontrado entre los enseres de una persona fallecida cuya muerte investigo. Aquí tiene una copia del certificado de defunción -Bernal había tomado la precaución de llevar consigo el certificado judicial de Santos por si en el banco ponían dificultades-. ¿Tendría usted la amabilidad de abrirnos la caja de seguridad?

– Naturalmente, comisario, venga a mi despacho y lo dispondré todo al instante -apretó un botón de su mesa y apareció un empleado viejo-. Por favor, abra la caja correspondiente a este número.

Ofreció cigarrillos a Bernal y a Varga, que aceptaron, y Bernal le preguntó si Santos tenía allí alguna cuenta, puesto que no era aquel el banco que utilizaba el muerto.

– Lo comprobaré, comisario. ¿Cuál es su nombre completo? -Bernal se lo dijo. El director tomó el teléfono y dio las instrucciones oportunas-. En seguida nos lo dirán. Es normal, por supuesto, que se haga un depósito en una caja aunque no se trate de un cliente habitual, siempre que nosotros presenciemos las entradas y salidas. Preferimos saber más o menos qué es lo que se deposita.

– ¿Traen los clientes su propia caja o las proporciona el banco?

– Lo normal es que la traigan ellos, pero tenemos un modelo estándar a su disposición.

– ¿Tienen duplicado de las llaves?

El director fue prudente.

– Podemos hacernos con una llave de repuesto que suministra la oficina principal del banco para nuestras propias cajas en caso de que el cliente pierda la original, pero no se nos suele dejar ningún duplicado de las cajas particulares.

– ¿Sabría decirme cuándo una caja es del banco?

– Naturalmente, ha de tener un número. Los clientes suelen escribir el nombre en ella, pero nosotros ponemos siempre una etiqueta numerada en el asa, que corresponde con el número del justificante.

– ¿Y sólo acostumbran abrir la caja al propietario?

– Ciertamente. Sólo una autorización del depositario nos permitiría abrirla para un agente, salvo en circunstancias como la presente.

Sonó el teléfono y lo cogió el director.

– Sí, entiendo. Gracias -colgó-. Bueno, comisario, ese tal Santos no tiene aquí ninguna cuenta. El empleado viejo volvió en aquel instante con una caja fuerte un tanto antigua. El director comparó el número de la etiqueta con el del justificante.

– No es de las nuestras. ¿Tiene usted llave?

– Sí, pero no sé si pertenece a la caja -Bernal sacó la llave de un sobre y probó a introducirla en la cerradura. No giraba.

– Prueba tú, Vargas.

Vargas examinó la cerradura con una sonda con luz y luego con la llave.

– Pertenece a otra cerradura, jefe. ¿Quiere usted que la abra?

– Si el director no tiene nada que objetar.

– No, no, comisario. Querrá usted ver lo que hay dentro. ¿Podría ver la llave?

– Claro. Tal vez nos ayude a identificarla.

Mientras Vargas abría su maletín, lleno de una impresionante cantidad de herramientas, el director inspeccionó la llave.

– Está claro que es de una caja fuerte, de factura reciente, pero no de nuestro banco. No nos provee este fabricante. Tal vez averigüe por ahí para qué banco se hizo.

– Sí, probaremos a ver. Será difícil, claro, saber descubrir dónde se guarda la caja fuerte si no tenemos el justificante.

– Bueno, no tan difícil. Cada sucursal tiene una lista de los depositarios que puede comprobarse, pero eso depende de si el usuario ha utilizado su verdadero nombre. Aunque es probable que haya sido así, ya que ningún banco acepta un depósito de un extraño sin pedirle la documentación.

– Eso nos será muy útil, señor director, gracias por ayudarnos -dijo Bernal.

Estaba Vargas manipulando los muelles de la cerradura cuando la caja se abrió de pronto.

– Gracias a Dios que este hombre trabaja para la policía, comisario -dijo el director-, de lo contrario no nos sentiríamos seguros.

Dentro de la caja había un sobre de papel fuerte y color beige, sellado con lacre. Aquello era todo.

– Tendremos que buscar las posibles huellas antes de abrirlo -dijo Bernal-. ¿Tiene inconveniente en que nos llevemos la caja?

– No, si nos firma un recibo -dijo el director con una sonrisa.

– ¿Cuántos empleados se encargan de esta clase de depósitos?

– Uno o dos, por lo general. ¿Quiere que los llame?

– Sí, por favor. La fecha del justificante es de hace diez días y es posible que recuerden al individuo. Puedo enseñarles una foto.

El director llamó a los empleados en cuestión, una mujer cuarentona y un hombre más joven.

– Éstos son los empleados que tratan con los clientes que nos dejan depósitos.

Bernal les dio la mano y se hicieron las presentaciones.

– El empleado que vio usted antes -prosiguió el director- es el que en realidad baja al sótano para abrir las cajas.

Bernal enseñó la foto de Santos a los empleados. La mujer lo recordaba.

– Fue hace poco, quizá la semana pasada. Traía una caja y solicitó hacer un depósito. Le dije las tarifas, comprobé su documentación y le pedí que abriera la caja para ver el contenido. No vi más que un sobre y por el tacto y el peso supuse que contenía documentos. Y así se satisficieron las formalidades y pudo hacerse el depósito.

Bernal le enseñó en aquel momento la caja y el sobre que había dentro.

– Sí, parece el mismo.

– Si devolvió usted el sobre a la caja antes de que el cliente la cerrase, sus huellas serán casi con toda seguridad las últimas.

– Sí, supongo que sí -la mujer pareció desconcertarse ante aquella observación.

– En realidad ya no importa, puesto que ha identificado usted al cliente por la fotografía. Muchas gracias por colaborar. Ahora tenemos que ir al laboratorio -dijo Bernal.

Once de la mañana

Bernal fue con Varga al laboratorio de éste para supervisar la apertura del sobre. Varga utilizó el instrumental de detección de huellas, pero las gruesas hojas plegadas apenas revelaron nada.

– Es un papel especial, utilizado para impresiones de calidad superior, y tiene una superficie muy tersa. No creo que saquemos nada más allá de esos borrones.

Y así ocurrió. No había nada que valiese la pena fotografiar.

– Permíteme que vea el contenido, Varga.

– Parece una especie de programa. En la cabecera pone «Sábado de Gloria».

– ¿Qué? -exclamó Bernal-. Echémosle un vistazo.

No tardó en enfrascarse en la lectura de un plan asombroso que se asemejaba bastante a las divagaciones de un chiflado:

Sábado de Gloria

12 horas: Misa en el Valle de los Caídos.

12.45 horas: El Caudillo se aparecerá a los excombatientes.

13 horas: Se detendrá al Presidente en la Moncloa, el príncipe Felipe será retenido en la Zarzuela como rehén que garantice la colaboración del Rey y la Reina, y los ministros de Gobernación, Defensa y de los tres Ejércitos detenidos y conducidos a los cuarteles donde permanecerán bajo arresto. Unidades especiales ocuparán la Telefónica, los estudios de televisión y las emisoras de radio, así como otros puntos clave indicados en el plano. Todas las demás telecomunicaciones quedarán bajo el mando de nuestras tropas, que ostentarán el símbolo SDG en una insignia adosada al casco. Al mismo tiempo, se ocuparán los puestos clave de Barcelona, Valencia, Bilbao, Sevilla, Córdoba, Málaga y otras ciudades. Sólo se confiará en y se obedecerá a los oficiales con la insignia SDG en la solapa. Los programas de radio y televisión seguirán emitiéndose con absoluta normalidad, sin decir una sola palabra de lo que ocurre. En las calles habrá un contingente mínimo de tropas.