– De acuerdo. A otra cosa. Ángel, si no llama el inspector Martín antes de que nos vayamos, te pondrás de acuerdo con él a propósito de un argentino llamado José Weber que vive en la avenida Ciudad de Barcelona.
– ¿Es el otro sospechoso?
– Aún no estoy seguro. En caso de emergencia, ponte en contacto con nosotros por radio. Así tendrá Elena oportunidad de ver la sala de comunicaciones.
Ocho de la noche
El inspector Ibáñez apareció con un gran sobre de color pardo y Bernal lo hizo pasar a su despacho.
– Te he hecho copias de las fichas de Torelli-dijo Ibáñez-. Las tiene en la sección política y en la criminal. Sospechoso de atraco a mane armada en dos ocasiones, pero sin acusación. Miembro de una organización fascista clandestina de Italia, probablemente utilizado como pistolero, aunque se fue de Milán cuando las cosas se le pusieron demasiado difíciles. El gobierno italiano pidió su extradición, de aquí el recurso a la nacionalización, que le fue concedida. Complicado en actividades extremistas de derecha: asaltos a librerías, amenazas a Comisiones Obreras, etc. Detenido en una ocasión por la brigada política, pero puesto en libertad sin juicio.
– Muchas gracias, Esteban. Aquí tienes a otro, José Weber, argentino.
– Vaya, no hace falta ni que mire. Me ha salido su nombre en relación con las andanzas de Torelli. Al parecer, Weber es un acaudalado importador textil, pero el negocio seguramente es una tapadera. Veré lo que puedo averiguar antes de irme a casa.
– Pásaselo a Ángel Gallardo sí yo no estoy. La bomba está a punto de estallarle a Torelli.
– Buena suerte, Luis, pero ése no es más que un mandado. ¿Por qué no le dejas que te lleve a los jefes?
– Ya se me había ocurrido, pero estoy en situación de acusarle de un crimen y si no juego según las reglas se me censuraría después desde arriba. Claro que podría decir que andaba tras los cómplices, ¿no? De acuerdo, lo intentaré. Daré contraorden a Paco y a los números de paisano.
– Ten cuidado, Luis. Ya no eres tan joven.
– Pues tendrías que verme torear a los Cadillac incontrolados -dijo Bernal con una sonrisa-. Me gustaría echarle el guante al cabrón que lo conducía.
Iba a salir en busca de Navarro cuando llamó el bueno de Martín.
– La dirección de Ciudad de Barcelona corresponde a un almacén, propiedad de un argentino llamado José Weber, que vive en el barrio de Salamanca, en un piso elegante. Hace tiempo que nos vienen intrigando las entradas y salidas que se producen por la noche en ese almacén. ¿Doy una batida y me pongo a vigilar a los visitantes?
– Si puede dedicar algunos de sus hombres a eso, Martín… Estamos a punto de ir a una pensión cerca de ahí, en Huertas, pero por desgracia no es su distrito. Aún no hemos sabido nada del coche de Santos, salvo que es un Mini azul de hace cuatro años y con matrícula de Madrid.
– Le tendré al tanto, comisario. Buenas noches.
– Buenas noches, Martín.
Bernal fue a la sala de instrucciones e interrumpió la alocución de Paco a un grupo de policías armados, con aire de hombres duros y decididos.
– Acabo de recibir cierta información que nos recomienda no detener a Torelli inmediatamente. De ser posible, le seguiremos para detener también a los cómplices. Aquí tienen una foto del individuo -Bernal les enseñó la foto de frente y las dos de perfil que le había dado Ibáñez y que se había tomado rutinariamente cuando se detuvo a Torelli por primera vez.
Bernal volvió a indicar sobre el plano los detalles a los agentes de paisano y éstos salieron para hacer el reconocimiento. Bernal dijo a Navarro que pidiese un vehículo no oficial con radio, que siempre podrían dejar a cargo del chófer en una calle lateral o a cierta distancia de la casa de huéspedes.
Ocho y media de la noche
Ya en Huertas, Bernal dijo al chófer que se detuviera un poco más arriba. Fue andando con Navarro; conferenciaron con los dos inspectores de paisano del coche K, que era una camioneta de lavandería, y supieron así que el sargento y los tres números cubrían el callejón lateral y la calle por ambos lados de la casa.
