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– Nos parece que un camión de bebidas no alcohólicas, jefe.

El taxi de Torelli aceleró por la avenida medio vacía y el chófer de Bernal pisó a fondo para adelantarle por el carril de la izquierda. Navarro y Bernal volvieron a agacharse en el asiento trasero cuando se cruzaron con el taxi, aunque Bernal consideró que había poco peligro en que Torelli viese el Seat, ya que era un vehículo muy corriente en las calles de la ciudad. Le preocupaba más que descubriese la presencia de la camioneta de la lavandería, con la que se había cruzado ya al dirigirse a la casa de huéspedes.

Una vez que dejaron atrás Doctor Esquerdo, el chófer de Bernal redujo la velocidad y miró al retrovisor.

– El taxi se detiene, jefe. Creo que va a frenar en la esquina.

Bernal cogió el micrófono de la radio y habló con Martín.

– Va a bajarse en la esquina con Doctor Esquerdo. Viste un abrigo beige y un sombrero gacho de color marrón.

– Ya lo vemos, jefe. He apostado algunos hombres en la puerta trasera del almacén por si entra por ahí.

El conductor de Bernal dobló a la derecha por la segunda calle lateral y volvió a girar hacia la avenida. Se detuvo en la esquina, sin dejarse ver.

La radio volvió a carraspear y se oyó claramente la voz de Martín.

– Ha llegado a la entrada delantera y va a entrar por una puerta pequeña. Ahora entra.

– Venga a la esquina, Martín -dijo Bernal- y celebraremos consejo de guerra.

Navarro y Bernal salieron para recibir a Martín y su sargento. La camioneta de la lavandería se había aproximado y de ella bajaron los policías de paisano.

– ¿Hay entrada trasera, Martín? -preguntó Bernal-. No queremos llamar por delante y que cunda la alarma.

– Sí, la hay, y en el primer piso hay una ventana con la luz encendida. Hemos visto entrar a tres hombres. Torelli es el cuarto. Hay un Cadillac negro estacionado detrás.

– Será el de Weber -dijo Bernal.

– No se ve luz por las ventanas de delante, señor comisario -dijo el sargento de Martín-. ¿Forzamos las dos puertas a la vez? Las cerraduras parecen muy sencillas.

Bernal creía que los grupos debían actuar sin separarse.

– Martín, irá usted con sus hombres y forzará la puerta trasera. ¿Cuántos van armados?

– Todos llevan pistola y dos subfusiles.

– ¿Tenemos radios portátiles? -preguntó Bernal a los Inspectores de paisano.

– Sí, jefe -dijo el más corpulento de los dos- y están sintonizadas en las mismas frecuencias.

– Bien, dale una a Martín; la otra dámela a mí. Yo daré la orden de asaltar las dos puertas. ¿Tenemos linternas?

– Todas las que necesite, jefe.

– Bien. Es posible que opongan resistencia y que quieran apagar las luces. Mantengan agachada la cabeza y tengan cuidado de no dispararse entre sí. Apunten sólo a los blancos cercanos y cuando estén seguros de quién se trata. Entraremos aproximadamente dentro de cinco minutos, Martín. Yo daré los avisos de rendición. ¿Tiene algún altavoz?

– Sí, señor. Apriete el botón rojo cuando quiera hablar.

– Sosténmelo, Paco.

Diez de la noche

El sargento de paisano manipuló en silencio con una lámina de plástico en la cerradura de la puerta delantera y al cabo de unos minutos la abrió. Todos desenfundaron sus armas respectivas y Bernal entreabrió la puerta un centímetro, aunque no distinguió ninguna luz. Entonces habló por la radio portáticlass="underline"

– ¡Ahora, Martín!

Abrieron la puerta de un puntapié y entraron a toda velocidad, cubriendo ambos lados del recinto a oscuras. Una luz muy débil surgía de detrás de grandes fardos de tejido, ordenados en hileras en la parte exterior del almacén. Los dos inspectores de paisano y Navarro encendieron potentes linternas, Bernal hizo una seña a los primeros y a sus hombres para que tomaran el lado derecho, mientras él y Navarro tomaban el izquierdo. Al dar la vuelta a los fardos y entrar en la zona iluminada, Bernal cogió el altavoz y dijo con voz autoritaria:

– ¡Habla la policía! ¡Estáis completamente rodeados! ¡Tirad las armas y poned las manos en la cabeza o tiramos a matar!

