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– Veremos qué se puede hacer.

Aquello no bastaba, pensó. Aún no estaban acostumbrados a la velocidad vertiginosa de las autopistas y a la práctica imposibilidad de bloquear las salidas sin provocar accidentes. Procuró recordar la situación de aquella carretera y las salidas que tenía: O’Donnell, Alcalá, Mola, Arturo Soria y luego Chamartín. ¿Se olvidaba de alguna?

No tuvo tiempo de pensarlo. Weber pisó a fondo el acelerador y comenzó a despegarse de ellos por el carril de la izquierda.

– Lo perdemos, señor -dijo Enrique-. Tengo el pedal a tope.

Martín habló con la central.

– Lo estamos perdiendo. ¿Tienen tomada Chamartín?

– Sí -respondieron- y Arturo Soria.

– Estupendo. Informen cuando lo localicen.

Martín tenía la corazonada de que iba a ser en Chamartín y en la estación de ferrocarril. Había allí una nueva salida de la autopista y, una vez en la estación, Weber sería difícil de localizar.

Volvió a hablar por la radio.

– Avisen a la policía de la estación de que esté atenta a su llegada.

– Enseguida.

Dos minutos después perdían de vista el coche de Weber, pero Enrique siguió sacándole el máximo partido al Seat. Nerviosos, estaban a la espera y entonces habló la radio.

– La patrulla de la salida de Chamartín le ha visto abandonar la autopista. Lo están siguiendo.

Martín se retrepó en el asiento con alivio. Enrique comenzó a frenar al acercarse a la salida y doblaron por la pista que daba acceso a la estación. Iban por ésta cuando encontraron algo extraordinario. El Cadillac estaba inmóvil, en posición vertical, en medio de un seto de arbustos, con el chasis paralelo a una antigua locomotora de vapor, de color verde, que la RENFE había restaurado meticulosamente cual pieza de museo y colocado allí para animar la entrada de la estación. No había el menor rastro de Weber, aunque un coche patrulla de la policía se había detenido cerca y los agentes corrían hacia la entrada de la estación. Martín y el chófer fueron tras ellos, y una vez en el nuevo recinto vestibular, el primero fue a la comisaría.

El inspector de turno había estado en contacto con la policía de tráfico.

– ¿Inspector Martín? ¿Qué aspecto tiene el sospechoso?

– Gordo, un poco calvo, recién afeitado, con abrigo negro y fular rojo. Avise a sus hombres de que va armado y es peligroso.

El inspector de la estación se puso a dar órdenes inmediatamente.

– Tenemos suerte. No sale ningún expreso en los próximos diez minutos -dijo-. El riesgo es que tome el cercanías que baja a Atocha y se nos plante en el centro, en Nuevos Ministerios o en Recoletos. En este tramo, claro, no se revisa el billete. La otra posibilidad es que suba a cercanías que va a El Escorial. Los apeaderos no se controlan a esta hora de la noche. Tengo hombres en todos los andenes, pero pasarán unos minutos antes de que se les dé la descripción del individuo.

Martín pensó que la vigilancia sería más eficiente si todos los hombres apostados fueran provistos de radio-receptor-transmisor portátil, como en otros países; en este país sólo disponían de ellos en ciertas ocasiones especiales.

El inspector de la estación volvió del teléfono.

– A ver si lo atrapamos. El jefe de estación está que trina porque el Cadillac le ha estropeado la vieja locomotora. Dice que habrá que pintarla otra vez.

Durante los quince minutos que siguieron cinco gordos y respetables hombres de negocios con abrigo negro fueron conducidos a presencia de Martín para que éste los inspeccionase. Una vez comprobada la documentación respectiva, se dio paso a profusas disculpas. Entonces hubo una racha de suerte. La mujer de los lavabos había sufrido un sobresalto a consecuencia de la repentina entrada de un caballero gordo, de tez acalorada, que se había colado a toda velocidad en uno de los excusados de hombres sin esperar a que ella le diera los tres obligados pedazos de papel higiénico. Contristada por aquella propina perdida, había resuelto comentarlo a uno de los grises que patrullaban fuera. Acababa de dársele a éste la descripción de Weber y había ido con la mujer a esperar a que el hombre saliera.