Navarro y Bernal entraron en el zaguán a oscuras, que parecía haber servido de cuadra en tiempos mejores. La ancha escalera de madera estaba mal iluminada y desierta. La puerta de la casa de huéspedes del segundo piso era de roble macizo. Llamaron y al cabo de una pausa una mujer desaliñada, de edad indeterminada, con dientes de oro, vestida con una bata sucia de nilón y florones rosáceos sobre fondo verde, les abrió con muestras de cordialidad.
– ¿Quieren habitación, caballeros? Ésta es una casa limpia y la comida es buena. Trescientas pesetas al día pensión completa.
– ¿Podemos verla? -preguntó Bernal.
– Naturalmente, caballeros. Vengan por aquí.
Aquello era tener suerte, se dijo Bernal, porque si el sospechoso estaba escuchando se le disiparía todo recelo al oír que la mujer hablaba con unos presuntos clientes.
La mujer le enseñó un gran dormitorio con una cama de matrimonio y otra de un solo cuerpo, una palangana insegura y un enorme armario anticuado. Bernal cerró la puerta y le enseñó a su vez su documentación.
– Somos agentes de policía, señora. Por favor, no alce la voz.
– ¡María Santísima! -exclamó la mujer, persignándose-. ¿Qué ha pasado en mi casa? Ésta es una casa respetable y siempre lo ha sido.
– No lo dudo. Y no hay por qué alarmarse -dijo Bernal con amabilidad-. ¿Se hospeda aquí el señor Torelli?
– Sí, sí. Hace ocho meses que está aquí y es un caballero muy correcto. No me causa el menor problema. Todas las semanas me paga por anticipado. Y aunque falta muchas veces a comer, no pide que se le devuelva el importe. ¿Qué ha hecho?
– ¿Está aquí ahora?
– Creo que no. Es aún muy pronto. Los huéspedes fijos tienen llave propia lo mismo para la puerta de la calle que para la de la escalera. Y también de la habitación, claro.
– ¿Le importaría ir y ver si está con cualquier pretexto? No le diga que estamos aquí. No querrá usted líos en su pensión, ¿verdad?
– No, no, comisario, haré lo que me diga. ¿Es peligroso?
– Si hace lo que le digo, no le ocurrirá a usted nada. Ande, vaya y díganos si está. ¿Cuál es su habitación?
La mujer salió con cierta premura, Bernal apagó la luz y dejó la puerta entornada. Paco sacó la pistola. La dueña de la pensión volvió sin aliento.
– No está, me parece. No responde nadie y la luz está apagada.
– ¿Tiene usted algún duplicado de la llave? -preguntó Bernal.
– Sí, claro. Tengo que entrar a limpiar y hacer la cama.
– Vaya entonces a cogerla y lleve un par de sábanas limpias. Si resulta que está dentro, diga usted que se olvidó de cambiarlas.
– Le parecerá extraño -dijo la mujer-. Las cambio todos los lunes.
– No importa. Llévese toallas o lo que sea.
– Está bien.
La mujer salió con nerviosismo al pasillo, abrió una cómoda y sacó dos toallas. Volvió a llamar a la puerta con cuidado, luego la abrió muy despacio y encendió la luz.
– No hay nadie. Pueden venir a verlo -dijo la mujer con gran alivio.
Bernal y Navarro fueron hasta ella y se pusieron a registrar la habitación a toda prisa, procurando no mover nada.
– Por favor, señora, quédese en el pasillo y, si entra, entreténgale como pueda con la excusa que sea, con lo primero que se le ocurra.
– Esta tarde le ha llegado una carta certificada -dijo la mujer-. Podría contárselo y hacerle pasar a mi sala de estar. Eso les daría tiempo a ustedes para salir y cerrar la puerta.
– Muy bien-dijo Bernal.
El registro no puso de manifiesto nada de interés. Si Torelli tenía armas, estaba claro que las llevaba consigo y que guardaba la munición de repuesto en un lugar distinto de aquél. Después de diez minutos, Navarro y Bernal salieron y cerraron la habitación. La dueña les esperaba en el pasillo muy nerviosa.