La rubia secretaria le recibió con la cordialidad de siempre y le hizo pasar en el acto. El director parecía tranquilo, al decir de Bernal, pero le recibió con menos alharacas que la última vez.
– Bueno, parece que lo ha resuelto usted, Bernal. Lástima que su hombre muriese anoche.
– ¿Que ha muerto?-exclamó Bernal.
– Sí, ¿no se ha enterado? Torelli no despertó y murió a las cuatro y cuarto de la madrugada a causa de las quemaduras.
– No, no han tenido la amabilidad de informarme -dijo Bernal con un gesto de frialdad-. Con todo, me gustaría hacer una prueba de saliva con los otros.
– Bueno, hay un pequeño problema. La Segunda Brigada resolvió dejar en libertad a Weber y los otros dos no estaban heridos. No son consistentes las pruebas que se tiene contra ellos y se pensó que sería mejor dejarles en libertad vigilada para ver adonde nos conducen.
– ¿Les han soltado? Pero sí hay pruebas de sobra de que poseían armas ilegalmente.
– Se sabe que Weber tenía licencia de importación. Aquí tiene una copia -Bernal sufrió una sacudida al oír aquello. Resolvió no preguntar por las banderas del SDG. Lo más seguro era que se hubiesen omitido en el informe oficial.
– ¿Por qué huyó entonces?
– Bueno, como es extranjero le asustaba la posibilidad de que le deportaran. Eso lo explica todo. A fin de cuentas, va a pasar usted unas tranquilas vacaciones de Semana Santa, ¿eh, Bernal? Creo que su grupo se merece un descanso. Ha sido un caso difícil.
– Sí, señor director, todos se lo agradecerán. Todos tendremos una Pascua tranquila -se marchó y regresó al despacho.
Consideró oportuno no decir nada todavía a Ángel y a Elena para que siguieran llamando por teléfono a los bancos, aunque hizo entrar a Navarro.
– Nos la han jugado, Paco. Torelli murió esta madrugada y han soltado a Weber y a los otros. Por insuficiencia de pruebas de actividades ilegales. ¡Insuficiencia de pruebas, voto a Dios! Están todos confabulados. Hemos perdido el tiempo -dijo con amargura-. ¿A quién se le ocurre ser un policía honrado en este paraíso de matones y sicarios, a los que se permite hacer lo que les dé la gana?
– ¿Vas a decírselo a Martín?
– Aún no, aún no. Nos queda la remota esperanza de que encuentre el coche y de que Elena y Ángel con el banco en que Santos depositó la otra caja Creo que voy a terminar el informe. Por cierto, nos dan el fin de semana libre.
– A cambio de nuestro silencio, ¿no? -dijo Paco.
Diez de la mañana
Navarro entró corriendo en el despacho de Bernal.
– Martín ha encontrado el coche. Quiere que vayamos en seguida a Cibeles y nos reunamos con él en la escalinata de Correos.
Bernal fue a ponerse el abrigo. Al salir dijo a Elena y Ángel que siguieran con las llamadas.
– Si encontramos la caja fuerte, os telefonearemos para ahorraros trabajo. ¿No lo sabéis? Nos han dado el fin de semana libre -los dos parecieron contentos ante la noticia.
Navarro y Bernal subieron a un coche oficial y fueron por la carrera de San Jerónimo, luego entraron en la calle de Sevilla y después en la de Alcalá. El día se despejaba y había síntomas de que aparecería el sol más tarde. Ya ante Correos, bajaron y dijeron al chófer que volviera a la DGS. Vieron a Martín y a su sargento esperándoles en la escalinata.
– El coche está al volver, comisario -dijo Martín-. Buscamos en todas las calles de la zona y no encontramos nada, entonces pensó el sargento en el estacionamiento del patio de Correos. Por lo general, sólo se permite la entrada a los empleados y los camiones del reparto, pero está claro que al vigilante no le extrañó ver allí al Mini azul durante casi una semana. Es posible que Santos lo hubiera dejado allí otras veces.
Fueron deprisa a la parte trasera y cruzaron la puerta de hierro. El Mini estaba en un rincón y al parecer no había sido forzado. Martín sacó el llavero que había encontrado a Weber y vio que una de las dos llaves encajaba en la cerradura de la puerta.