Había cuatro hombres alrededor de una mesa, sobre la que se veían algunas armas desmontadas. Torelli, que era el que habían seguido, el argentino gordo llamado Weber y otros dos. Uno de estos, un sujeto bajó y moreno, fue a coger una pistola, pero Martín y sus hombres llegaron por detrás y éste dijo con voz cortante:

– ¡Quieto! ¡Que nadie se mueva o disparo!

El sujeto bajo y moreno alzó despacio las manos y se las puso en la cabeza. De pronto, el local quedó sumido en la oscuridad, excepción hecha de la luz de las linternas de los policías. Un proyectil pasó zumbando junto a la oreja de Bernal y éste, soltando el altavoz, se echó al suelo. Se dio cuenta de que, al fin y al cabo, había un quinto hombre escondido cerca del interruptor de las luces. Bernal y Navarro retrocedieron con prudencia hasta el parapeto de los fardos de la izquierda, mientras que los policías de paisano hacían lo mismo en la parte derecha.

Entonces, por detrás, Martín enfocó la mesa del centro con una potente linterna y se desató un intenso tiroteo que finalizó con brusquedad cuando la mesa fue alcanzada por una bomba de mano. Bernal tanteó en busca del altavoz.

– ¡Deponed las armas u os mataremos! -se volvió a Navarro-. Dejad de disparar y traed más linternas.

Mientras tanto, uno de los hombres de Martín se había hecho con otro foco potente y enfocaba el centro del almacén, donde se podía ver a un hombre acuclillado bajo la mesa.

– ¡No disparen! ¡Voy a salir! ¡No disparen!

El que había hablado no era el argentino gordo, sino uno de los dos desconocidos. Torelli yacía inmóvil bajo la mesa y el sujeto bajo y moreno estaba sin indicios de vida entre la mesa y la pared lateral. Uno de los hombres de Martín se había acercado por detrás y descubierto al quinto hombre, que fue desarmado y forzado en aquel momento a encender las luces.

Se hizo un rápido registro del resto del local.

– ¿Dónde está Weber? -gritó a Martín-. No está con los otros.

De repente oyeron que arrancaba el motor de un coche en la parte trasera del almacén.

– ¡Ha escapado! ¡Hay que seguirle! -gritó Bernal.

Martín salió corriendo por la puerta trasera y efectuó dos disparos. Luego se hizo el silencio. Navarro salió a ver qué ocurría y descubrió que Martín había echado a correr hacia su coche, en el que le esperaba el chófer, y que se había lanzado en persecución del otro. Sabía que avisaría a la central y que pediría ayuda para detener a Weber.

Se volvió y vio a Bernal inclinado sobre Torelli.

– He aquí a uno de nuestros asesinos, Paco. Está inconsciente y con quemaduras serias a causa de la bomba. Veamos cómo están los otros dos.

El sujeto bajo y moreno estaba inconsciente con un agujero de bala en el hombro derecho. Bernal le registró los bolsillos de la chaqueta y sacó una cartera.

– Giovanni Cavalli ¡otro italiano! ¡Cuántas cosas interesantes hacen nuestros turistas! ¿Y esos dos? -preguntó al sargento de Martín, que había esposado a los otros dos hombres.

– De la ganadería local, jefe. Aquí tiene su documentación. Mire qué insignias llevaban.

Bernal cogió las insignias rojinegras del SDG, que ya conocía. Navarro volvía de hablar por la radio.

– He pedido dos ambulancias.

– Está bien -dijo Bernal-. Busca aprisa todos los papeles y documentos que haya y llévalos al coche. Tendré que informar a la Segunda Brigada. Esas armas son asunto político y militar. Supongo que se dejarán caer por aquí para hacerse cargo de los detenidos -dijo con resignación-. Regístrales los bolsillos, Paco, y mira a ver si tienen algo que indique que alguno de esos o el que está inconsciente es el segundo asesino. Torelli parece en mal estado. Pero le acusaremos de asesinato si se recupera.