Cuando Weber salió, sin abrigo y con un pequeño bigote negro, el policía pensó que la vieja había desvariado, como de costumbre. Pero resolvió parar al individuo y pedirle la documentación. Cuando Weber sacó una pistola, la anciana gritó, distrayéndole momentáneamente, y el gris aprovechó la coyuntura para desarmarle.

Ya en la comisaría, Martín arrancó el falso bigote de Weber y le hizo vaciar los bolsillos. Se le esposó y el inspector de la estación ofreció a Martín una escolta que le acompañase hasta la comisaría del Retiro, que éste aceptó. Weber se negó a decir nada. Martín registró con rapidez la cartera y efectos personales de aquél. Detrás de la solapa le descubrió una insignia SDG, que le desconcertó.

– ¿Qué insignia es esa, Weber?

– Pronto lo sabrá -y éstas fueron las únicas palabras que se le sacaron hasta que volvieron al Retiro.

Once y cuarto de la noche

Cuando Navarro y Bernal llegaron a la DGS vieron que Elena les esperaba.

– ¿Todavía aquí? -preguntó Bernal.

– No puedo remediarlo, quería saber todo lo que ocurre… -dijo la joven-. He estado con Ángel en la sala de comunicaciones. Aún está ahí, enterándose de la persecución del argentino. Hace diez minutos que llegaron a la estación de Chamartín, pero se les ha escapado.

– Bueno, nosotros tenemos a Torelli -dijo Bernal-, que es uno de nuestros asesinos, y mañana les haremos la prueba de saliva a los otros tres para que el laboratorio la compare con la colilla que sé encontró en casa de Marisol. Sería mejor que te fueras a casa.

– Es que quiero quedarme para saber si el inspector Martín coge a Weber -dijo Elena.

– Como quieras.

Sonó el teléfono y contestó Navarro.

– Es Martín, para ti, jefe.

– Sí, Martín. ¿Lo tiene? ¿Dónde lo lleva? ¿Al Retiro? Voy a reunirme allí con usted. Sí, bien hecho. Un buen trabajo. Hasta luego -colgó-. Elena, ya lo tiene. ¿Satisfecha? Ahora vete a casa y cena algo. A lo mejor Ángel quiere acompañarte.

– Estoy demasiado nerviosa para comer nada -dijo ella-. Ha sido una noche tremenda. Les veré mañana a la hora de siempre. Buenas noches, jefe. Buenas noches, Paco.

Cuando la joven se hubo ido, Bernal sacó del bolsillo las insignias SDG y se las quedó mirando pensativamente.

– Habrá que trabajar duro para pararles los pies, Paco. Vamos al Retiro a interrogar a Weber.

– De acuerdo, jefe.

Once y media de la noche

Pero cuando llegaron a la comisaría de la calle Fernanflor, encontraron a un comisario de la Segunda Brigada que les esperaba.

– Hola, Bernal. Supimos por la comisaría de la estación de Chamartín que el inspector Martín había detenido a Weber. Lo interrogaremos nosotros, claro.

– Claro -dijo Bernal con el corazón en un puño-. ¿Me permitirían que le interrogase antes a propósito de los asesinatos?

– El inspector general dice que lo haga después. El aspecto político tiene preferencia. Dijo que usted lo entendería.

– Sí, claro, lo entiendo -dijo Bernal.

Martín llegó en aquel momento con el detenido y la cara se le ensombreció al ver al comisario de la Segunda Brigada.

– Nos quedamos con él, Martín, y seremos nosotros los que hagamos el registro domiciliario. Gracias por traerlo. Ha hecho usted un magnífico trabajo. La escolta puede volver a Chamartín. Tengo a mis hombres fuera.

Martín le entregó a Weber y advirtió la expresión de simulada esperanza que se aposentaba en la faz del detenido. Cuando se hubieron ido, Martín condujo a Bernal y a Navarro a su despacho, y pidió al sargento de guardia que les llevara café.

– No -dijo Bernal-, vayamos a tomar un trago fuera. ¿No hay ningún bar por aquí cerca?