– No se preocupe por las huellas -dijo Bernal-. El caso está a punto de cerrarse.
Martín pareció sorprenderse por aquello, pero no hizo el menor comentario. No encontraron nada dentro del coche, salvo los documentos pertinentes al vehículo. Entonces abrieron el portaequipajes. Envuelta en un pedazo de tela impermeable había una caja fuerte con aspecto de nueva. Bernal sacó la llave que había encontrado en el piso de Marisol y vio que encajaba en la cerradura. Dentro había un sobre sellado de color pardo, parecido al que habían cogido del banco de la Gran Vía, pero mucho más abultado.
– Vamos al Bar Correos, que está ahí enfrente -dijo Bernal-. Entre los tres examinaremos el contenido.
Martín dio instrucciones al sargento para que el coche de Santos se llevara a la comisaría del barrio, y le dijo a su chófer que le esperase.
Cruzaron Alcalá y bajaron los escalones que les condujeron al bar, vacío a aquella hora.
– ¿Queréis café? -preguntó Bernal.
Los otros dos asintieron. Tras indicar al camarero que querían tres cortados, Bernal les llevó a una mesa arrinconada, donde abrió el sobre. Éste contenía treinta y dos hojas mecanografiadas, al parecer xerocopias. En la cabecera de la primera página decía «SÁBADO DE GLORIA» y las siguientes veintiuna estaban llenas de nombres, dispuestos en series precedidas por epígrafes que aludían a todos los ministerios, las Fuerzas Armadas y Cuerpos de policía. Bernal, Martín y Navarro buscaron con rapidez el epígrafe correspondiente a la DGS y quedaron petrificados al ver la extensión e importancia de la lista. Bernal advirtió que el nombre del director antipático aparecía allí, así como otros funcionarios más antiguos y muchos inspectores generales, comisarios e inspectores. Les impresionó ver el nombre de ciertos militares y también la longitud de las listas de provincias.
Las diez hojas restantes revelaban los detalles del golpe planeado para el fin de semana: el nombre de los que dispondrían la exhumación del ataúd de Franco, en el Valle de los Caídos, durante la noche del Viernes Santo, cuando los monjes estuvieran cenando; la identidad de los empleados de RENFE que preparaban en secreto un tren especial para el sábado por la tarde en el que se trasladaría el ataúd y la escolta hasta la estación del Norte, junto al Palacio Real; la policía seleccionada para controlar a la multitud de la Plaza de Oriente el domingo por la mañana, cuando se diera la «resurrección» de Franco, así como los militares elegidos para encabezar el desfile de la Castellana el domingo por la tarde. Todos los detalles estaban consignados, incluso las disposiciones para la erección de una tribuna en el Ayuntamiento, las gradas y las barreras para el desfile militar.
Los tres leyeron aquello con el mayor de los asombros. Fue Martín el que habló primero.
– Está claro, comisario, que no puede entregar usted estas listas a nuestros superiores por los conductos normales, ya que muchos de ellos están involucrados. Y harían lo imposible por impedir que llegara a manos del ministro.
Bernal meditó a propósito de las listas.
– ¿Os habéis dado cuenta de que ningún miembro del actual gobierno está complicado? En teoría, pues, podría entregárselo si pudiera llegar hasta él.
– Pero tendrías que cruzar toda una barrera de secretarios -repuso Paco- y una vez se enterasen de qué se trata, no te dejarían verle.
– Lo que me desconcierta -dijo Bernal- es que no se menciona a ningún dirigente. Los documentos aparecen como si el Caudillo fuera a resucitar realmente, y sin embargo tienen que haber pensado en alguien que haga las funciones de dictador, aunque se han preocupado de ocultarlo por el momento. Es posible que fuera esto lo que Santos quisiera averiguar antes de entregarlo a un periódico de izquierdas y conseguir una exclusiva mundial. El periódico no se habría arriesgado a publicar las listas, claro, porque los individuos mencionados habrían negado todo contacto. Pero la publicación de los detalles habría sido tan efectiva que les habría obligado a renunciar al proyecto. No obstante, Santos necesitaba los nombres para convencer a cualquier director de que se trataba de una conspiración auténtica. Yo creo que iba todavía tras el nombre más comprometido cuando lo descubrieron.